MALLORCA (ESPAÑA)
SÁBADO, 15 DE MARZO DE 2008.
La isla de Mallorca, famosa por sus playas, sus famosos y sus largas fiestas nocturnas, seguía siendo agrícola en gran parte de su zona interior. Unas cuantas carreteras buenas conectaban las costas, y otras tantas comunicaban los pueblos, pero el resto de la isla tenía bastantes carreteras desiguales y estrechas.
El estilo de vida era pausado. Los granjeros paraban los camiones para hablar con los vecinos. Era una existencia tranquila y pacífica que seguía más o menos igual que cuando el padre de Giancarlo Bartoli construyó su gran casa en lo alto de una meseta elevada con vistas a varias paratas de olivos.
Robert Kenyon nunca había sentido ningún aprecio por la granja, era demasiado tranquila, demasiado aislada. Luca y él montaban fiestas en la casa para hacerla más soportable cuando iban de jóvenes a la isla. La primera vez que había ido con su nueva identidad, después de cortar con su antigua vida, David Carlisle comprendió lo que le gustaba a Giancarlo de la granja. Poco después lo dispuso todo para alquilarle la propiedad a una de las empresas de Bartoli. Durante los últimos años había pasado allí todo el tiempo posible, porque era un lugar seguro. Allí no le preocupaba encontrarse por accidente con un rostro de su pasado, ni tampoco tenía que cambiar de pasaporte para cruzar las fronteras. Sabía que algo iba mal si el vecino no pasaba por delante de su cancela a las diez de la mañana y volvía a las once. El vino era bueno. Podía escalar las rocas, y el calor, incluso en primavera, hacía que se disolvieran los miedos que acosan a todos los fugitivos.
En aquellos momentos, el aislamiento de la granja era un lujo. Helena Chernoff había desaparecido. Como hablaron por última vez antes de que fuese tras Malloy, se imaginaba que la estaban interrogando. Era una tontería pensar que alguien podía resistirse a un interrogatorio, porque, al final, todo el mundo hablaba. ¡Todo el mundo! En aquel tipo de situaciones se podía medir el valor en horas.
El alias de Chernoff, Christine Foulkes, saldría a la luz. Si eso pasaba, todos querrían hablar con los paladines. Los paladines confesarían no saber nada sobre la implicación de Chernoff, pero se reunirían con los investigadores. Desde la muerte de Robert Kenyon habían procurado evitar cualquier contacto público con David Carlisle y Christine Foulkes, y enviaban a sus representantes a las reuniones anuales de los paladines. Podían afirmar (y nadie lograría probar lo contrario) que no tenían ni idea de que Foulkes era Helena Chernoff o que David Carlisle era en realidad Robert Kenyon, de vuelta de entre los muertos. Por otro lado, Carlisle no sobrevivía a una investigación, aunque fuese solo superficial. Tendría que deshacerse de su identidad y empezar de nuevo. Casi todo su efectivo estaba a salvo, porque había trasladado su dinero a bancos que lucharían con uñas y dientes antes que delatarlo, pero perdería sus inversiones menos líquidas, unos cincuenta millones de libras en bienes inmuebles. Era el precio de los negocios.
Luca iría a verlo a Mallorca el lunes con tres pasaportes inmaculados, le quedaban menos de cuarenta y ocho horas de espera. Aunque Chernoff se rindiera rápidamente, lo que no era probable, creía poder disponer de ese tiempo, aunque, claro, no estaba seguro. La asesina podía haber llegado a un acuerdo. A cambio de una celda privada con ventana podría haberles contado dónde encontrarlo. En cualquier caso, esperar allí era mejor que arriesgarse a cruzar alguna frontera. Quizá hubieran descubierto ya sus alias. Ni siquiera los pasaportes lo libraban de todos los problemas. Los números de teléfono y pisos francos en los que antes confiaba podrían convertirse en trampas. Sus amigos y contactos podrían estar vigilados o listos para entregarlo a cambio de su propia libertad. Casi todas las personas que conocía se habían convertido en amenazas en potencia, así que no se trataba tan solo de un cambio de nombre: iba a tener que empezar de nuevo.