BARRIO DE ST. PAULI (HAMBURGO)

VIERNES-SÁBADO, 18 DE MARZO DE 2008.

Malloy salió de la Reeperbahn por la Davidstrasse y recorrió tranquilamente la Herbertstrasse, donde un policía estaba cortándoles el paso a todas las mujeres respetables y a todos los chicos de menos de dieciséis años. Aquel callejón sólo era para hombres y damas de la noche. Un grupo de prostitutas se reunió cerca del poli para enseñar sus brevísimos trajes a los espectadores interesados, abriendo para ello los abrigos largos que llevaban encima. Animaban a gritos a cualquiera que las mirase dos veces. No pagaban nada por estar allí, aunque, claro, tenían habitaciones cerca. Al igual que las mujeres que esperaban en los escaparates de la Herbertstrasse, justo detrás de la barrera de acero manchada de grafiti, había prostitutas de múltiples formas y tamaños, desde bellezas despampanantes a mujeres dejadas y endurecidas: variedad para todos los gustos y precios para cualquier bolsillo. Malloy avanzó con la multitud por la calle y se encontró con una imagen de nostalgia pura, el anticuado espectáculo del que los marineros del puerto de Hamburgo llevaban siglos disfrutando. Algunas damas estaban desnudas, salvo por una liga o un collar, aunque la mayoría llevaba lo suficiente para despertar el interés de los hombres que abarrotaban la calle para ver la función. Hacían sus tratos detrás del cristal, para que todos lo vieran, pero, cuando terminaban las negociaciones, los clientes entraban y la cortina bajaba.

Después del ataque de ligas y encaje, Malloy siguió andando por un laberinto de calles laterales, que era donde se realizaban los tratos menos habituales. Allí podían encontrarse clubs de striptease en los que solo había una bailarina. Por supuesto, las propinas siempre eran bien recibidas, pero si alguien estaba realmente interesado en agradar a la bailarina tenía que subir con ella a la habitación. Eso dejaba el escenario libre durante quince o veinte minutos, aunque, a veces, incluso eso resultaba excitante.

Había clubs sexuales en los que tanto hombres como mujeres podían observar la actuación en vivo de los modelos. Si el espectáculo los motivaba, los clientes podían montar el suyo… siempre que fuese gratis. Dentro de los clubs sexuales no se permitía la prostitución. Allí no se veían las brillantes luces de la Reeperbahn porque la gente prefería las sombras. En una esquina había una chica fumando. Un chico se apoyaba en una pared de ladrillo. Al gusto de cada cual. Malloy se metió en un bar de striptease, se bebió tranquilamente una botella de cerveza y contempló a la bailarina. Después cruzó la calle y entró en otro establecimiento llamado Das Sternenlicht, la luz de las estrellas. En aquel, Dale Perry se encontraba detrás de la barra, mientras una chica de delgadez enfermiza y pelo rubio desvaído bailaba en un diminuto escenario mugriento. Cinco hombres la observaban sin mucho interés y nadie, salvo la bailarina, miró a Malloy dos veces. Dale Perry era un negro de cuarenta y tantos con rastas largas y unas cuantas cicatrices bien merecidas; también sabía esbozar una agradable sonrisa cuando le apetecía hacerlo. Su aspecto era el de un luchador libre universitario que ha ganado algunos kilos de músculo desde los buenos tiempos.

Dale le dijo en alemán a uno de los hombres:

—Encárgate un momento.

Después se dirigió a lo que parecía ser el almacén, sin mirar en ningún momento a Malloy. Este le pidió una botella de cerveza al camarero sustituto, aunque no bebió mucho. Miró a la chica y sintió lástima por ella. Después del espectáculo, dejó un billete de veinte euros en el escenario, suficiente para un chute de heroína, y se volvió para marcharse.

—¿Dónde vas, cielo? —le preguntó ella—. ¿No quieres un beso?

El señaló su anillo de casado igual que había hecho antes Josh Sutter y se encogió de hombros con gesto afable.

—¡Si no se lo dices tú, yo tampoco! La voz de la chica era como el cristal al romperse.

