BERLÍN (ALEMANIA)
PRIMAVERA DE 1936.
Después de su viaje a Wewelsburg, Rahn se prometió no visitar a los Bachman por un tiempo. Estaba demasiado enfadado con Bachman para pasar una velada con ellos como si no hubiese pasado nada. Sin embargo, cuando llegó el sábado, apareció en su puerta. Llevaba un libro de ilustraciones para Sarah, flores silvestres para Elise y una botella de buen vino de Riesling para Bachman. Aceptó los besos de la niña y su madre (que, en realidad, eran lo único que tenía en el mundo), y se dispuso a beber y hablar. No había cambiado absolutamente nada entre ellos.
Cuando se iba, Elise le comentó mientras se despedían:
—Me dice Dieter que quizá tengas problemas con Himmler…
Parecía preocupada. No la había visto nunca así y, de repente, comprendió que no hacer caso de la absurda idea de Himmler podría causarle serios problemas a Bachman y, por extensión, a Elise. Sacudió la cabeza e intentó no demostrar la tensión que sentía.
—En absoluto. Es que me confundí con algo que Dieter me dijo.
—Ten cuidado, Otto. Himmler es veleidoso con sus afectos. Tenlo contento y el mundo será tuyo.
—¡Entonces tendré que encontrar el santo grial!
—Alimenta su esperanza, como sugiere Dieter, y te otorgará honores y elogios. Si no le prestas atención…
—¿Qué susurráis? —la interrumpió Bachman acercándose.
—¡Tramamos el asesinato de Hitler! —respondió Rahn, pero se le olvidó sonreír mientras lo hacía.
Bachman se puso blanco como la pared, aunque después se rio.
—¡Y yo temiendo que fuese algo preocupante!
Rahn fue al despacho de Bachman a finales de la semana siguiente.
—He estado pensando en lo que dijiste. Quiero que prepares una reunión con Himmler, a la hora que más os convenga a los dos.
—Espero que no hagas ninguna tontería.
—Todo lo contrario, tengo una propuesta para ambos.
—¡Eso es maravilloso, Otto! —exclamó su amigo con cara de alivio.
—¿Crees que querrá financiar una expedición?
—¡Si crees que hay posibilidades de éxito, lo hará!
—¿Te interesa acompañarme?
—¡Solo tienes que pedirlo!
La reunión se celebró la noche siguiente, en el despacho de Himmler, que llevaba un día muy largo, como de costumbre, y estaba deseando volver a casa con su familia.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó esbozando una sonrisa educada que desapareció muy deprisa.
Rahn sufrió un momento de pánico y empezó a hablar con voz vacilante y temblorosa.
—El comandante Bachman me ha contado… es decir, por lo que me ha dado a entender… —respiró hondo e intentó calmarse. ¡Era como un escolar que se enfrenta a los exámenes delante del profesor!—. Por lo que tengo entendido, tiene usted la esperanza de encontrar el grial.
Himmler no se dirigió a Bachman, ni tampoco pareció sorprenderse. Clavó la mirada en Rahn, con cara de curiosidad.
—En su libro dijo usted que estaba en Montségur antes de la rendición. Según recuerdo, cuenta una historia sobre cómo se lo llevaron y lo escondieron en el Monte Tabor.
—Dije que era una leyenda que se contaban los locales, algo que no había oído antes nadie de fuera.
—Eso fue lo que me atrajo —repuso Himmler, sin variar su expresión—. Por curiosidad, ¿se han explorado en profundidad todas las cuevas?
—En estos momentos existe mucho interés, por supuesto, pero no, creo que se han pasado muchas por alto. Lo cierto es que no estoy convencido de que el grial sea un objeto.
Himmler miró a Bachman, y Rahn lo comprendió todo: Bachman le había dado a Himmler algo más que su libro; lo había convencido de que Rahn solo necesitaba financiación para encontrar el grial. Seguramente le había contado que el doctor Rahn llevaba más de una década buscando el grial en secreto, pero que no tenía los fondos para hacerlo en condiciones. Era cierto que, tiempo atrás, Rahn se había dedicado a tal búsqueda, aunque al final eso había dado paso a las verdaderas bellezas históricas que había descubierto por el camino y, por último, a la historia que quería contar. Sin embargo, a Himmler no le interesaba la historia, a no ser que le sirviera para algo. Quería creer que los cataros eran arios y guardianes del grial, y, por supuesto, que los había perseguido una iglesia malvada y corrupta.
