EL LANGUEDOC

VERANO DE 1931.

Dieter Bachman encontró a Rahn en su pensión a primera hora de la mañana siguiente a su cena juntos. Bachman parecía un hombre a punto de hacer una proposición desagradable, pero, de hecho, solo le preguntó a Rahn si querría hacer de guía durante unos días. Rahn, que no entendía del todo qué esperaban de él, vaciló.

—Hay muchas cosas que ver —explicó Bachman con una sonrisa incómoda—, y, para no andarme con rodeos, le diré que, aunque no habíamos planeado visitar la región, usted ha despertado nuestro interés… ¡por los cataros, me refiero!

Añadió que correrían con todos los gastos de Rahn y, naturalmente, le pagarían por las molestias. La cantidad que ofrecía era muy superior a las tarifas que cobraban los locales, y Rahn se tomó un momento antes de responder. Al fin y al cabo, no era bueno parecer demasiado ansioso.

—Hay muchos guías disponibles —respondió—. ¿Ha preguntado sus tarifas?

—Estoy seguro de que no sería difícil conseguir un descuento si lo que se quiere es una visita superficial. Sin embargo, nosotros no estamos interesados en ese tipo de cosas, sino que estoy pensando en una semana o dos, según lo que permita su agenda. Algunos castillos, unas cuantas de las cuevas más importantes, y un poco de historia por el camino y durante la cena con un académico para aderezarla, de modo que podamos beneficiarnos de la experiencia.

—Supongo que podría hacerlo. Sin duda. En realidad, parece bastante divertido —concedió Rahn, y se dieron la mano.

Una vez a solas, Rahn meditó sobre el intercambio. Las palabras de herr Bachman no sugerían nada indebido, pero su actitud le había resultado extraña, como si le estuviese proponiendo algo más que una visita guiada por los Pirineos. A pesar de que el instinto le pedía precaución, Rahn dejó a un lado sus temores, porque estaba claro que Bachman no era de los que disfrutaban con las infidelidades de sus esposas. En realidad, la observaba con atención. Quizá solo quisiera conocer la sensación, flirtear con el desastre, por decirlo de alguna manera. Y flirtear con Frau Bachman no le costaría nada en absoluto, Frau Bachman… Elise… era extraordinaria, una belleza oscura, más alta que la media, con un cuerpo esbelto y atlético, y la sonrisa insolente de una mujer que seguía disfrutando de los placeres del mundo. ¡No le costaría nada, eso estaba claro! Además, ella parecía interesada en todo lo que él decía; no se trataba de una cara bonita con la cabeza hueca. Calculó que tendría la misma edad que él o que, al menos, había nacido en aquel mismo siglo, de modo que la Gran Guerra no era más que un recuerdo de infancia para ella. Varios años, quizá un par de décadas más joven que su marido, que tampoco era mal tipo, aunque sí algo pretencioso.

Por algunos comentarios que les había oído, sabía que llevaban algunos años de matrimonio. No eran recién casados. Lo más probable era que buscasen la chispa que les devolviese a su luna de miel. Al pensar en ello, Rahn se preguntó si Elise se habría casado por amor, seguridad o comodidad. Seguro que no había sido por pasión. Dieter Bachman no era un nuevo rico, por lo que daban a entender sus observaciones; era algo que la clase adinerada siempre procuraba dejar claro lo antes posible. ¿Había sido ella una chica pobre que le había llamado la atención? ¿O provenía Elise de una familia con dinero que deseaba un apellido mejor?

Rahn había trabajado duro para pagarse aquel verano en los Pirineos franceses. Vivía con un presupuesto ajustado, con la esperanza de estirar unas cuantas semanas hasta convertirlas en un mes o dos. Magre le había lanzado un caramelo al presentarle a los Bachman, y él, después de una agradable conversación nocturna, lo había convertido en una especie de banquete. Con el dinero que le ofrecía herr Bachman, en una semana de trabajo podría pagarse otro mes de estudio, por no mencionar un viaje gratis por todas las ruinas y fortalezas medievales de la región.

Si de camino se desarrollaba algún flirteo con Frau Bachman, ¿qué tenía eso de malo? Siempre que nadie se lo tomase demasiado en serio, todos podrían divertirse.

—Espero que quepamos todos.

Dieter Bachman señaló a un Mercedes Benz SSK de 1930. El vehículo era un largo descapotable lustroso de techo bajo. El guardabarros delantero parecían gigantescos trineos a ambos lados de un motor que ocupaba dos tercios del largo del automóvil. El diminuto maletero apenas tenía espacio para el equipaje de todos, pero Rahn consiguió atar el suyo al guardabarros trasero, para después encontrarse compartiendo asiento con la delicada Frau Bachman, a la que tenía prácticamente en el regazo. Herr Bachman bromeó diciendo que confiaba en que Rahn fuese un verdadero cátaro, y los tres se rieron con el nerviosismo de adolescentes que se van de excursión.

A Bachman le gustaba conducir deprisa, así que Elise, Frau Bachman, no dejaba de darse contra Rahn; al final, Rahn no podía pensar en otra cosa que no fuese ella, el elegante aroma de su lustroso pelo negro, la dulce piel almizclada tan cerca de sus labios, el delicado cuello, los ojos, oscuros y tentadores. Ella le preguntó una vez, sin insinuar de ningún modo ser consciente del efecto que tenía sobre él, si estaba molestándolo, y él respondió, valiente: «¡Claro que no!».