Malloy se dirigió a un espectáculo sexual y esperó en la puerta, como si vacilase, pero después siguió andando. Por si alguien miraba, se tambaleó un poco, se metió en un callejón y salió a un patio en el centro de un edificio. La luz ambiental de las ventanas iluminaba una docena de automóviles, unos cuantos cubos de basura e incluso algo de acción en la sombras, cerca de la entrada trasera de una librería de material para adultos. Se dirigió a la puerta trasera de Das Sternenlicht y esperó. Justo a medianoche, Dale Perry abrió la puerta cerrada con llave y dijo en inglés:

—¡T.K., amigo! ¡Entra! —Malloy lo hizo y los dos se dieron la mano—. ¡Cuánto tiempo!

—Demasiado. Me alegro de volver a verte, Dale.

—La verdad es que cuando Jane me llamó para decirme que venías, le dije: «¡Creía que ese viejo perro estaría ya muerto!».

—No será porque no lo hayan intentado —respondió Malloy, sonriendo y levantando un hombro.

—¡Lo he oído!

Dale llegó a Zúrich hacía veintitantos años; era un joven trotamundos que Jane había reclutado para ser uno de sus espías sin tapadera oficial, como Malloy. Lo habían entrenado en la Granja, pero su alemán era algo vacilante y no tenía credenciales en las calles de Europa. La reputación no es algo que se pueda falsificar, había que ganársela. Malloy le consiguió un trabajo de camarero en el club de striptease de uno de sus activos y lo envió a Hamburgo seis meses después.

Se suponía que el viaje de Dale debía durar tres años, pero Jane Harrison lo había convencido para que se quedase otros dos. Jane era persuasiva. Al cabo de cinco años, su gente solía estar tan afianzada que no quería volver a casa. Demasiado poder, demasiado dinero flotando libremente por ahí y demasiada libertad para volver a aprender a conformarse con menos. Durante su segundo periodo de servicio, Dale se había casado con una inmigrante rusa que trabajaba en un bufete de abogados del centro. Se instalaron en el barrio de St. Pauli, unas calles al norte del puerto, los turistas y las prostitutas callejeras. Era un buen barrio de clase trabajadora con familias y colegios decentes. Cinco años se convirtieron en diez, diez en veinte y, en aquellos momentos, como Malloy en sus últimos días en Zúrich, lo que más temía Dale era recibir la llamada que lo llevase de vuelta a Langley.

En Hamburgo no pasaba nada sin que Dale lo supiese o fuese capaz de averiguarlo, y lo mejor era que absolutamente nadie sospechaba de sus vínculos con la agencia, ni siquiera su mujer. De hecho, los alemanes lo habían detenido varias veces, y una vez lo habían condenado a dos años en una cárcel de mínima seguridad. El principal recurso de Dale era un activo negocio de móviles robados, aunque podía conseguir pasaportes y tarjetas de crédito falsos bastante buenos. Por supuesto, los que hacían tratos con él acudían a su bar al menos una vez. Así conseguía fotografías, huellas y grabaciones de su voz. Mejor aún, la mercancía que vendía siempre se convertía en dispositivos de rastreo; los móviles tenían una vida muy corta, pero ofrecían una información precisa sobre movimientos y contactos.

—¿Qué tal tú? ¿Te va bien en Hamburgo?

—Me hago viejo, T.K. —respondió, levantando un hombro y esbozando una sonrisa torcida—. Estoy pensando en dejar el juego en cuanto Jane se retire.

—Jane no se retirará nunca.

—Pues en cuanto la echen.

—En este momento, me temo que esa posibilidad existe —repuso Malloy, inclinando la cabeza, cansado.

—Me lo ha contado. Amigo mío, debo decirte que ahora mismo no eres su caballo favorito.

—¿Qué quieres que te diga? Jack Farrell me sorprendió.

—Se supone que esas cosas no pasan en nuestro negocio, T.K.

—Todos cometemos errores. Lo que ocurre es que en nuestro gremio nadie lo reconoce.