—Eso no quiere decir —añadió Rahn— que no hubiese un objeto sagrado en Montségur —de repente, tuvo la sensación de escucharse desde fuera, como si no estuviese dentro de su cuerpo—. De hecho, siempre he creído que adoraban la lanza sagrada que Perceval vio en el castillo del grial.
—¿La lanza ensangrentada? —preguntó Himmler, moviéndose en su asiento.
—Obviamente, la lanza ensangrentada nunca se identificó como la lanza que atravesó a Cristo en la crucifixión. No era más que una lanza de marfil puro que goteaba sangre en un cáliz de oro.
—¿Cree que eso es lo que poseían? —preguntó Himmler, emocionado. El cansancio que Rahn había visto antes en sus ojos desapareció de repente.
—Por lo que veo, los cataros otorgaban a la lanza ensangrentada un honor mucho mayor que a la cruz. Si recuerda la narración de Eschenbach, Perceval vio cómo la llevaban por el salón del banquete en el castillo del grial y nadie le explicó sus orígenes. Debo reconocer que, durante muchos años, creí que la lanza protegía el grial y que éste era la copa, o algo dentro de la copa que Perceval no podía ver. Sin embargo, ahora creo que el grial se refiere a la sangre que goteaba de la punta. Solo hay que consultar la palabra sangraal para ver la posibilidad. Normalmente dividimos la palabra en san graal, el grial sagrado o santo, pero, si la dividimos como sang raal veremos que sagrado se convierte en sangre y que raal es un juego de palabras con real. En otras palabras, sangraal significa «sangre real», ¡la sangre que mana sin parar de la lanza!
—¿Me está diciendo que el grial es la lanza ensangrentada?
—Para ser más exactos, la sangre de la lanza es el grial —Rahn levantó las manos—. Es solo una teoría, entiéndame, y no pretendo sugerir que exista realmente una lanza sagrada que sangra. Lo que tiene que comprender es que la lanza ensangrentada y el cáliz de oro eran visiones divinas. Los cataros, al fin y al cabo, eran personas espirituales. Rechazaban el mundo y sus tesoros. No se refugiaban en sus placeres porque buscaban algo mucho mejor, en el mundo del espíritu. Y esa espiritualidad la encarnaba su visión de la lanza ensangrentada. —Los ojos de Himmler perdieron su brillo. No le gustaba que lo desilusionaran—. Eso no significa que no tuviesen algo. Mi problema ha sido siempre determinar qué reliquia era exactamente. Como podrá imaginarse, es difícil estar seguro sin encontrarla, por supuesto, pero ahora estoy convencido de que la reliquia que poseían era la lanza sagrada que Pedro Bartolomé descubrió en Antioquía durante la primera cruzada. Si recuerda la historia, Reichsführer, los cruzados asediaron Antioquía durante siete meses, esperando refuerzos y suministros que nunca llegaban. Justo cuando creían que tendrían que retirarse, uno de los barones hizo que alguien del interior de la ciudad abriese una de las puertas. No hizo falta más. Al final del día, Antioquía pertenecían a los cruzados. Sin embargo, a la mañana siguiente, un ejército de doscientos mil turcos llegó a la llanura frente a la ciudad. De haber llegado un día antes, habrían aniquilado a los cristianos. En aquellos momentos, se vieron obligados a sitiar la ciudad, mientras los cruzados disfrutaban de la protección de las impresionantes defensas de Antioquía, entre ellas unas cuatrocientas torres. El problema de los cristianos era el siguiente: no tenían provisiones, ni tampoco forma de conseguirlas.