Se detuvieron para estirar las piernas por el camino y, antes de subirse de nuevo al coche, Bachman le preguntó con intención:

—Espero que por culpa de mi mujer no esté pasando más calor de la cuenta.

El hombre parecía divertirse.

Rahn los había dirigido al pueblo de Ussat-les-Bains, donde quería enseñarles una de las grandes cuevas de Europa. Sugirió que comiesen en el Des Marronniers antes de bajar, así que se sentaron en el exterior, a la sombra de un bosquecillo de castaños, que era lo que le daba su nombre al hotel. Disfrutaron de un pato asado y una botella de Merlot del Languedoc. Mientras comían, Rahn les describió algunas de las familias más importantes de la región en los años que precedieron a la cruzada del Vaticano en aquel territorio. Como en la mayor parte de Europa por aquel entonces, los matrimonios cruzaban fronteras, incluso idiomas y culturas. Considerar a los cataros un solo pueblo era una equivocación, porque, en realidad, se trataba de una cultura. Les contó que, en vez de la región montañosa rural y bastante empobrecida de los años treinta, por aquel entonces el sur de Francia estaba más avanzado que el resto de Europa: tenía estabilidad política, prosperidad económica y, en general, se llevaba bien con sus vecinos. Según Rahn, era una rareza en la Europa feudal.

—Teniendo en cuenta el avanzado estado de las condiciones políticas y económicas, es natural que centraran su atención en cosas que asociamos con la civilización: la música, la poesía, las artes y los buenos modales —explicó Rahn.

Y lo que empezó aquí, sobre todo la noción de amor romántico, empezó a extenderse por las cortes de Europa…, junto con las leyendas del grial.

Durante el café, Elise le preguntó por qué se había interesado por el estudio de los cataros.

—Para mí, todo se remonta a la historia de Perceval contada por Wolfram Eschenbach.

—¿El caballero que buscaba el grial? —le preguntó ella.

—Perceval fue el primero de muchos y el único que llegó a verlo.

—Hace mucho tiempo que leí a Eschenbach —repuso Bachman.

—Lo esencial es que Perceval encontró el camino al castillo del Rey Pescador. En un banquete fue testigo de una procesión de caballeros y damas que llevaban una lanza de marfil y un cáliz de oro por el gran salón. La punta de la lanza goteaba sangre sin parar, pero el cáliz la recogía toda. Perceval observó fascinado la imagen, por supuesto, pero le habían advertido que no hablase demasiado, ya que era muy joven, así que no se atrevió a preguntar por lo que había visto. Esa fue su perdición. De haber preguntado, el grial habría sido suyo, el Rey Pescador se habría curado de su debilidad y el reino moribundo habría renacido de nuevo. Al no hacerlo, se quedó dormido y se despertó algún tiempo después, completamente solo, en un páramo.

»Cuando me di cuenta de que la historia de Eschenbach no era un cuento que tenía lugar en una tierra lejana, sino que, en realidad, se trataba de una alegoría sobre el destino de los cataros (que todavía no se habían extinguido cuando escribió la historia, pero estaban a punto de hacerlo), empecé a leer sobre las familias locales y descubrí que el castillo del grial del romance de Eschenbach era Montségur, la última fortaleza de los cataros que todavía se resistía al ejército vaticano. En ese momento supe que tenía que venir aquí y verlo por mí mismo.

Después de comer, Rahn los llevó a la Grotte de Lombrives. La cueva, cuyas columnas de color jazmín y sus relucientes estalactitas cristalinas colgaban como los dientes de un tiburón, era uno de los grandes tesoros del sur de Francia. En lo más profundo encontraron la catedral, una bóveda subterránea más grande que las más grandiosas catedrales europeas.

—Los íberos adoraban aquí a su dios sol mucho antes de la llegada de los griegos —les contó Rahn—. Después del inicio de la cruzada en 1209, los cataros del valle del Ariége se reunían aquí para sus oficios, ya que la Iglesia había reclamado sus iglesias y sustituido a los curas simpatizantes por dominicos, la orden que dirigió la Inquisición.

Más tarde, en una de las cámaras laterales, les enseñó una pintura desvaída de una lanza derramando sangre en una copa.

—Es la lanza ensangrentada que Perceval encontró en el castillo del grial. La imagen se hizo más popular entre los cataros que la cruz, y por un buen motivo: representaba a los caballeros y no tenía equivalente dentro de la Iglesia, así que se convirtió en el emblema de su fe.

—Si la lanza siempre sangra —observó Elise— y la copa nunca se llena, debe simbolizar la pasión eterna y no correspondida entre los amantes.

—No se me había ocurrido —dijo Rahn, mirándola con interés—, pero sin duda da que pensar.

—Sin embargo, ¿habrían comprendido el simbolismo de lo masculino y lo femenino en la copa y la lanza? —preguntó Bachman—. Es decir, ¿no es un concepto moderno?

—Supongo que para un cátaro el poder de la imagen radicaba en la sangre en sí, no en la lanza, ni la copa. Habrían entendido la imagen como una expresión de continua renovación y potencia.

—Como sus pasiones —susurró Elise.