—¡En nuestro gremio nadie reconoce nada! Venga, te enseñaré mi cueva.

Unos escalones de madera daban a un almacén, más allá del cual se encontraba la barra. Un segundo tramo de escaleras conducía al sótano. Al llegar al final de los escalones, Dale abrió la puerta y entraron en una sala de calderas limpia con una puerta de acero empotrada en la pared de atrás. Al otro lado de aquella puerta, Malloy descubrió un apartamento que, para su sorpresa, resultaba bastante cómodo.

—Es tuyo si lo necesitas —le dijo Dale; después hizo un gesto hacia los paneles de la pared—. Insonorizado, bien provisto de comida, medicinas, ropa, equipo, armas e incluso efectivo, todo lo que necesites. —De una esquina del despacho sacó la mochila que le había preparado a Malloy—. Te he conseguido una Glock 23, como las de los federales, un cargador extra, una caja de munición, un silenciador y una pistolera. —Volvió a meter todo en la bolsa y le enseñó un teléfono con su cargador de batería—. El código de acceso es JANE. Dos números en el menú, ambos seguros. Yo soy el primero, Jane el segundo. Encriptación básica, aunque no me fiaría mucho de él. —Señaló el ordenador—. Es seguro. Cualquier cosa que tengas que enviar o recibir quedará entre la agencia, tú y Dios. La contraseña es JANE, para que no te estrujes los sesos. —Le entregó un juego de llaves—. Para las puertas y el Toyota que has visto detrás del bar. Si utilizas el coche, asegúrate de cerrar con llave la zona de aparcamiento cuando te vayas. Si no, alguien podría quitarte el sitio. El coche es de un chorizo de mala muerte que está pasando un par de meses entre rejas. Tiene huellas por todas partes, así que usa guantes y, si las cosas se ponen feas, deshazte de él. La Polizei buscará a los sospechosos habituales.

Malloy cogió las llaves y preguntó:

—¿Has podido bajarte el material que te envió Gil Fine?

—Iba a ello. —Sacó un par de discos de la mochila—. Dos DVD. Toneladas de material sobre Helena Chernoff.

—¿Lo has mirado?

—Le eché un vistazo para ver si había algo que me faltase, encontré bastantes cosas que no sabía e hice una copia para mi archivo. Si no la cogemos esta vez puede que encuentre algo en ese laberinto que pueda ayudarnos, pero supongo que ya lo habrán intentado mentes más preclaras que la mía. ¿Sabes que dicen que está cargándose a políticos occidentales?

—Gil me habló del avión de un senador estadounidense que se estrelló en 2004.

—Eso y un candidato a la presidencia del 2000…, otro accidente de avión. Quizá también una apoplejía en 2006 que podría haber cambiado el equilibrio de poder en el senado. Pero no son solo nuestros políticos, T.K., creen que puede estar relacionada con tres miembros de la Cámara de los Lores en los últimos diez años, dos muertes accidentales y un suicidio. También hubo un científico en Londres que clamaba que no había armas nucleares en el periodo previo a la segunda guerra de Iraq. La causa oficial de la muerte fue suicidio, porque lo habían desacreditado, pero Chernoff estaba en el Reino Unido, así que creen que… quizá.

—¿Cómo saben que estaba en el Reino Unido?

—Lo de siempre. Se cargó un alias un par de años después y ellos lo investigaron hasta relacionarlo con tres viajes distintos al Reino Unido, y todos coinciden con muertes sospechosas.

—¿Quién le paga, Dale?

—Al parecer, alguien interesado en cambiar el mapa político de Occidente… o empleado por gente que lo está —respondió, sacudiendo la cabeza.

—¿Crees que tiene un jefe?

—Esa dama no sale de su madriguera para hacer los tratos. Alguien lo prepara todo, quizá incluso le proporcione los especialistas que necesita para los distintos trabajos: mecánicos, médicos, matones… Tiene que haber una red en alguna parte. El problema es que no podemos encontrarla.

—Empezó eliminando a gente importante de la mafia rusa —dijo Malloy—. Quizá siga trabajando para ellos.

