BERLÍN (ALEMANIA)
OTOÑO DE 1931.
Rahn le escribía cartas a Elise casi todos los días. Le hablaba sobre el Languedoc, el cielo y las montañas; describía las vidas había desenterrado en alguna biblioteca polvorienta; le decía los nombres de las ruinas que antes fueran ciudades, muchas más de las que había podido enseñarle; a veces hablaba de los amantes de los que quedaba constancia, casados con terceros y siempre deseando lo imposible, aunque fieles en todo momento a su promesa hasta el final de sus días. Le decía que, hasta conocerla a ella, el dolor que describían le había parecido un artificio poético, un suntuoso vacío que se hacía pasar por amor verdadero. Sin embargo, ahora sabía que lo que escribían era auténtico, y le preguntaba si había algo más bello que despertar cada día con la esperanza de recibir una carta suya. ¿Había algo más puro que el recuerdo de aquel beso en Montségur que, según él, permanecería grabado para siempre en su alma? Sin embargo, con aquellos sentimientos llegaba la atroz necesidad del deseo insatisfecho, la sensación de haber sido amenazado, apaleado y dado por muerto. ¿Cabía la posibilidad de volver a verse en un futuro? ¿Podía esperar al menos eso?
No le parecía posible vivir sin ella y, sin embargo (escribía), los días seguían pasando. Cuando exploraba una cueva, se imaginaba cómo sonreiría ella ante su labor, y eso le daba fuerzas. Cuando leía o releía las narraciones sobre batallas, o cuando un anciano le contaba otra historia más que nadie había registrado, algo que el anciano le había oído a los ancianos de hacía cincuenta años, Rahn ya no se paraba a pensar en cómo plasmarlo en su libro, sino que calculaba su valor por un solo parámetro: ¿le gustaría a Elise?
Le dijo que había hecho lo correcto al rechazarlo aquella noche, aunque sin referirse concretamente a la noche en cuestión. No debió pedirle que traicionase su juramento de fidelidad, pero, si ella supiera lo mucho que la había deseado, quizá lograse perdonarlo. Ella respondía a las cartas asegurándole que no había nada que perdonar, sino todo lo contrario, ya que se pasaba los días arrepintiéndose de lo que le había dicho.
Solo quería hacerlo feliz, y sabía que había fallado, con lo fácil que le habría resultado concederles a ambos lo que sus corazones tanto anhelaban, aunque fuese solo una vez. Quizá ardiera en el infierno por pensarlo, pero desearía haber ido a su habitación, tal como él le había pedido.
Él respondía alabando su virtud, diciendo que ella había sabido sobreponerse al deseo. Aunque querría ser como ella, el mundo y la carne lo desgarraban y necesitaba más que una fantasía en la cumbre de una colina. Sabía que el mundo habría objetado de haber cedido a la tentación, ¡siempre ocurría! A pesar de haber hecho bien en rechazarlo, él soportaría cualquier cosa a cambio de sus caricias, sus besos, su rendición. Y el sentimiento no se aliviaba con el paso del tiempo. Era justo como ella había dicho: ¡la lanza nunca dejaba de sangrar, la copa nunca se llenaba!