»Consumieron las raciones que les quedaban en los primeros días del sitio. Después, cada uno se las arregló como pudo y sucedió todo lo que suele suceder cuando un ejército cae en las garras del hambre. Al cabo de poco tiempo ni siquiera podían subir a los muros para defender la ciudad. Una noche se desató un incendio (algo muy común en los tiempos medievales) y los hombres ni se levantaron de la cama para intentar apagarlo. De haberse tratado de enemigos cristianos, habrían intentado firmar la paz, pero, contra los turcos, la rendición suponía una masacre. Así que siguieron muriéndose de hambre y rezaron por que sucediera un milagro. Llegó un momento en que ya ni siquiera rezaban. Estaban muertos, todos ellos, y bien que lo sabían.
»Fue justo en aquel momento cuando un clérigo llamado Pedro Bartolomé se dirigió a su sacerdote y le contó una visión que había tenido en varias ocasiones. En ella, San Andrés le decía que la lanza sagrada, la lanza que había atravesado el costado de Cristo, estaba enterrada bajo el suelo de una iglesia de la ciudad. En aquellos tiempos, una visión como aquella era algo más que una curiosidad, era una señal de Dios que había que tomarse muy en serio, así que el sacerdote habló con el señor feudal de Bartolomé, Raimundo, conde de St. Gilles. Raimundo se dirigió a sus barones para darles la noticia. Primero se encontró con las obvias muestras de escepticismo, pero después los barones aceptaron llevar a Pedro de iglesia en iglesia por la ciudad, por si podía reconocer el lugar que había visto en su visión. Cuando llegaron a la iglesia de San Pedro, Bartolomé gritó: “¡Ese es el lugar que vi!”. En pocas horas lograron abrir una zanja en el suelo, delante del altar. Cansados y desanimados, los últimos entusiastas estaban a punto de marcharse cuando Pedro se tiró a la zanja y empezó a sacar barro con las manos. Instantes después les gritó que estaba allí, que había encontrado algo. Entonces, mientras los demás esperaban, sacó de la tierra un trozo de hierro cubierto de lodo.
»Antes de que pudiera salir de la zanja, Raimundo cayó de rodillas ante ella y, según las crónicas, lavó el objeto con sus lágrimas y besos. Como es natural, se corrió la voz del descubrimiento por todo el ejército, y la fe que los había abandonado volvió de repente al corazón de todos y cada uno de aquellos hombres. Fue como si el mismo Dios se hubiese aparecido en los cielos prometiéndoles la victoria. Era una señal, y todos lo sabían: el Señor deseaba que librasen Jerusalén de los infieles y los judíos, solo tenían que alzarse y luchar. ¡La victoria sería suya!
»En vez de utilizar los muros para defender la ciudad, el ejército insistió en tener la oportunidad de enfrentarse al enemigo cara a cara. Con la lanza en alto, para que todos pudiesen verla, los cruzados salieron en formación y doblegaron a las fuerzas enemigas en una sola tarde.
»Ahora bien, esto es lo más interesante de la historia —continuó Rahn. Himmler se echó hacia delante, prendado del cuento—. Durante un tiempo, todos consultaron a Pedro Bartolomé antes de tomar una decisión militar. Él se llevaba la lanza al pecho y anunciaba la visión que le venía a la cabeza. Al final, por supuesto, los sacerdotes, esclavos del papado, se pusieron celosos y alentaron el rencor contra los oráculos divinos de Pedro Bartolomé.
—¡Sí! —susurró Himmler, porque odiaba a la Iglesia, tanto como antes la había amado.
—Para poner fin a la autoridad de Bartolomé, los sacerdotes le pusieron un cebo para que se enfrentase a una prueba de fuego que demostrase que su reliquia era genuina. En aquellos días, Reichsführer, una prueba de fuego no era una metáfora. Prendían fuego a una zona amplia y esperaban hasta que solo quedaban los rescoldos. A continuación, un hombre tenía que caminar sobre ellos para ver si Dios lo protegía. Pedro, con la lanza apretada contra el pecho, caminó descalzo sobre las ascuas, y lo habría conseguido, de no ser porque algunos de los sacerdotes llegaron a empujones hasta el borde de la zanja y le dijeron que se había confundido, que se había dado la vuelta sin querer. Tenía que regresar sobre sus pasos para cruzar las ascuas. Naturalmente, el pobre hombre lo hizo y, con cada paso que daba, la carne se le fundía. Sus amigos intentaron ayudarlo a salir, pero el pobre Pedro quería probar que su lanza era la verdadera, así que se quedó en el pozo hasta que regresó por donde había venido, tan confundido que estuvo a punto de desmayarse y morir allí mismo. Cosa que habría sucedido… de no ser por la lanza.
