EL ROYAL MERIDIEN (HAMBURGO)

SÁBADO, 8 DE MARZO DE 2008.

Malloy salió del barco en el muelle de Alte Rabenstrasse y, con la ayuda de un mapa de la ciudad, encontró una estación de metro a menos de medio kilómetro. Desde allí volvió al Royal Meridien y durmió un par de horas. Por la tarde fue al patio trasero de Das Sternenlicht y recogió el Toyota que Dale había preparado para él. El sol se ponía, pero había luz de sobra para ver bien la zona. Como la única bailarina de Dale, el aparcamiento tenía mal aspecto; detrás de él solo había hoteles de mala muerte, clubs sexuales, tres bares de taburetes, clubs de striptease y librerías de material para adultos. Sin embargo, los edificios estaban bien hechos. Justo frente a la parte de atrás del Sternenlicht, por ejemplo, los pisos superiores estaban fabricados con unos lujosos bloques de piedra que llegaban hasta el tejado. En cualquier otra parte de la ciudad, aquellos pisos y oficinas habrían llamado la atención de los más adinerados.

Había dos callejones que daban al patio; uno estaba pegado al Das Sternenlicht y no era más que una acera, aunque podía pasar un coche pequeño; el otro era lo bastante grande para que entrasen camiones de reparto. En el centro de la plaza se veían algunos espacios vacíos, pero la mayoría de las plazas de aparcamiento estaban pegadas a los edificios.

Malloy fue hacia el norte por una serie de calles laterales y atravesó el barrio de clase obrera de St. Pauli. Desde allí avanzó hasta el Aussenalster y aparcó el Toyota en una calle secundaria cerca del muelle de Alte Rabenstrasse, desde donde caminó diez minutos hasta la estación de metro. A las ocho ya estaba en el Royal Meridien.

Jim Randal y Josh Sutter estaban en el bar del hotel tomándose un par de cervezas de grifo. Se mostraron fríos, sin ocultar su decepción con el contable del Departamento de Estado.

—Te hemos echado de menos esta mañana —le dijo Josh Sutter sin mirarlo a los ojos.

—Me acosté tarde.

—Lo que tú digas.

—¿Algún problema, chicos?

—No entendemos a qué te dedicas —respondió Randal, dejando salir su duro acento de Queens—. No quieres hablar con los investigadores. No nos cuentas lo que haces. Pides un número de teléfono y después, cuando lo consigues, ¡te vas por ahí a montarte un trío! —Se notaba que Randal llevaba el discurso ensayado.

Sutter, el poli bueno que servía de contrapunto al poli malo de Randal, se inclinó con los codos en las rodillas y se frotó las manos.

—Mira, T.K. —empezó, en tono conciliador—, el tema es que tenemos muchas preguntas que no podemos responder.

—¿De los alemanes?

—De nuestro supervisor de Nueva York. Es como si…, ¿de verdad estás aquí, trabajando en esto? Es decir, ¿qué está pasando?

—Jack Farrell se ha puesto en manos de Helena Chernoff.

—Dinos algo que no sepamos —gruñó Randal.

—Cuando averigüe cómo se puso en contacto con ella, tendré a Farrell y a Chernoff, pero os garantizo una cosa: Hans no va a poder ayudarme.

—¿Y el dinero? —preguntó Randal, no muy satisfecho—. Creía que era tu especialidad. Perito contable, ¿no?

—¿Y si os dijera que tengo la oportunidad de encontrar a Farrell esta noche, incluso de detenerlo?

La expresión de Josh Sutter se relajó, aunque Jim Randal no estaba tan convencido.

—No puedes jugar esa baza sin darnos algo tangible. Dinos lo que estás haciendo. ¿Tienes algo o es otra cena china?

—Es extraoficial, caballeros —respondió Malloy, sacudiendo la cabeza. Esperó a que los agentes se mirasen entre ellos, pero esta vez lo decepcionaron. Se quedaron mirándolo como si acabase de proferir una blasfemia; en su mundo todo era oficial.

