NEUSTADT (HAMBURGO).
En el Royal Meridien, Malloy reservó habitación con el descuento para policías y les dijo a los agentes Sutter y Randal que se reuniría con ellos en el bar del hotel sobre las ocho para cenar juntos.
—Ahora me gustaría darme una ducha y dormir un poco —añadió.
—Creíamos que te apetecería conocer a Hans esta tarde —respondieron ellos, después de intercambiar miradas.
—Quizá puedas echar una siestecita rápida y reunirte con nosotros dentro de un par de horas —sugirió Sutter mirando la hora.
—¿Podríais preparar una reunión para mañana por la mañana? —preguntó Malloy—. He estado despierto toda la noche, estoy reventado.
Lo peor que podía pasarle era tener que conocer a Hans.
—Suena bien —respondió Randal, sin mucho entusiasmo.
Mientras se cerraban las puertas del ascensor, Malloy observo cómo conversaban los agentes. Se preguntaban qué clase de perito contable llega y decide echarse una siesta de cinco horas. Malloy se bajó del ascensor en el entresuelo, encontró la parte de atrás del edificio y le pidió a un ayudante de conserje que le llamase un taxi. Diez minutos después estaba en medio del denso tráfico.
Se bajó unas cuantas manzanas al norte del puerto, en la Neustadt (la Ciudad Nueva), y reservó una habitación en un hotelito familiar. Para mayor seguridad, utilizó el nombre de Imfeld en recepción, una de sus identidades suizas, y pagó por adelantado toda la semana.
Una vez en su cuarto, Malloy deshizo la maleta, bajó las persianas y se permitió tres horas largas de sueño. Después cogió el metro hasta la estación de tren, sacó dinero de un cajero, se compró una maleta, ropa barata y un abono de viaje de tres días, e hizo un par de llamadas desde una cabina. Cuando terminó, volvió en taxi al Royal Meridien. A las ocho menos cuarto ya estaba en el hotel, en su habitación. Dejó abierta la maleta recién comprada, con la ropa y los artículos de baño esparcidos en el habitual caos de los viajeros. Llamó a recepción, les pidió que no le pasaran llamadas durante su estancia y bajó al bar del hotel, donde se bebió una cerveza y la cargó a su habitación. Vestido con vaqueros, una sudadera con capucha y chaqueta de cuero, no tenía nada que ver con el contable que los agentes del FBI habían recogido hacía algunas horas.
Como estaba en la parte oscura del bar leyendo el Herald Tribune, Sutter y Randal pasaron de largo cuando entraron, pocos minutos después de las ocho.
—Supongo que se habrá quedado dormido —bromeó Randal.
Malloy se levantó y se colocó detrás de ellos.
—He reservado una mesa en un restaurante chino cerca del puerto…
—¡Joder! —exclamó Randal sorprendido—. ¡No te había visto! —Se ruborizó, intentando averiguar si Malloy habría oído su comentario anterior. Los dos hombres miraban el disfraz del contable, que ya no parecía un huésped del Royal Meridien.
—Se supone que es un sitio de primera clase —siguió diciendo Malloy—. Yo invito.
—Oye, T.K. —respondió Sutter, con los modales pausados de un chico del Medio Oeste—, aquí todos tenemos una asignación diaria. No tienes que invitarnos a cenar solo por ser el nuevo.
—En el Departamento se toman con más tranquilidad lo de los gastos. Será un placer, es lo menos que puedo hacer para agradeceros que fueseis al aeropuerto a por mí.
Los dos hombres arquearon las cejas, sorprendidos, pero aceptaron. ¿Por qué no?
Randal quería programar la voz automática para que los llevase a su destino, pero Malloy le dijo que conocía el camino. Los dos agentes se sorprendieron.
—Me estudié el mapa en el vuelo —respondió él—, he memorizado la ciudad.
Con aquello logró que arquearan las cejas más todavía, pero no comentaron nada.
Mientras conducían por la orilla del Aussenalster, el más grande de los dos lagos artificiales de la ciudad, Sutter le preguntó a Malloy por su habitación.
—Es genial —respondió.
—Esta noche te pondrán una chocolatina en la almohada —comentó Sutter, emocionado como un chiquillo.
El trayecto sobre los lagos por el puente Kennedy les recompensó con una maravillosa vista del bajo y recargado horizonte nocturno de Hamburgo.
—Esta ciudad no tiene nada que ver con lo que me esperaba —comentó Josh Sutter.
—¿Qué te esperabas? —le preguntó Malloy.