Una vez le escribió sobre los amantes de Dante, los que se entregaron a la tentación y pasaron la eternidad persiguiéndose en círculos sin llegar a tocarse nunca. ¡Los que habían resistido a la tentación, los verdaderos amantes, encontraron su recompensa en la eternidad! Sin embargo, por una hora con ella, daría esta vida y la otra, siempre que supiera que Elise no sufriría la ira divina…
Las cartas se convirtieron en una conversación interminable de deseo embriagador y extraña teología. Podían ser triviales, desesperadas o llenas de afecto. «¡No soy un cátaro! —exclamaba Rahn en una de ellas—. ¡Soy un hombre del siglo XX!». En la siguiente le decía a Elise que ella era Esclarraonde, la luz del mundo, la portadora del grial, la Reina de los Puros. Si alguna vez encontraba el grial, se lo llevaría a ella y lo pondría a sus pies…
A Elise se le aceleraba el corazón cada vez que veía sus cartas. Se rendía al deseo cuando terminaba de leer sus palabras y pensaba que era lo mismo que sentiría si recibiese un beso de buenas noches después de una noche de cortejo. Era la emoción de una joven que se da cuenta de que él la ama. No podía evitar responder las cartas en cuanto tenía ocasión. En ellas describía su jardín de la ciudad, sus sueños de la noche anterior, sobre todo si en ellos Rahn estaba sentado a su lado en las ruinas de Montségur. Escribía sobre el libro de Rahn y le prometía que el mundo se volvería loco por él cuando lo publicasen.
En una carta le decía que en Berlín empezaba a llover y que se sentía desgraciada. La ciudad le resultaba insoportable, con tantas revueltas, tiroteos y anarquía. No creía que ninguna otra ciudad del mundo tuviese tantos periódicos; y todos estaban tan seguros de la facción política a la que apoyaban que algo iba mal, muy mal en Alemania. Preferiría subir a una montaña en el soleado sur para buscar el grial perdido de los cataros. Con aquel estado de ánimo, sin la oportunidad de estar con él allí, su único solaz consistía en sacar sus cartas para releerlas.
Ni una sola vez en su correspondencia mencionaron a Bachman, que, a veces, le entregaba las cartas en mano a Elise. Nunca preguntaba por su contenido, y ella las guardaba bajo llave. A su marido le habría resultado fácil forzar la caja en la que las tenía, pero después ella lo habría sabido, así que, gracias a una disciplina férrea inimaginable, resistía la tentación. Sin embargo, la observaba, estudiaba sus cambios de humor. Una vez, ya entrada la noche, después de ingerir demasiado vino, Bachman le preguntó si lo iba a dejar para irse con Rahn. Ella contestó: «Eres mi marido, Dieter. No te dejaré nunca». Otras veces le preguntaba por sus charlas privadas, ¿acaso Rahn le había llegado a pedir que se acostase con él?
—Nunca —respondió ella, y la mentira la hacía ruborizar.
—¿Te habrías sentido tentada?
—Mis sentimientos son privados, Dieter.
—Pero, ¿lo amas? —insistió él.
—No es algo que se pueda elegir —respondió ella—. No es como estar casado con alguien, sin duda. Escogemos casarnos y hacemos un voto sagrado ante Dios.
Aquella única mentira a Bachman manchaba la pureza de lo que sentía por su amante, así que odió a su marido por preguntárselo y por insistir en saber palabra por palabra lo que Rahn hablara con ella. Al parecer, había estado pendiente, ¡incluso había tomado notas! Ella contestó con sinceridad que no recordaba algunas de las conversaciones. En cualquier caso, ¿qué más le daba? ¡No había pasado nada!
—¿Te decepciona que ni siquiera lo intentase?
¿Cómo podía confesarle algo así a su marido? ¿Cómo iba ella a disfrutar con sus recuerdos si Bachman no dejaba de analizarlos? Todavía no había sentido el éxtasis espiritual, si es que tal era el objetivo de aventuras como aquella, pero sí sabía una cosa: la desesperación se había convertido en una vieja conocida.
A veces, Bachman hablaba con gran afecto de su belleza y bondad. Decía que tenía suerte de contar con una esposa como ella. Conocía a algunos hombres que no estaban casados y, al envejecer, ¡no les quedaba nada! ¡Él no quería ser así! Una vez se metió en su cama después de un ataque de adoración, aunque llevaban años sin hacer el amor. Las relaciones habían llegado a su fin de manera tan vacilante que Elise ni siquiera recordaba la última vez. En vez de besos y el cortejo de los amantes, Bachman le dijo que podía pensar en «él»; no dio nombres. Resultó deprimente.