—¿Crees que puedes encontrar a Jack Farrell esta noche? —preguntó Sutter, y una vena empezó a latirle en el cuello. El espía tenía algo y eso le encantaba. Malloy asintió, pero no dijo nada más.

—¿Dónde está la pega? —preguntó Randal.

—La pega es que no quiero involucrar a los alemanes.

—Teniendo en cuenta que estamos en medio de Alemania, ¡puede que resulte difícil! —exclamó Sutter riéndose.

—¿Queréis llevaros a ese tipo a casa o iros sin él? —preguntó Malloy.

—¿Para quién trabajas, T.K.? —preguntó Randal, después de examinar la habitación—. ¡Porque no me trago esa tontería del contable!

—Escuchadme, los alemanes no van a entregaros a Jack Farrell. Si lo detienen, se quedarán con él. —Era una mentira descarada, pero Randal y Sutter no lo sabían. Desde su punto de vista, perder a Jack Farrell en manos alemanas podía considerarse un desastre.

—Oye —respondió Randal, que de repente parecía cabreado con alguien más aparte de Malloy—, ¡Farrell es nuestro!

—Si los alemanes se involucran, será suyo.

—Hans nos dijo… —empezó a decir Josh Sutter, sacudiendo la cabeza.

—En cuanto detengan a Jack Farrell, Hans desaparecerá. Os reuniréis con tíos que no hablarán inglés. Resumiendo una larga y triste historia, volveréis a casa sin Farrell, y el ministro de Justicia de los EE.UU. tendrá que escuchar todas las leyes alemanas que rompió el fugado al entrar en el país con un alias.

—¿Para qué iban a querer a ese tío? —preguntó Josh Sutter.

—Os podría dar un millón de razones —respondió Malloy, sonriendo—, pero la respuesta corta es: porque pueden. Ya ha pasado antes, y los dos lo sabéis.

—Pero Hans dijo…

—Hans os dice lo que sus jefes le piden que os diga.

Los dos se enfadaron, pero lo creyeron. Aunque no querían creerlo, lo creían, y también sabían que no podrían hacer nada al respecto si los alemanes decidían llevar a Jack Farrell ante un tribunal de justicia alemán.

—Por otro lado —siguió Malloy—, si arrimáis el hombro con la detención cuando ocurra, si es que ocurre, yo tendré a vuestro hombre en suelo americano antes de que los alemanes descubran que lo hemos cogido.

—¿Cómo? —preguntó Josh Sutter—. ¿Cómo vas a hacerlo, T.K.? ¿Vas a metértelo en la maleta?

—Tenemos más de una docena de bases militares estadounidenses a unas cuantas horas al sur de aquí. Suelo americano, caballeros. Si metemos a Jack Farrell en una, es nuestro.

—¿Esta noche? —preguntó Sutter.

—Puede que esta noche, puede que al alba. Puede que mañana por la mañana. Ahora mismo estoy a un paso de distancia y no hay nada seguro. Pero, si surge algo, será después de medianoche y necesito saber si puedo contar con vosotros.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Randal—. Quiero decir, ¿qué quieres que hagamos exactamente?

—Voy a usar a dos personas para la extracción y tengo a otra cubriéndonos las espaldas. No estoy seguro de que sea suficiente una sola persona, me preocupa que entremos a por él y Chernoff saque una segunda línea de defensa detrás de nosotros. Os necesito en el perímetro para que nos informéis de lo que pasa y de la pinta que tiene. Nosotros nos encargaremos de lo que llegue, no necesito más armas, pero sí saber con antelación si viene alguien más. Y ese será vuestro trabajo.

—¿Es sólida tu pista? —preguntó Jim Randal después de mirar a su compañero.

