EL WILDER KÁISER (AUSTRIA)

15-16 DE MARZO DE 1939.

Bachman ordenó que varios pelotones que vigilaban las carreteras se uniesen en la montaña. Una vez iniciada la búsqueda, hizo lo que pudo por asegurar la zona de manera discreta. No quería que Rahn huyera, pero tampoco que los aldeanos notasen movimiento militar.

Encontraron ropas de civil una hora después de la medianoche. Veinte minutos más tarde encontraron a Rahn. Llevaba puesto un uniforme de capitán, aunque se escondía como un esclavo huido, dentro de un tronco hueco. Cuando llegó Bachman, los soldados llevaban vigilando al prisionero casi una hora y, siguiendo sus instrucciones, no le habían hecho daño, aunque sí le habían quitado el sombrero de capitán y, por supuesto, su anillo Totenkopf. Un sargento entregó a Bachman los papeles de traslado falsificados.

Bachman examinó los papeles con su linterna y después se acercó a su viejo amigo con una sonrisa fría.

—No habría funcionado, Otto. Te habrían detenido en cuanto hubieses enseñado estos papeles. ¡Te conozco, Otto! ¡Sé cómo piensas! —Dejó que calase la información antes de añadir—: Sabes que tendré que matarte, ¿verdad?

—¿Lo harás tú o se lo ordenarás a alguien, Dieter? —repuso él sonriendo.

—Supongo que no te importará mucho quién lo haga, pero quizá quieras pensar sobre el dolor que estás dispuesto a sufrir. El Reichsführer Himmler me ha concedido total autonomía al respecto. Puedo seguir siendo tu amigo, Otto. Puedo hacer que sea muy rápido. No sentirás nada. Sin embargo, para eso, amigo mío, necesito que me devuelvas lo que le quitaste al Reichsführer.

Rahn miró a los hombres que lo sujetaban y después a Bachman.

—¡Júralo! ¡Júrame por los ojos de tu hija que harás que sea lo menos doloroso posible!

—¡Te lo juro por los ojos de mi hija!

—Entonces te diré la verdad, pero solo a ti, Dieter.

Bachman estudió durante un momento la expresión de su viejo amigo.

—Si me mientes, Otto…

—No te miento. Te debo la verdad, Dieter.

—¡Déjennos solos! —ordenó Bachman, y los soldados se alejaron unos quince metros, estableciendo un cordón a su alrededor. El terreno estaba más o menos nivelado por tres lados, y cubierto de árboles. El cuarto lado era el precipicio. Había doce hombres en total, todos apuntando a Bachman y Rahn con sus linternas. Los dos hombres estaban cerca el uno del otro, iluminados por la luz artificial.

Rahn se restregó las muñecas y movió los pies, intentando recuperar la circulación.

—¿Dónde has escondido la lanza? —le preguntó Bachman.

—Debes comprender una cosa, Dieter. Cuando te diga la verdad, tendrás que mentir a Himmler al respecto. Es mejor para ti no saber nada.

—Resulta conmovedor que te preocupes tanto por mi bienestar, Otto, pero me arriesgaré. ¿Dónde la has escondido?

—¿Estás hablando de la lanza de Antioquía?

—¿De qué si no?

—No la he escondido en ninguna parte. ¿Cómo iba a hacerlo? ¡No la he visto nunca!

—¡Los dos sabemos que no es así!

—¡Ah, eso! ¡Te refieres a lo que traje de Francia! No es la lanza de Antioquía, Dieter. Lo que tú creías un relicario fue una caja que encargué dorar a un metalurgo suizo, para que luego le pegara las piedras preciosas que compré en una tienda. ¿Por qué crees que te pedí dinero? ¡Las falsificaciones creíbles cuestan una fortuna! En cuanto al trozo de hierro del interior, lo que tú llamas la lanza de Antioquía, tuve más suerte con él. Lo desenterré por casualidad de tu jardín.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Bachman, mirándolo sin comprenderlo.

—Estoy diciendo que mataste a aquellos hombres, no, que matamos a aquellos hombres ¡por nada! Yo puse la preciada reliquia de Himmler en la cueva, Dieter. Por eso insistí en ir antes que el resto del equipo, por eso dirigí la búsqueda como lo hice. ¡Fue todo un espectáculo para poder darle una tontería a un loco y seguir conservando las ventajas que conllevaba ser sus favoritos!

—¡No te creo!

—No quieres creerme, pero te juro que es cierto. Lo juro por los ojos de mi hija.

—No —repuso Bachman, sacudiendo la cabeza. Después intentó sonreír—. ¡Es una táctica, un truco! ¡Dirías cualquier cosa para evitar que te torturen! ¡Tú sabes dónde está!

—Sé que la lanza de Antioquía desapareció en Constantinopla hace más de ochocientos años, Dieter. Nadie sabe dónde está. En cuanto a la lanza ensangrentada de los cataros… descansa en el corazón de los auténticos caballeros.

—¡Pero dijiste que Raimundo la envió de vuelta al Languedoc con su hijo menor!

—Si la poseía y decidió someterse a la tortura antes que entregarla, es que era más idiota que Pedro Bartolomé. Y, si algo sé sobre Raimundo, es que no era un idiota —Rahn se rio al ver la consternación de Bachman—. No dejo de intentar imaginarme cómo se tomará Himmler todo esto. Sabes que te echará la culpa, ¿verdad? A nadie le gusta que lo engañen, y menos a los locos. ¿Mi consejo? Dile que me llevé el secreto a la tumba. Dile que seguirás buscando, pero que me escapé y no pudiste hacer nada. Sin embargo, por tu vida, amigo mío, ¡no le cuentes la verdad si no quieres que ese hombre te mate!

—Cierto o no, ¡le devolveré lo que le robaste!

—No puedo permitírtelo, Dieter.

—¡No tienes elección!

—Siempre hay elección… aunque no sea una elección agradable.

Rahn salió corriendo hacia el borde del precipicio. Tres de los hombres que lo vigilaban estaban lo bastante cerca para interceptarlo, pero él tenía el tamaño y la voluntad suficientes para no dejarse detener. Se lanzó con fuerza contra el mayor de los tres y dio un traspié cuando chocaron. Los otros intentaron agarrarlo por la chaqueta mientras daba dos pasos más. Al tercero, desapareció.