—No creo que sean los rusos. Tienen demasiados problemas internos para preocuparse por la situación global. Solo he echado un vistazo superficial, T.K., pero me parece que se encarga de gente con una ideología política concreta.

—Puede que ahora tenga conciencia.

—Claaaro —respondió Dale, entre risas.

—Bueno, ¿alguna idea sobre cómo aparece un financiero de Nueva York en Hamburgo y contrata a Helena Chernoff menos de veinticuatro horas después de aterrizar? —Dale se frotó los dedos y Malloy sacudió la cabeza—. Tuvo que llamar a alguien. Tiene que haber un contacto.

—Se hicieron amigos muy deprisa, T.K. Quizá se conocían de los viejos tiempos.

—Tuvo que llamar a alguien para llegar a ella, Dale.

—Puedo poner a algunos de nuestros analistas a investigar las llamadas realizadas la semana pasada desde Barcelona y Montreal a Alemania.

—Quizá tenga una idea mejor. Si no recuerdo mal, estabas vigilando a un empresario o abogado de la ciudad hace unos años…

—¡Vigilo a gente así continuamente!

—Este se reunía con un neonazi al que llamaban Xeno. Nadie sabía el apellido de aquel tipo…

—Recuerdo el asunto. Si te acuerdas de ese tío es que has estado leyendo mucho desde que te jubilaste.

—Tuve un encontronazo con Xeno hace unos dieciocho meses.

—Ah, fuiste tú… ¿Lo de Julián Corbeau? ¡No sabía que estabas metido!

—Soy un buen cristiano, Dale, nunca dejo que mi mano derecha sepa lo que hace la izquierda.

—Es decir, que no envías informes completos a Jane.

—Son completos, pero no siempre ciertos.

—Recuerdo al tipo. Estuve vigilando a Xeno de vez en cuando durante dos años a través de un par de yonquis, solo por conocer su red. Al principio tenía alguna gente vendiendo hachís y entrando en casas ajenas. Todo a pequeña escala, poco dinero. Eso fue justo antes de que cayese el Muro. Después contrató a matones y a tipos que hacían todo lo que les dijera…, y la competencia empezó a irse a la porra. Se estaba convirtiendo en un personaje importante, pero no conseguía acercarme. Yo diría que lo entrenó la Stasi. Seguramente una de esas personas a las que buscaban después de la reunificación. De todos modos, un día me puse a rastrear un móvil que había vendido y me di cuenta de que estaba en el bolsillo de Xeno.

—No hay nada como la suerte.

—Con tanta mala suerte, alguna buena tenía que tocarnos de vez en cuando. Tuvo el cacharro hasta su muerte, en 2006, así que me enteraba de todos los números a los que llamaba y podía seguirle la pista. Al cabo de unos tres meses empecé a apuntar sus movimientos en un mapa de la ciudad, y había una reunión que se repetía el cuarto lunes de cada mes al anochecer en el Stadtpark…, siempre en el mismo punto. Así que puse vigilancia en la zona cuando llegó el lunes siguiente en cuestión y ¿quién apareció en el parque? Hugo Ohlendorf.

—¡Ese es el tipo!

—Es un peso pesado de la política en Hamburgo, antiguo fiscal jefe, ahora socio de uno de los bufetes de abogados más importantes de la ciudad. Muy limpio, muy luchador contra el crimen, y muy, muy rico. Ohlendorf soltó a su perro para que corriera por el parque, mientras Xeno se hacía pasar por vagabundo en un banco. Ohlendorf le dijo algo y los dos pasearon juntos durante un par de minutos hablando sobre el perro o el tiempo. Algo así. Después, Xeno se fue. Al mes siguiente lo mismo, como si fuesen desconocidos que se ponen a hablar sobre el tiempo.

—¿Sabes de qué podrían estar hablando?

—Supuse que intercambiarían códigos, quizá coordenadas de puntos de recogida o algo por el estilo. No tengo ni idea de para qué, aunque te puedo asegurar una cosa: Hugo Ohlendorf está pringado. No creo que estuviese en la nómina de Xeno, pero quizá Xeno estuviese en la de Ohlendorf. Como mensajero, como jefe de operaciones o como lo que sea.