—Bueno, ya sabes, Barcelona tiene su reputación, pero Hamburgo…, ¿a qué suena?
—A industria —respondió Jim Randal.
—Exacto. Así que pensaba en algo como… Newark o parecido —hizo un gesto hacia la recargada arquitectura de finales del XIX, que se entremezclaba con las líneas sencillas y limpias de los edificios de finales del XX—. No como esto.
—Hamburgo tiene más ricos per cápita que ninguna otra ciudad europea —respondió Malloy—. Y más puentes que Venecia.
—Tienen mucha agua —comentó Randal.
—¿Y por qué tantos ricos? —quiso saber Sutter, desconcertado.
—Por el puerto. Está a casi cien kilómetros del mar y lleva hasta el mismísimo corazón de Europa central. Tienes Berlín a menos de tres horas y Polonia justo después. El dinero lleva pasando por aquí tres o cuatro siglos, y a los alemanes, sobre todo a la gente de Hamburgo, se les da bien conservarlo.
—He leído que el ochenta por ciento de la ciudad quedó destruido en la guerra —respondió Randal—. Pero… ¡mira esto! —exclamó, señalando una majestuosa casa del siglo XVIII en medio de la ciudad—. ¡Hay edificios como ese por todas partes!
—Después de la guerra, los alemanes pusieron de nuevo cada piedra en su sitio y lo dejaron todo exactamente como estaba.
—¡Con dinero americano! —se quejó Randal.
—Puede que sea el único ejemplo de ayuda americana que realmente fue a donde tenía que ir —respondió Malloy ladeando la cabeza con una sonrisa irónica.
Los dos agentes se rieron; eso sí que era una novedad.
Encontraron un aparcamiento en el puerto, echaron un vistazo a los grandes barcos amarrados allí y en varios canales del Alster, a las construcciones navales y a las grúas iluminadas.
Después caminaron unas cuantas manzanas hasta el centro, el barrio rojo de Hamburgo, que estaba lleno de turistas, pintorescos vecinos y una asombrosa cantidad de prostitutas de todo tipo.
Randal dejó escapar una risa nerviosa.
—¿A dónde nos llevas, T.K.?
—¿Habéis oído hablar de Reeperbahn? —preguntó Malloy, señalando el nombre de la calle. Randal sacudió la cabeza—. Es la Bourbon Street de Europa, medio kilómetro de pura decadencia.
Como si lo hubiese escuchado, un gay travestido le echó una mirada coqueta a Malloy y le preguntó en inglés qué tenía pensado hacer más tarde. Una mujer se acercó a Josh Sutter y le dijo, también en inglés: «Me alegro de que dejaras en casa a tu mujer, cielo. Podemos pasar un buen rato y ella no tiene por qué enterarse».
Sutter se detuvo, pero Malloy lo empujó para que siguiera y respondió en alemán:
—No está interesado.
—¡A mí sí me lo parece! —gritó ella en alemán.
Siguieron avanzando, absorbiendo la energía de las luces de los clubs y restaurantes, y de la multitud.
—Cuanto más hables con ellas, más difícil nos resultará movernos —le explicó Malloy a Sutter—. Si te interesas demasiado, puedes acabar soltando dinero, porque no te dejarán marchar sin montar una escena.
Otras mujeres les hablaron en alemán e inglés, e incluso una intentó dirigirse en francés a Randal, que se había calmado. Parecía bastante tranquilo. Vieron a un policía de pie en medio de un puñado de prostitutas, mientras un grupo de jóvenes pasaba dando tumbos junto a ellos, bebiendo cerveza en vasos de papel y observando a las chicas de los escaparates.
—Ellas saben lo que quieres, cielo, ¡pero yo tengo lo que necesitas! —dijo un travestí que se abalanzó sobre Sutter.
Sutter siguió adelante, pero parecía un hombre al que acaban de apuntar a la cara con una pistola. Dos chicas vestidas de animadoras estadounidenses silbaron a Randal y empezaron a lanzarle besos mientras gritaban sus precios en dólares. Trabajaban juntas, según le dijeron.
—Siempre he querido hacerlo con una animadora —le dijo Randal a Malloy cuando las dejaron atrás—. ¡La única forma de superar eso es hacerlo con dos!
—Y así es como se gasta la famosa asignación diaria —comentó Malloy.
—¡Este lugar es una locura! —gritó Josh Sutter, sonriendo como si se hubiese tomado unas cuantas cervezas.
—Imagino que Hans no os traería aquí, ¿no?
