ZÚRICH (SUIZA)
MARTES, 11 DE MARZO DE 2008.
Kate apenas pensaba en el Eiger. No recordaba casi nada de las distintas entrevistas con la policía después de salir de la montaña, ni siquiera el funeral por Robert en la capilla familiar de Devon, poco antes de que se subastase la propiedad. Sin embargo, tenía un vivido recuerdo de estar sentada en Londres con el abogado de la familia Kenyon y su padre. El abogado le había dicho que las inversiones de lord Kenyon poco antes de su muerte habían sido desafortunadas. De hecho, había tenido tanto cuidado en no mencionar la palabra bancarrota, que Kate no entendió del todo la situación hasta que su padre se la explicó después, de manera bastante directa.
Perder el dinero justo después de perder a Robert le había parecido una broma de muy mal gusto para culminar la ruina absoluta de su alma. Ni siquiera le importaba. Durante semanas (que se convirtieron en meses) no notó nada dentro de ella. Incluso se le olvidó la promesa de encontrar al asesino de Robert. Aquel juramento se borró de sus recuerdos, igual que casi todo lo sucedido después de los acontecimientos del Eiger. Giancarlo fue a Zúrich tras la bancarrota; era la segunda vez que se encontraban desde la tragedia. Había encontrado mucha información sobre los austríacos, pero reconocía que no lo llevaba a ninguna parte. Kate escuchó, entumecida, todo lo que le contaba, ya segura de que nunca conocería la identidad del asesino de Robert.
Al separarse, Giancarlo le dijo a Kate que podía quedarse en su casa de Santa Margherita, un pueblo turístico al sur de Génova.
—A veces solo el mar tiene la respuesta —le dijo su padrino.
No quería ir. ¡Había conocido a Robert en Santa Margherita! No soportaría volver. Roland le dijo que precisamente por eso debería ir. No podía enfrentarse a la vida en Zúrich. No pensaba volver a la universidad, no tenía ningún plan, en realidad, así que llamó a Giancarlo para aceptar la invitación. Durante la primera semana en la casa tuvo para ella sola la gloriosa costa de Liguria y la gran villa de Bartoli. Once años después, ya no recordaba qué había hecho aquellos días, aunque sabía que se había mantenido cerca de la casa, como una inválida. Recordaba claramente haberse quedado mirando el lugar en el que había visto a Robert por primera vez. No recordaba las palabras que habían intercambiado aquella noche, pero sí la sensación de estar enamorándose. Once años después, el sentimiento seguía tan vivo como la noche que lo experimentó por primera vez. Frente a eso, las palabras no significaban nada. Ni tampoco las caricias, ni los sabores. Era un momento que se llevaba dentro para siempre, el último recuerdo que tendría antes de morir. El resto de su vida no significaba nada, en comparación. Lo sabía entonces y lo seguía sabiendo. Robert Kenyon era el único hombre al que realmente había amado con toda su alma.
Luca llegó un par de semanas después que Kate a la villa de Bartoli. Afirmó no saber que ella estaba allí, pero se presentó solo y se acomodó en la casa sin sus planes habituales para organizar fiestas o pedirles a los amigos que se pasaran de visita. No la invitó a nadar, ni a dar un paseo. Parecía querer darle espacio. Se reunían para preparar la cena y se tomaban una copa de vino mientras la hacían, pero durante el día cada uno iba por su lado.
Luca tenía la edad de Robert, así que era bastante mayor que Kate. Durante la infancia, Kate lo adoraba, aunque, en realidad, no sabía mucho sobre él. Al final de la adolescencia por fin logró seducirlo…, no le costó mucho. Luca estaba casado y tenía hijos, por supuesto, pero Kate era lo bastante joven para no pensar en las consecuencias de sus acciones. Además, tampoco era la primera aventura de Luca. Unas cuantas semanas bajo el tórrido sol italiano habían hecho que la vida pareciese perfecta, pero el romance empezó a desintegrarse cuando Kate por fin comprendió que no tenían mucho en común. No se le rompió el corazón, sino que, más bien, despertó. Sin embargo, Luca era encantador y estaba lleno de energía, de modo que siguió dentro de su círculo social e interpretó el papel de chica salvaje durante un par de veranos. Todo acabó la noche que vio a Robert Kenyon. No había pasado ni un año desde aquel primer encuentro, aunque a Kate le parecía toda una vida.
Luca había superado de sobra la conmoción por la muerte de Robert y había seguido con su vida, pero dedicaba a Kate una atención y un cariño extraordinarios. Cuando por fin mantuvieron una larga charla sobre él y sobre cómo lo llevaba ella, pareció entender lo que sentía. Aunque puede que todos lo entendieran, ya que solo había que perderlo todo para hacerlo, la empatía de Luca la permitió abrirse y decir las cosas que no podía contarles a los demás. Luca nunca había sido dado a las conversaciones profundas, pero conocía los disparates más extravagantes de la chica y no había secretos entre ellos.
—Creo que no podré volver a escalar —le dijo cuando él le preguntó si había pensado en volver a hacerlo desde el Eiger—. Salir de casa y venir a Italia ya me ha costado bastante.
