BERLÍN
FEBRERO DE 1939.
La carta no tenía remitente, pero, como todo su correo del último año, estaba claro que se la habían abierto. Dentro, Rahn encontró una nota que decía: «Te están investigando».
Elise no la había firmado, pero él conocía su letra. También sabía que se había arriesgado mucho al enviarle semejante advertencia. Él sospechaba desde hacía tiempo que leían su correo y escuchaban sus llamadas, por supuesto. Si Himmler había ordenado una investigación, el tema era más serio. Significaba que no se sentirían satisfechos hasta tenerlo todo: un comentario aislado, una cita imprudente, una carta interceptada como aquella, y, por supuesto, un detallado perfil racial…
El mundo había cambiado en los últimos dos años, no tanto en dirección como en velocidad. Había visto cosas horribles en Dachau en 1937, pero eran cosas que palidecían al lado de la hostilidad abierta en el campo de trabajo (el campo de esclavos) de Buchenwald. Ya no estaban interesados en la contención. Aunque el nombre no lo indicara, Bunchenwald era un campo de muerte. Obviamente, no llevaban a la gente al paredón para fusilarla, sino que se limitaban a matarlos a trabajar. Al final venía a ser lo mismo. Cansaban a los prisioneros, y los que no se morían enseguida, los jóvenes y los fuertes, morían de hambre. Después estaban los que se ganaban el tratamiento especial de la esposa loca del director del campo, a la que incluso los guardias llamaban la Bruja de Buchenwald.
Lo que todavía no lograba comprender era cómo se había metido él en todo aquello. ¡No era de esa clase de personas! Sin embargo, claro está, había muchos grandes hombres que no eran de esa clase. En realidad, lo habían moldeado a su imagen y semejanza dándole lo que más quería. Había disfrutado de las comodidades que Himmler le ofrecía; le gustaba su sueldo; le gustaba la notoriedad; disfrutaba con la compañía de los intelectuales; le gustaban las mujeres que acudían a él y hacían… cualquier cosa; apreciaba los buenos restaurantes y los mejores asientos en la ópera; incluso era feliz dando discursos a las damas y respetables ancianos que lo adoraban.
Podía reprenderse por el trato al que había llegado con Himmler, pero había disfrutado cada segundo, antes de comprender que, en el proceso, se había convertido en un asesino como el resto. Se trataba de un pacto con el diablo: ¡su alma a cambio de la libertad para escribir! Lo gracioso era que ya no podía seguir escribiendo. Casi todo su segundo libro lo había escrito antes de que Heinrich Himmler lo convirtiera en caballero de la Orden de la Calavera. El resto se lo llevaron para reescribirlo y hacer que pareciese que despotricaba contra los judíos. ¿Por qué no había renunciado después de ver cómo reescribían su libro? Sabía la respuesta, lo que pasaba era que no le gustaba oírla. En realidad no hacía falta preguntarlo. A pesar de que odiaba lo que le habían hecho a su libro, seguía disfrutando del esplendor de los caballeros, de las SS rúnicas, de los apuestos hombres que lo observaban, de las bellas mujeres que lo deseaban…, de todo el gran espectáculo que el Reich había levantado, ante el terror de sus enemigos. Hasta que la sangre de los doce mineros le salpicó el alma, ¡había sido un gran viaje! Después, al ver lo que había hecho, llegó a odiar la doble S rúnica más que las puertas del infierno. Le revolvía el estómago mirarse la mano y ver el anillo que lo unía en un juramento de sangre al mismísimo diablo.
