NEUSTADT (HAMBURGO).
Malloy se sirvió espaguetis dos veces en un restaurante italiano familiar y se bebió un par de copas de vino tinto para tranquilizarse. No se molestó en tomar café. De camino a su hotel de la Neustadt, Dale Perry lo llamó.
—El abogado ha estado en la ciudad esta tarde, en su oficina, durante unas cuantas horas —le dijo—. Lleva toda la noche en casa.
—Genial. Me pasaré a verlo dentro de un par de horas.
—¿Encontraste algo sobre esos números de teléfono que te pasé?
—Estoy esperando la respuesta de mis contactos.
El cartel de «No molestar» seguía colgado en la puerta de Malloy, tal como él lo había dejado, aunque habían doblado una esquina, así que llamó. Un momento después, Ethan le abrió la puerta. Kate estaba sentada en la cama; no cabía duda de que había estado durmiendo e intentaba espabilarse. Ethan tenía aspecto de no haber dormido en un par de días.
Vestían vaqueros negros y jerséis de color oscuro. Malloy le echó un vistazo a una de las dos bolsas de lona negra que habían tirado en el suelo y vio tres AKS74, el modelo aerotransportado de la clásica Kalashnikov con la culata metálica triangular plegada a un lado, tres granadas de mano, la culata de una Cok del ejército y un surtido de munición y cargadores, chalecos antibalas, gafas de visión nocturna y herramientas.
—¿De dónde has sacado todo esto? —le preguntó a Kate.
—Tengo un amigo en Zúrich —respondió ella, bostezando.
—Probablemente lo conozca —comentó Malloy, que era amigo íntimo del jefe del crimen de Zúrich, un hombre llamado Hans Barzani. De hecho, había ayudado a poner a Barzani en lo alto de la pirámide. No conocía a otra persona en Zúrich capaz de tener aquel tipo de armamento en stock.
—Dudo que conozcas a mi chico —dijo Kate, sonriendo.
—Seguro que conozco a su fuente.
—Es probable, pero a mi chico no. Mi chico es… especial.
—Siempre que Giancarlo y Luca Bartoli no lo conozcan…
—Llevo mucho tiempo sin tratar con ellos —respondió ella. Se inclinó para ponerse los zapatos—. Y, obviamente, para esto menos todavía.
Ethan se movía por la habitación mientras hablaban, limpiando las huellas de todas las superficies. Una vez hubo terminado, abrió una de las bolsas de lona y empezó a repartir el equipo. Lo primero que sacó fueron los guantes y las gafas de visión nocturna. Después los pasamontañas, los chalecos Cobra y unos impermeables sueltos para ponérselos encima. Finalmente repartió pistolas eléctricas, esposas, unos cuantos metros de cuerda e intercomunicadores. Los intercomunicadores tenían un alcance de tres o cuatro metros como máximo. Eran de alta calidad y captaban incluso susurros y respiraciones; podían apagarse o encenderse tocando un botón.
—¿Habéis conseguido un coche? —preguntó Malloy.
—Hay un aparcamiento a la vuelta de la esquina —le respondió Ethan mientras cogía las dos bolsas—. No debería resultar un problema.
La entrada del hotel estaba oscura cuando salieron. Eran poco más de las diez y la calle estaba tranquila. En un aparcamiento público un par de edificios más allá, Ethan encontró un coche aparcado en las sombras, y metió una hoja plana y larga entre la ventana del conductor y el lateral de la puerta. Enganchó un cable del interior y dio un suave tirón, lo que hizo que el cierre saltara y pudiese abrir la puerta. Kate y Malloy entraron, mientras él sacaba algunos cables del salpicadero, cortaba la funda de goma de un par de ellos y unía los extremos pelados. El motor gruñó y entró en funcionamiento, todo ello en un impresionante plazo de treinta segundos.
Desde atrás, Malloy comentó:
—Diría que no es la primera vez.
—Odio robar coches —respondió Ethan—. Pueden salir mal un montón de cosas. —Mientras lo decía, un coche de policía pasó junto al aparcamiento.
—Ya veo a qué te refieres —repuso Malloy.
Se dirigieron al norte a través de los barrios. No lejos del puente Krugkoppel, en el extremo norte del Aussenalster, Ethan entró en un pequeño aparcamiento. En el muelle, Malloy vio varios barcos en el agua.
—Poneos las máscaras —dijo Kate—. A partir de aquí podría haber cámaras.
—¿Qué barco? —preguntó Malloy mientras bajaban por la pasarela.
Kate señaló uno anclado a unos treinta metros de la orilla.
—El bonito.