—Tío, anoche Hans nos llevó a un sitio «bonito». ¡Ni una palabra de esto! ¿Cómo decías que se llamaba este sitio?
—Tengo descuentos para grupos, chicos —les anunció una alta belleza morena que podría ser hombre, mujer o ambas cosas.
—¡Lo siento, estoy casado! —le gritó Josh Sutter, volviéndose hacia ella con una sonrisa.
—¡Que se venga ella también!
—Me he dado cuenta de que a los polis no parece importarles —murmuró Randal.
—Es legal.
—¡Me tomas el pelo! —exclamó Randal, mirando a Malloy con cara de pasmo— Creía que eso solo pasaba en Ámsterdam.
—Es así desde hace siglos. El segundo destino turístico más popular de Hamburgo.
—¿Y cuál es el primero? —preguntó Sutter.
—El puerto… o eso dicen.
Randal sacudió la cabeza. La prostitución legal hacía que se tambalearan sus ideas sobre el orden del universo.
Después de recorrer media Reeperbahn, cruzaron a la otra acera bajaron por unos escalones que los llevaron por debajo del nivel de la calle y entraron en Yuen Tung. Malloy había llamado antes para reservar una mesa al fondo del restaurante, donde esperaba que pudiesen hablar con libertad.
Mientras los tres hombres bebían y esperaban la comida, hablaron sobre la vida callejera que acababan de descubrir. Sutter quería que su compañero se lo pasara bien, ya que era el único hombre soltero del grupo y allí no estaba prohibido, pero Randal resultó ser todo un puritano: el sexo estaba bien, pero pagar por él era pecado.
Cuando llegó la comida, Malloy fue al grano.
—¿Qué sabéis de Hans? —preguntó.
—Hemos quedado mañana a las nueve —respondió Josh Sutter alegremente—. Dice que cooperará contigo en todo lo que pueda.
—¿Tiene algo que me sirva?
—A decir verdad —respondió Sutter, después de mirar al otro agente—, tienen las pruebas físicas que sacaron de la habitación, incluidas las tarjetas de crédito y los pasaportes que dejaron Farrell y Chernoff, pero lo procesamos todo ayer. El dinero y las tarjetas salieron de bancos de Montreal y Barcelona. Los pasaportes y documentos de identidad parecen imitaciones europeas, aunque es difícil entrar en más detalle.
—¿Han encontrado al que hizo la llamada anónima?
—Buscaron huellas en la cabina y tienen a la mujer grabada así que, si alguna vez la encuentran, podrán verificar que es ella, si es que eso sirve para algo.
—¿Habéis oído la voz?
—Hemos visto una especie de resumen. Bueno, estaba hablando en alemán, así que tampoco nos habría servido de nada oírlo.
—¿No habéis leído una traducción de la transcripción?
Los dos se miraron y sacudieron la cabeza. ¿Qué iban a mirar? Aquella mujer solo había visto a Jack Farrell entrando en el Royal Meridien.
—Si queréis saber mi opinión, creo que esa llamada apesta —les dijo Malloy. Eso los sorprendió, aunque, antes de que pudiesen reaccionar, él siguió hablando—. La CNN comentó algo sobre vapor en el espejo del baño y toallas húmedas.
—Sí —respondió Sutter—, lo que significa que salieron justo antes de que llegara la policía.
—Pero, ¿la de la llamada los ve entrar en el hotel y corre a la cabina? —Malloy dejó que lo meditaran—. ¿Y dio tiempo a que se llenase de vapor el espejo, se vistiesen y saliesen corriendo del hotel? Según tengo entendido, los alemanes lo rodearon quince minutos después de la llamada.
—Quizá la que llamó se lo pensara antes de hacerlo —respondió Sutter.
—¿Qué intentas decir? —preguntó Jim Randal, mientras se comía un gran trozo de pollo con los palillos.
—¿Habéis visto las cintas de seguridad del hotel?
—Nos enseñaron un fotograma. Dijeron que en el resto no se veían las caras.
—La foto que vi en la CNN no decía gran cosa.
—La mujer…, bueno, podría ser mi primera esposa —respondió Randal, asintiendo.
—Pero eso no fue la noche de la llamada, ¿no? —preguntó Malloy.
—La que vimos la sacaron del día en que se registraron —respondió Sutter—. Hans dijo que seguramente era la mejor que tenían.
—Me he perdido, T.K., ¿a dónde quieres ir a parar?