—Eso explicaría por qué Xeno subió como la espuma.

—Eso me parecía a mí. Acabé vigilando a Ohlendorf unos cuantos meses, conseguí su número de móvil, rastreé sus llamadas y movimientos, examiné sus cuentas, sus socios y sus amistades. No me llevó a ninguna parte y supuse que, si seguía presionando y le pedía a Jane que hablase con los alemanes, alguien le iría con el chivatazo. Ese tío tiene conexiones con los polis de cuando era fiscal, un montón de amigos en todos los escalafones de la pirámide, desde los patrulleros que patean las calles hasta los jefes, por no mencionar la gente que lo controla todo. Así que me retiré.

—Tengo que hablar con ese tipo mañana por la noche, Dale…, en privado.

Dale miró a Malloy como si intentase asegurarse de lo que le pedía.

—Puedo reactivar el seguimiento de su móvil, si eso te sirve.

—Con eso bastaría —respondió Malloy sonriendo—. Si mañana por la noche me llamas cuando se haya ido a su casa, yo me encargo del resto.

—No hay problema, T.K. Si quieres echarle un vistazo a su casa, el recorrido turístico del canal pasa justo por delante. Me lo hice unas cuantas veces para comprobar lo que se veía.

—¿Qué sabes sobre su vida privada? ¿Sobre la gente que vive en la casa, ese tipo de cosas?

—Mujer y una hija en casa. Tiene un hijo que estudia en Berlín, quizá esté ya haciendo prácticas.

—¿Servicio doméstico interno?

—No me llegué a acercar tanto.

—¿Va por ahí con guardaespaldas?

—Tiene licencia para llevar armas, pero no he visto ningún guardaespaldas.

—Otra cosa más. Es una posibilidad remota, pero merece la pena comprobarlo. Tienes a alguien en la compañía telefónica, ¿no?

—Tengo la compañía telefónica entera, T.K. —respondió Dale Perry entre risas—. ¿Qué necesitas?

—Me han dado el número de una cabina de teléfono y quiero saber qué llamadas a móviles se han hecho desde ella en los últimos siete días.

—¿De qué te va a servir eso?

—Es la cabina que se utilizó para avisar a la policía sobre Jack Farrell. La que llamó debería haber dado su nombre para reclamar la recompensa. Como no lo hizo, solo cabe suponer que formaba parte de la red de Chernoff.

—¿Una traidora?

—Podría ser. O podría ser otra cosa.

—¿Cómo qué?

—No lo sé, como que Chernoff le pidiese a alguien que hiciera la llamada.

—¿Chernoff quería una redada?

—¿Quién sabe? Quizá le costase controlar a su cliente; quizá quisiera más dinero. El tema es que si su gente está usando las cabinas, puede que alguno se despistase y usase ésa para llamar al móvil de Chernoff en algún momento, mientras ella estaba en el hotel.

—Y si conseguimos el móvil de Chernoff…

—Sabremos dónde está ahora.

—Suponiendo que no haya tirado el móvil después de la redada —repuso Dale sonriendo.

—Aunque lo haya hecho, si sabemos que el móvil era de Chernoff averiguaremos a dónde fue y a quién llamó. En el peor de los casos encontraremos otro alias, y puede que a alguien que esté dispuesto a hablar —Malloy levantó las manos y se encogió de hombros—. En fin, es una posibilidad remota, pero, si funciona, quizá no tengamos que interrogar a herr Ohlendorf.

—¿De verdad vas a secuestrar a ese tío, T.K.?

—El médico me ha dicho que necesito hacer más ejercicio.

—Supongamos que ni te matan, ni te detienen —dijo Dale después de reírle la gracia—. ¿Cómo vas a hacerlo hablar? Si sabe algo sobre Farrell o Chernoff no va a cantar solo porque tú se lo pidas.

—Lo hará si se lo pido por favor —respondió Malloy riéndose.