MICHELSTADT (ALEMANIA)

ENERO DE 1933.

Al final de la temporada, solo unas semanas después de la partida de Bachman y Elise, Rahn cerró el Des Marronniers y, con el último recibo en la mano, volvió a Alemania. Dejó varias cuentas sin pagar detrás, pero no le importaba, no tenía intención de regresar.

Sabía que todavía podía conseguir trabajo enseñando idiomas en alguna escuela profesional, aunque no era un trabajo de verdad y estaba harto de él. Quería…, no sabía lo que quería, así que se fue a casa. Sus padres notaron enseguida el cambio que se había producido en él. Estaban preocupados, pero se callaron durante un tiempo. Finalmente, su padre llegó al límite de su resistencia después de unas cuantas semanas de actitud huraña y le dijo a su hijo:

—¡Ya tienes casi treinta años, Otto! ¿Qué piensas hacer con tu vida?

A pesar de todos los sueños y ambiciones del año anterior, solo pudo responder que no lo sabía.

—¡Dime que no piensas malgastar tu vida buscando tesoros enterrados!

—Eso se ha acabado.

—¡Eso esperaba! Hijo, en el mundo real, los hombres se ganan su fortuna. ¡No la desentierran!

—Lo sé.

Y era cierto. Al menos, eso lo había aprendido bien.

Una mañana, unos cuantos días después, se sentó y empezó a escribir. No habría sabido decir qué lo motivaba, porque sin duda no eran los comentarios de su padre. Sin embargo, más tarde Rahn comprendería que la pérdida y el vacío habían despertado en él el impulso de celebrar los últimos días de un mundo condenado, antes de que una guerra lo destrozase para siempre. Empezó con una descripción del cielo que se veía en el sur de Francia…, un azul que solo había visto en los Pirineos. Una página después siguió escribiendo, sin más.

Escribía durante muchas horas seguidas, dejando para después las notas y la investigación. Escribía no como el académico de formación que era, sino como un poeta. Obviamente, había fuentes y citas, no se trataba de un mundo de fantasía que no había existido, pero tampoco era el seco material de las páginas de historia. Estaba lleno de pasión, con un estilo que era síntesis de historia, poesía y pura indignación narrativa. Llamó a su libro Cruzada contra el grial sin tan siquiera decir lo que pensaba sobre la verdadera naturaleza del mismo. No se dedicó a especular sobre tesoros enterrados o el destino del grial, aquellos temas eran para otros escritores, gente que no hubiese empleado el tiempo necesario en averiguar la verdad. En vez de ello, dibujó retratos íntimos de la aristocracia, de sus aventuras amorosas, de intrigas políticas, de las condiciones económicas de las regiones y de la heroica ilustración que había bendecido a la tierra de los cataros, situándola por encima del resto de Europa en aquella época. Habló sobre la fe y el amor, y sobre caballeros que escribían poesía. Describió un mundo en el que los judíos no solo podían vivir libremente, sino que, además, enseñaban a los hijos de los cristianos y a nadie le parecía extraño. Habló sobre mujeres que eran sacerdotes y sobre amores que nunca se consumaban.

Describió la topografía, las cuevas infinitas bajo la sierra del Sabarthés y, por supuesto, todos los castillos cuyas ruinas salpicaban el accidentado paisaje del sur de Francia. Describió la lanza ensangrentada que había visto pintada en la Grotte de Lombrives, pero no especuló nada sobre ella, ni siquiera incluyó una teoría que la relacionara con el amor cortés y el deseo eterno del espíritu que parecía representar. Dibujó el mundo que amaba en sus últimas horas de vida y, aunque todo pasó cuando cayó la postrera fortaleza, hacía ya siglos, le daba la impresión de estar escribiendo una autobiografía.