Él la presionó para que se lo explicara, y ella le dijo sin rodeos que tenía miedo. Luca sintió curiosidad. ¿A Kate Wheeler le daba miedo algo? No le cabía en la cabeza. ¿El qué? Esa era la cuestión, que le daba miedo todo. Solo se sentía segura en lugares muy familiares, e incluso en ellos tenía fantasías horribles en las que hombres armados derribaban la puerta o entraban por las ventanas. A veces la observaban en silencio, escondidos tras alguna esquina. En los días malos, el suelo parecía ceder bajo sus pies mientras andaba. El efecto la dejaba al borde de un abismo alucinatorio.
Y lo peor de todo era que, al perder el valor para escalar, se había dado cuenta de que no le quedaba nada en la vida. Durante muchos años, escalar había sido lo único que sabía hacer, lo único que quería hacer. De repente se daba cuenta de que eso también lo había perdido, junto con todo lo demás.
—No hay un día en que no piense en suicidarme —susurró.
—¿Cómo lo harías? —preguntó Luca a pesar de lo grave de la confesión.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que estás pensando en ello, así que ¿cómo te ves haciéndolo?
—No sé…
—Cuchillo, pistola, gas, píldoras… Tienes que haber pensado en cómo pretendes hacerlo.
—¡Luca se supone que no debes ayudarme a pensar en esas cosas!
—¿Por qué no? ¡Tengo curiosidad!
—¡Se supone que tienes que decirme que, si pienso en eso, debería ingresar en un hospital! ¡Buscar ayuda profesional!
—¿Y por qué iba a decirte algo que ya sabes?
—¡No me tomas en serio!
—No hablas en serio. Solo estás triste.
Kate se marchó a su habitación, exasperada, pero, pocos minutos después, volvió hecha una furia.
—¡Quiero morir de una caída! ¡Así voy a hacerlo!
—No funcionará.
—No veo por qué no.
—Miedo a las alturas. Seguro que ni siquiera eres capaz de subirte a una escalera.
Al oír aquello, Kate respondió con insultos. ¡Era su suicidio! ¡Podía imaginárselo como le diera la gana! Entonces los dos estallaron en carcajadas. Kate no recordaba haberse reído tanto nunca. Acabaron la noche proponiendo ideas para el suicidio perfecto y encontrándoles defectos a todos los métodos, hasta que los dos estuvieron de acuerdo en que ninguna salida era buena. Además, todavía querían saber qué pasaría después, aunque fuese malo.
A la mañana siguiente, Kate se despertó con resaca, pero sintiendo que algo se había roto dentro de ella o que el hielo que le cubría el alma por fin se había derretido.
—Quiero que me enseñes a disparar —le dijo a Luca mientras se recuperaban de la resaca.
—Ya has disparado alguna vez, ¿no?
—Pues no.
—No tiene mayor importancia, Katerina. Apuntas y aprietas el gatillo, como en las películas.
—Quiero que me enseñes todo lo que sabes, Luca: Velocidad, calibración…
—Calibre.
—¿Ves? Necesito clases urgentes.
—¿Por alguna razón en particular?
—Me prometí que encontraría al asesino de Robert. Creo que ha llegado el momento de prepararme para enfrentarme a él cuando lo encuentre.
—Si quieres enfrentarte a él, no te bastará con aprender a disparar. ¿Y si está en una colina? ¿Cómo vas a llegar hasta él, teniendo en cuenta tu miedo a las alturas?
—¡Estoy hablando en serio, Luca!
—Yo también. Si quieres fantasear con la venganza, no me metas. No tiene sentido aprender a disparar, porque no va a pasar nunca y enseñarte sería una pérdida de tiempo. Si lo que quieres es venganza, si de verdad la quieres, debes aprenderlo todo.
—Haré lo que tenga que hacer.
—Vas a tener que aprender a escalar de nuevo. ¡No puedes perseguir a un asesino si tienes miedo y vas soñando despierta! Si algo te asusta, debes enfrentarte a ello. ¿Es que crees que las personas que enviaron a esos asesinos al Eiger no han visto nunca una pistola? Kate, hay gente en el mundo que ve una pistola y sabe qué hacer. Si vas detrás de alguien así, te conviene ser más fuerte, rápida y lista que él. Y será mejor que sepas cómo piensas hacerlo. Los asesinos que se libran de sus crímenes saben cómo cuidar de sí mismos. En una pelea las cosas nunca son como pensamos. Que una persona te haya hecho daño no quiere decir que vayas a poder acabar con ella. Las víctimas siguen siendo víctimas. Tienes que estar preparada para ganar a toda costa y por cualquier medio. ¿Es eso lo que quieres? ¿Ganar a cualquier precio? ¿O quieres coger una pistola y fingir que te vengas cada vez que aprietes el gatillo?
—Quiero ver a ese hombre en su tumba, Luca.
Luca estudió su expresión durante un momento y después se metió en su garaje. Regresó unos minutos después con un juego de cuchillos y una plancha de contrachapado que apoyó en una pared. Cogió tiza y dibujó, más o menos, la silueta de un hombre. Después sacó dos de los cuchillos y se puso de espaldas a la plancha, dios tres pasos largos, se volvió y tiró el primer cuchillo, que se clavó en la madera. Después dio otro paso y tiró el segundo cuchillo con la otra mano, clavándolo a pocos centímetros del primero.
Kate se quedó mirando los cuchillos durante un instante y después miró a Luca.
—Piensa que el hombre al que quieres matar puede ser igual de bueno que yo —le dijo su amigo—. Tú tienes que ser mejor… si no quieres abandonar tu fantasía.
Kate miró los dos cuchillos. Finalmente, se acercó al blanco y cogió uno con cada mano.
—Dime qué tengo que hacer.