—Es prometedora. En el peor de los casos no nos dará nada, pero, si sacamos algo, y creo que podríamos hacerlo, no voy a tener tiempo de explicarme. Os necesitaré a los dos… o tendré que hacerlo solo y rezar por no meterme en una trampa. Si es mi única opción, que así sea, aunque no os llevaréis el mérito por la detención. Por otro lado, si aceptáis, yo volveré a mi cueva y os dejaré la gloria a vosotros.

—Te agradezco que te sinceres con nosotros —dijo Randal, después de volver a mirar a su compañero y a Malloy.

—Y yo me alegro, porque acabo de meteros en medio de una conspiración criminal —fue como si los dos hombres recibieran un puñetazo en la mandíbula—. Si queréis dejarlo, será mejor que llaméis a Hans para decirle lo que os acabo de contar. Si no, formáis parte de esto, hagáis lo que hagáis esta noche.

—Nadie va a llamar a Hans —respondió Sutter.

—Si cogemos a Farrell —le dijo Malloy— y los alemanes descubren lo sucedido, cosa que harán en cuanto puedan analizar la situación, pedirán que os extraditen a los dos para juzgaros aquí. Por supuesto, en Nueva York seréis unos héroes y no habrá nadie dispuesto a entregaros a los alemanes.

Intercambiaron miradas, sopesando los riesgos y las recompensas. Era un trabajo peligroso, y Malloy no quería que se metieran en el fregado sin darse cuenta antes de que se trataba de algo ilegal.

—¿Qué harán los alemanes si nos pillan? —preguntó Sutter.

—Os amenazarán, ya sabéis cómo son los polis, pero, si les dais lo que quieren, os dejarán volver a casa. Obviamente, no os permitirán volver por aquí…

—Puedo vivir con eso —respondió Randal—. ¿Qué van a querer?

—A mí. No pasa nada, si la policía acaba metida en esto, será culpa mía. Podéis contarles a los alemanes todo lo que sepáis, sin rencores.

—¿Y qué te van a hacer a ti?

—No os preocupéis por mí, es mi trabajo.

Volvieron a intercambiar miradas. No se acobardarían ni de broma, sobre todo si podían volver a Nueva York con Farrell esposado.

—Cuenta con nosotros —afirmó Randal.

—Lo que necesito es que esta noche estéis preparados para recibir una llamada. En algún momento entre medianoche y el alba. Estad vestidos y listos para moveros en cuanto oigáis mi voz. —Le entregó a Randal un trozo de papel con una dirección y un número de móvil—. Id a esta dirección. Es un bar. Uno entra y se sienta a tomar algo. El otro se queda en el coche y deja el motor en marcha. ¿Estáis los dos armados?

—Tenemos una licencia provisional —respondió Randal—, pero Hans nos dijo que nos jugábamos el pellejo si sacábamos de verdad las armas, a no ser que se tratara de una situación de vida o muerte.

—Si nos metemos en líos, no se lo vamos a explicar a los alemanes. Nos ocuparemos de nuestros asuntos, nos esconderemos y esperaremos a la caballería. Y si me pasa algo… —Malloy dio unos golpecitos en el número de teléfono que había escrito en el papel—, llamad a este número. La persona que responda os sacará del país.

—¿Tiene nombre? —preguntó Randal.

—Claro que sí, pero no tenéis por qué saberlo. Limitaos a llamarla si os quedáis solos, y haced exactamente lo que os diga. Por ahora, id a comer algo e intentad dormir un poco antes de las doce… y estad listos para dejarlo todo atrás, llegado el caso.

—¿Te refieres al equipaje? —preguntó Sutter, preocupado.

—Os reembolsaré todo o haré que alguien lo recoja, si es posible, pero, si tenéis algo que no queráis perder, metedlo ahora en el coche. Y… quizá sea buena idea cambiar las matrículas por las de otro coche del aparcamiento.

—Eso es un delito grave —repuso Randal.

Aunque no lo decía en broma, Malloy sonrió.

—Vaya, ¿crees que te extraditarán por eso?