—¿Sabe Otto…? —empezaban muchas de las conversaciones de aquel invierno. Y ella contestaba que no estaba segura o que no lo sabía. Él le pedía que le preguntase sobre el asunto, que normalmente se trataba de algo político, pero Elise estaba segura de que Rahn no lo entendería. En una ocasión, Bachman apareció con una nueva teoría que había encontrado sobre los cataros (de repente era un voraz lector de historias sobre el tema), una información curiosa que pensaba que le gustaría a Rahn.
Elise encontró consuelo una noche, al darse cuenta de que solo Rahn comprendía por lo que estaba pasando, porque él también lo soportaba. No vivía en el mundo de Bachman cuando escribía a su amante o leía sus cartas. En aquellos momentos no estaba casada, ni era rica, ni se sentía sola, ni entendía de virtudes. En las cartas, la sonrisa deslumbrante y el bello rostro bronceado de Rahn eran suyos para siempre, estaban tan cerca que casi podía besarlos. En aquel estado podía perder el miedo y ser libre durante un rato. Se imaginaba sus intimidades con todo detalle. Después, al salir de la habitación, solía tener el aspecto fresco y ruborizado de una recién casada.
Rahn volvió a Alemania aquella primavera y le envió una nota informándola de que estaría unas semanas en la ciudad. Quería verla. Ella respondió enviándole una nota a su hotel, negándose a verlo, suplicándole que se mantuviese alejado. A pesar de todo, Rahn fue a su casa. Ella pidió a la doncella que le dijese que no podía atenderlo, pero él lo intentó dos veces más, exigiéndole que se lo dijese a la cara. Sola, esperando la reacción a su negativa, Elise lloró. Ningún hombre soportaría un insulto semejante, todo había acabado.
No hubo más cartas después de aquello. Seguir adelante sin sus palabras, vivir sin escribir cartas en respuesta a sus locos arrebatos de pasión y fantasía era como estar muerta. Antes de que Otto Rahn apareciese en su vida, Elise estaba más o menos satisfecha y consideraba que eso era ser feliz, por llamarlo de alguna forma. El deseo dormía en lo más profundo de su interior mientras ella se dedicaba a los quehaceres diarios. Después de conocerlo se sentía aislada, y el mundo le resultaba de una crueldad insoportable. Solo cuando se sentaba con él en las montañas de su imaginación podía encontrar algo similar a la paz, pero, al dejar de llegar las cartas, cada vez le resultaba más difícil verlo en su mente en aquel glorioso día en Montségur.
Poco después, todo su verano en Francia empezó a desvanecerse.
Una noche, durante la cena, Bachman le dijo:
—Otto me ha escrito. ¿Te lo ha dicho?
—¿Qué quería? —preguntó Elise, con el pulso acelerado, aunque no por el deseo, sino por el miedo, por mucho que no entendiese por qué una carta a Bachman pudiese atemorizarla. Quizá no fuese la carta, sino la expresión petulante de su marido.
—Le he ofrecido una oportunidad empresarial y él quería agradecérmelo.
—¿Qué clase de oportunidad?
—He convencido a algunos de mis socios para que firmen un contrato de arrendamiento por diez años del Des Marronniers. ¿Recuerdas el lugar? —Claro que lo recordaba, era el hotel en el que habían comido antes de descender a la Grotte de Lombrives—. Lo he arreglado todo para que Otto sea el propietario registrado, y él ha escrito para decirme que estaba encantado de poder dirigir la propiedad.
—¡Pero es escritor, no hotelero!
—Está muy emocionado, Elise. Creo que tú también deberías estarlo.
—¿Y por qué iba a alegrarme viendo cómo destruyes la vida de un hombre con un negocio dudoso?
—¡Porque vamos a pasar el verano en el nuevo hotel de Otto!
—No lo dirás en serio.
—¡Creía que la idea te haría feliz!