ZÚRICH (SUIZA)

MARTES, 11 DE MARZO DE 2008.

Once años después todavía recordaba la sensación de sacar aquellos cuchillos de la madera.

—¿Estás bien? —le preguntó Ethan.

—Sí —respondió ella sonriendo—. Aburrida —lanzó dos cuchillos más hacia el blanco, primero con la izquierda y después con la derecha. Los lanzamientos fueron buenos, justo en el centro.

—No parecías aburrida —repuso Ethan—, parecías estar pensando en algo.

—Luca no mató a Robert. Ni tampoco Giancarlo.

—Puede, pero saben quién lo hizo.

—Si lo sabían, ¿cómo es que no me lo dijeron? —preguntó ella; miraba por la ventana, intentando comprender las incongruencias.

—Forman parte de una sociedad secreta. No sé en qué estarán metidos, pero hay dos cosas seguras: cuando se unieron al Consejo de los Paladines hicieron un juramento de sangre para guardar los secretos de la Orden y para ayudar a cualquier otro miembro, al margen de los riesgos o el precio. Cuando se hace una promesa así, no hay excepciones. La familia y los amigos quedan en segundo lugar, incluso las ahijadas favoritas.

—Pero Robert era uno de ellos. ¿Por qué iban los paladines a matar a uno de los suyos?

—Si no fue por luchas internas, quizá traicionase a la Orden.

—¿Por qué me metieron a mí? Si querían matarlo por algo así, ¿por qué incluir a personas inocentes? Luca me lo enseñó… todo. Y no fue para que me ganase la vida de ladrona, eso llegó más tarde, después de que me enseñase cómo vengarme. ¡El me enseñó a matar, Ethan! Cuando mataron a su hermano, él persiguió y asesinó a los responsables. Me contó cada una de las historias, cómo reaccionaron las víctimas, cómo se prepararon para recibirlo y qué hizo para atravesar sus defensas. No presumía, me daba ejemplos de lo que necesitaba saber para cuando encontrase al asesino de Robert.

—O asesinos.

—Se aseguraba de que entendiese todo lo que él sabía, para que estuviese lista. Podía estar exhausta, podía acabar siendo la perseguida. Podía faltarme una pistola cuando la necesitara. Tenía que aprender muchas cosas. Me enseñó todas sus técnicas. ¿Por qué hacerlo si pensaba usarlas contra él?

—No lo sé, pero él sabe qué pasó. Giancarlo y él te ocultan la verdad. Tienes que enfrentarte a ese hecho si quieres llegar a descubrir lo que pasó en realidad.

—Lo sé, pero no pienso tocarlos. ¡No quiero hacerlo! Solo lo haré si lo mataron ellos, y no creo que lo hicieran. No tiene ningún sentido.

Kate se movía por la habitación del hotel con las muletas cuando llegó Malloy, a última hora de la noche. Ethan le ofreció una copa y, esta vez, aceptó.

—Whisky escocés con soda, si tenéis.

Mientras el hielo crujía, Malloy se sentó en un cómodo sillón.

—Le he echado un buen vistazo a lo que han sacado del ordenador de Chernoff. Hay bastante material con información interesante. Vamos a descubrir quiénes son sus contactos clave y, al menos, parte de sus finanzas. El problema en estos momentos es que vamos contra reloj. Es decir, si encontramos un número de teléfono que nos lleve a una red de teléfonos, tenemos que dar con él antes de que el dueño lo tire. Si no, podemos acabar persiguiendo sombras y destrozando alias.

—Entonces, ¿estamos a un par de pasos de dar con el tío… y todavía a tres o cuatro pasos de saber algo? —preguntó Ethan al darle el vaso.

—Podríamos tener suerte, pero nada más —dijo Malloy después de dar un trago—. Carlisle no ha aparecido, al menos no como Carlisle, aunque, si transfirió dinero a Chernoff a finales del año pasado o se puso en contacto con Ohlendorf durante los últimos dos meses quizá encontremos uno de sus alias.

—Si ese tío es listo, sabrá que tiene un problema —repuso Ethan.

—Creo que sabe que tiene un problema desde hace meses. Por eso fue a por nosotros.

—Pero no tenía a todo el mundo detrás —dijo Ethan—. Si tu gente lo relaciona con Chernoff, tendrá que esconderse en un agujero. Si eso pasa, nada de lo que le saques a Chernoff te ayudará a acercarte a él.

—Lo sé.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Kate.

—Encontré algunos archivos en el ordenador de Dale antes de limpiarlo. Aunque no había mucho más, sí descubrí unas fotos de vigilancia bastante buenas de nuestro hombre. Lo que publican en los informes anuales no nos servía. Con estas al menos podremos identificarlo. —Sacó un lápiz de memoria del bolsillo y se lo dio a Ethan—. Las tomaron en París, hace tres años.

—Así que nuestro fantasma sale de vez en cuando, ¿no? —preguntó Kate; después cogió las muletas y se colocó detrás de Ethan.

—Tenía una reunión con Hugo Ohlendorf —les dijo Malloy, mientras Ethan metía el lápiz en su ordenador—. La gente de Dale seguía a Ohlendorf, pero investigaron a Carlisle para identificarlo. —Señaló la pantalla cuando salieron los archivos—. Esos otros ficheros también son para vosotros. Cuando Dale dio con el nombre, reunió una carpeta de información sobre Carlisle. No estoy seguro de que haya algo que no sepamos ya, aunque a veces solo hacen falta un par de ojos nuevos.

—Cogeré todo lo que tengas —repuso Ethan, mientras abría el archivo de imagen y activaba la presentación de diapositivas.