No tendría que esperar mucho a que terminasen la investigación. Lo sabía. Lo encontrarían rápidamente, averiguarían su secreto más oscuro: que, aparte de paganos y herejes, entre sus antepasados había también judíos. En 1935, aunque era obligatorio hacerlo, nadie se había molestado en pedirle que rellenase un certificado de pureza racial, y nadie había preguntado por sus abuelos. ¿Por qué iban a hacerlo? No intentaba unirse a las SS, ¡lo habían reclutado ellos mismos! Obviamente, en los primeros días de su ingreso en la Orden nadie se había atrevido a pedirle los papeles necesarios. Había recibido el formulario algunos meses después y, al darse cuenta del problema, no le había prestado atención. Nadie dijo palabra, como él esperaba. Era el preferido de Himmler. Lo que hiciera con su tiempo era cosa suya, y puede que no le agradara rellenar papeleo rutinario. Sin embargo, la situación había cambiado. Krystalnacht, la noche de los cristales rotos del otoño de 1938, había sido una declaración de guerra contra los judíos de Alemania, y la elevada posición de Rahn ya no era la misma. No podía seguir haciendo caso omiso de la petición de información sobre sus antepasados. Lo que él no proporcionara, lo descubrirían ellos solos, era cuestión de tiempo.
Resultaba extraño darse cuenta de que era un enemigo del Reich. Absurdo, en realidad. Recordaba a los mineros que Bachman había asesinado. No se preguntó sobre la mirada vacía de sus ojos mientras comían en silencio. Lo había tomado como señal de cansancio, pero después vio la misma mirada en Buchenwald; era la mirada del que se sabe condenado. A veces, al mirarse en el espejo, la veía en sus propios ojos. Nadie sobrevivía a los campos, todos caían tarde o temprano, así que siguió con sus asuntos diarios, todavía miembro del personal civil de Himmler, preguntándose qué día y a qué hora irían a detenerlo para llevarlo con el resto.
A veces se reía de lo absurdo que era todo. ¡No se lo podía creer! A veces le dolían las tripas de miedo, pensaba que iban a por él y que lo mejor era suicidarse. Una investigación burocrática era lenta, pero también meticulosa. ¡En algún momento se darían cuenta de que habían reclutado a un judío! Vio que la gente lo miraba y supo que se había corrido la voz sobre la investigación. Se les daban bien aquellas cosas. Todos guardaban silencio al verlo llegar, y Bachman se pasó por allí para decirle que Elise no se encontraba bien.
—¡Me temo que esta semana nos quedamos sin cenas! —le dijo, y desapareció. A la semana siguiente le tocó a Sarah ponerse enferma.
Una vez se acercó sin invitación a su casa, sabiendo que Bachman no estaba. La doncella le dijo que Frau Bachman estaba ocupada y no podía recibirlo. ¿Tenía algún mensaje para ella? El creía que Elise lo dejaría entrar, así que, cuando se negó, supo que todo estaba perdido.
No se decidió a actuar por eso, sino que la idea se presentó sola un día, mientras examinaba los informes que solían llegarle: una nota sobre el trabajo en Berchtesgaden. El Nido del Águila, una espléndida cabaña de estilo bávaro en lo alto de las montañas, se terminaría aquella primavera, en lo más profundo del complejo. Se le entregaría al Führer el 20 de abril, como culminación de la celebración nacional de su cincuenta cumpleaños.
Berchtesgaden estaba vigilado por las tropas de las SS.
La primera semana después de que surgiera la idea de entre el caos de sus miedos, Rahn consiguió apartarla por completo. Iba a su despacho todas las mañanas, trabajaba mucho, con la cabeza metida en los libros. Comía y bebía solo por las noches, observando la puerta con la curiosidad de un fugitivo que se pregunta si irán a por él esa noche o quizá le quedasen algunos días más. Los viejos amigos parecían no fijarse en él cuando se los encontraba por la calle. Incluso los de peor calaña afirmaban estar ocupados y no poder verlo en sociedad.
Las secretarias procuraban no mirarlo a los ojos cuando aparecía, o corrían a realizar recados que las alejaban de sus puestos.
—Soy un fantasma —murmuró frente al espejo una tarde y, al decirlo, se dio cuenta de que debía hacer algo.
Al menos, tenía que intentar salir. Entonces recordó de nuevo la idea, aunque ya sin considerarla una fantasía. Huir no era la respuesta, no para un caballero de la Lanza Ensangrentada.