—Tienen cámaras de seguridad en todas las salidas. Saben el segundo exacto en que Farrell y Chernoff entraron y salieron del hotel. Solo pregunto si os han dado esa información, aparte de todo lo demás —los dos hombres parecían sentir curiosidad—. Hans os oculta cosas por un motivo —explicó Malloy finalmente.
Los agentes se echaron hacia atrás y Sutter soltó el tenedor. Randal seguía agarrando los palillos. Les gustaba Hans y no sentían nada especial por Malloy, a pesar de la visita a Reeperbahn. Sin embargo, Hans quizá fuese excesivamente amable. Al fin y al cabo, eran polis, y todo el mundo miente a los polis, incluso otros polis.
—¿Por qué? ¿Qué consiguen mintiéndonos? —preguntó Randal.
—Si tuvieran claro lo de la llamada y la salida, ya tendríais las pruebas… perfectamente traducidas. No os las dieron porque hay algo que no encaja, algo que no pueden explicar, y temen que lo averigüéis y los hagáis quedar mal.
—¿Así que no quieren quedar mal? —preguntó Randal, volviendo a su plato—. Claro, eso no le gusta a nadie.
—¿Tenéis el número de teléfono o la situación concreta de la cabina que se utilizó?
—No nos pareció una prioridad —respondió Randal, sacudiendo la cabeza.
—Si se lo pedís, no os lo negarán. No es una conspiración, pero vais a tener que pedirlo.
—Pues lo haremos —repuso Randal, metiéndose arroz en la boca—. Problema resuelto.
—Vamos a comprobar su buena fe esta misma noche. Quiero que llaméis a Hans y averigüéis el número de la cabina telefónica que utilizó la mujer. Veamos si coopera.
—¿De qué nos va a servir eso? Es un teléfono público.
—Ya han buscado huellas —añadió Randal.
—Conseguid el número. Presionadlo un poco. Que sepa que sabemos a qué juega.
Los agentes se miraron. No les gustaba que un desconocido les dijese lo que debían hacer. Por otro lado, les habían ordenado que recogiesen a un «pez gordo del Departamento de Estado» y no era buena idea molestarlo… todavía.
Sutter sacó su móvil, un teléfono tribanda encriptado del FBI. Las voces no podían interceptarse, aunque no dejaba de ser un móvil, así que, si sabías el número y tenías acceso al software del proveedor local, era como llevar tu propio indicador para el GPS. Y lo peor era que aquellos chicos imprimían el número en las tarjetas de visita.
—¡Hola, Hans! ¡Soy Josh! Me preguntaba… —Sutter terminó la conversación en menos de un minuto—. Hans está en casa —le dijo a Malloy—. Nos conseguirá la información mañana a primera hora.
—Llámalo otra vez —insistió Malloy—. Dile que lo necesitáis esta noche.
—Con el debido respeto —intervino Randal, en un tono que, en realidad, tenía poco de respetuoso—, tú no puedes darnos órdenes.
—Creía que había venido a ayudar.
—No veo que lo estés haciendo.
—Es una llamada telefónica para ti y otra para Hans, ¿cuál es el problema?
—Que Hans ya se ha ido a casa.
—Vale… si queréis darle a Jack Farrell otras veinticuatro horas…
Los dos agentes se miraron. Al final, Sutter volvió a llamar, y aquella vez Hans dijo que le devolvería la llamada. Sutter miró a su compañero.
—Se ha cabreado —anunció rojo de vergüenza y rabia.
—Claro que sí —repuso Malloy—, pero os conseguirá el número.
—No lo pillo —respondió Randal—, ¿de qué sirve un teléfono público?
—Es algo con lo que trabajar hasta que surja una buena pista.
Randal miró su plato; estaba enfadado porque hasta entonces se habían llevado muy bien con Hans.
El teléfono de Sutter sonó, acabando con el incómodo silencio.
—¡Sutter! —Escuchó, asintió y escribió el número de teléfono y la dirección, garabateando el nombre de la calle alemana mientras Hans se lo dictaba. Cuando terminó le dio las gracias, diciendo que había sido de gran ayuda. Todavía al teléfono, Sutter miró a Malloy, pero Malloy sacudió la cabeza—. ¡Te lo cuento mañana!
Malloy cogió la información y soltó dos billetes de cien euros en la mesa, lo bastante para tres comidas con sus bebidas correspondientes.
—Os lo agradezco, caballeros. Que lo paséis bien.
—¿Qué? ¿A dónde vas ahora?
—Intentaré encontrar a esas dos animadoras, a ver si son tan buenas como parecen —respondió Malloy, mirando la hora—. ¡No me esperéis, chicos!