La primera foto mostraba a Carlisle y Ohlendorf sentados en la terraza de una cafetería. Al parecer, Carlisle se había librado de sus raíces obreras, porque parecía pertenecer a la misma clase social que Ohlendorf.

—Un tipo apuesto —comentó Malloy.

Cuando la tercera foto apareció en pantalla, Malloy miró a Kate, que estaba paralizada detrás de Ethan, mirando el ordenador como si le hubiese caído un rayo encima.

—¿Qué te pasa?

Ethan también apartó la mirada de la imagen. Los ojos de Kate estaban pegados a la pantalla con una extraña fijación mientras avanzaban las diapositivas; no dijo nada.

—¿Qué es? —preguntó Ethan. Se le notaba la preocupación en la voz, y con razón, porque Kate parecía a punto de sufrir una apoplejía.

—Es… Robert —susurró.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? —preguntó Ethan.

—Ese no es David Carlisle. Es… Robert Kenyon.

Curiosamente, el rostro de Kate recuperó la serenidad al aceptar el hecho de que estaba mirando a su primer marido ocho años después de su supuesta muerte en el Eiger.

—«Corta la cuerda» —susurró al fin y, cuando lo hizo, Malloy vio la primera lágrima en su mejilla—. Uno de ellos dijo algo. No lo entendí bien en aquel momento. «¿Y ella? ¿Qué hacemos con ella?», algo así. Y Robert respondió: «Corta la cuerda». Yo estaba atontada por el golpe en la cabeza, pero sabía que Robert no podía haber dicho algo así. Es decir… no me lo creí.

—Responde muchas preguntas —dijo Malloy, revisando las pruebas que nunca habían tenido sentido.

—Y plantea otras tantas —añadió por fin Ethan.

—En realidad no —repuso Malloy—. Piénsalo. Robert Kenyon hace una inversión estúpida y lo pierde todo, incluido el dinero de Kate. ¿Quiénes son los beneficiarios de la bancarrota? Sus amigos de toda la vida. Ellos no se quedaron con el dinero, lo canalizaron, al menos en parte, hacia nuevas cuentas en nombre de David Carlisle. Ese tío consiguió lo imposible: murió y se llevó el dinero consigo.

—Entonces, ¿qué pasó con Carlisle? —preguntó Ethan.

—David Carlisle era un mercenario en los Balcanes en 1994. Es el último dato oficial que tenemos de él hasta 1997, cuando se convirtió en el sucesor de Kenyon en el Consejo de los Paladines. Creo que lo mataron y está enterrado en algún lugar de Serbia o Bosnia. Kenyon le robó la identidad porque se parecían un poco.

—Robert salió de la montaña aquella noche —dijo Kate, todavía con la mirada fija en el hombre con el que se había casado hacía casi once años—. Ya estaría en la Travesía de los Dioses cuando la luna llegó a su punto más alto. Seguramente llegó a la cima a las tres o cuatro de la mañana y salió del Eiger antes de amanecer.

—No lo entiendo —insistió Ethan—. ¿Por qué iba Kenyon a cambiar de identidad?

Malloy esperó a que Kate contestase, pero ella no tenía ninguna teoría.

—Solo se me ocurre una buena razón —dijo él—: tenía problemas. Fuera lo que fuera, tuvo tiempo de arreglar sus finanzas, así que me da la impresión de que alguien iba a investigar sus actividades.

—Seis meses —comentó Kate—. Eso tardamos en enamorarnos y casarnos. Ese es el tiempo que tuvo.

—La adquisición de la empresa fue en ese mismo periodo —añadió Malloy.

—Entiendo lo de la estafa de la bancarrota —dijo Ethan—. Necesitaba dinero y no quería dejar un rastro en papel, pero, ¿por qué involucrar a Kate? ¿Por qué casarse?

Malloy miró a Kate, que ya no lloraba.

—Todos los magos saben que la clave para lograr una buena ilusión es distraer a la audiencia en el momento preciso —les dijo Malloy—. En este caso, la distracción fue el Eiger, en concreto la mala suerte de Kate en él. ¿Un viaje de novios bien publicitado para vencer a una montaña? ¿Qué podría ser mejor? Y, cuando fracasara la excursión, cuando los dos escaladores austríacos dijeran haber visto cómo Kate, su marido y su guía caían de la montaña, se suponía que todo el mundo hablaría de ello. La mala suerte de Kate con la montaña.

—Así que los escaladores solo iban a ser testigos —comentó Ethan.

—Pero los contrataron porque no tenían antecedentes, ni relación conocida con Kenyon, ni contigo, ni con el guía. La idea era que informaran de la tragedia y enseñaran a la gente el lugar donde podían encontrar dos de los cadáveres. Si no encontraban el cadáver de Kenyon… bueno, esas cosas pasan en el Eiger.

—Robert no se enteraría de lo que me sucedió hasta un par de días después —añadió Kate.

—Y, cuando vio que la historia que estabas contando era aún mejor que lo que él tenía planeado, no tuvo necesidad de eliminarte.

—Yo ya le había contado todo a Giancarlo. Giancarlo me escuchó sin parpadear y me prometió… me prometió que encontraría al asesino de Robert, aunque fuese lo último que hiciera.

—Él lo sabía todo —le dijo Malloy—. Luca, Jack Farrell, Hugo Ohlendorf, el padre de Farrell y él… todos los paladines en activo.

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó Ethan—. Es decir, seguimos sin saber cómo encontrarlo. —Miró a Kate—. Porque iremos a por él, ¿no?

—Por supuesto —respondió Kate apretando la mandíbula—. Por supuesto que iremos a por ese hombre.

—De todos modos, seguimos sin saber cómo encontrarlo —murmuró Ethan.

—Giancarlo me lo dirá.