»Por supuesto, era demasiado para cualquiera, y Pedro estuvo a punto de fallecer, pero no soltó la lanza sagrada. Se aferró a ella durante trece días antes de morir, algunos dicen que asesinado. Sea cual sea la verdad, la historia acabó para él el día 20 de abril de 1098.
—¡El 20 de abril! ¡Es el cumpleaños del Führer! —exclamó Himmler.
—A mí también me pareció una señal prometedora —afirmó Rahn, temiendo mostrar demasiado entusiasmo.
—Pero, ¿qué le pasó a la lanza?
—Al morir Pedro, la lanza quedó al cuidado de su señor feudal, Raimundo de St. Gilles. Según los testigos, Raimundo le había hecho un relicario. Según lo habitual en la época, no debía de ser demasiado impresionante, ni muy grande, aunque sí lo decoró con oro y cubrió la tapa con las perlas y rubíes que tenía en su tesoro personal. Después hizo que unos sacerdotes armados protegiesen su reliquia día y noche, y la llevaba consigo allá donde iba. Debe comprender que la consideraba una reliquia de la Pasión, y algo así servía para comprar un reino en aquellos días. Como es natural, algo de tal valor podía convertir a un hombre muy religioso en un ladrón. Al fin y al cabo, aquel objeto había estado cubierto de la sangre de su Salvador y había demostrado su poder milagroso en Antioquía, ¡y de nuevo cuando Pedro Bartolomé sobrevivió a un tormento que habría matado a cualquier hombre!
»Los sacerdotes de Raimundo se pasaron cinco años transportando la lanza de Antioquía tras él, incluso cuando iba a la guerra, y en cinco años el ejército que marchó detrás de Raimundo no conoció la derrota.
—¡La lanza verdadera! —susurró Himmler.
—Eso parece —admitió Rahn—, pero entonces, en la visita de Raimundo a Constantinopla, desapareció. —Rahn vaciló, observando a Himmler, después a Bachman. Los dos esperaban más, el desenlace de su relato—. Al menos, eso decía Raimundo. Según yo lo veo, tenía buenas razones para mentir y ningún motivo para reconocer que seguía en posesión de la reliquia. Verá, cuando Raimundo salía de Constantinopla, un antiguo rival suyo, el príncipe de Antioquía, lo secuestró. Como era costumbre, exigió un rescate a cambio de su liberación. Obviamente, el príncipe, también cruzado, esperaba recibir la lanza de Antioquía, lo cual es comprensible. Sin embargo, Raimundo le dijo que se la habían quitado en Constantinopla. A pesar de las continuas torturas e interrogatorios durante más de un año, Raimundo se ciñó a su historia. ¡La había perdido! No podía devolver algo que no tenía. Un año después, al parecer convencido, el príncipe aceptó oro en vez de la reliquia que deseaba, y nadie ha vuelto a saber de la lanza desde entonces.
—¡Pero la tenía desde el principio! —exclamó Himmler.
—Si Pedro Bartolomé podía caminar sobre carbones encendidos —repuso Rahn, sonriendo—, Raimundo era lo bastante hombre para soportar la tortura. Después de su liberación, su salud se resintió mucho, por supuesto. Era un anciano al inicio de la cruzada. Sabía que solo le quedaban unas semana de vida, así que arregló sus asuntos lo mejor que pudo. A su hijo ilegítimo, el mayor, le dio el mando de sus fuerzas en el Levante. Al pequeño, su heredero legítimo, las posesiones del Languedoc. Envió al chico a casa en barco y, con el chico, creo que también envió la lanza de Antioquía. —Himmler se retrepó en su silla con los ojos encendidos de pasión—. Ahora bien, tiene que comprender que la lanza no era más que un trozo de hierro retorcido y oxidado. Ni siquiera parecía la punta de una lanza. Eso lo sabemos por las descripciones de los testigos, aunque lo que había inspirado resultaba sin duda milagroso. La historia pasó de unos a otros a lo largo de los años, y la reliquia se convirtió en algo más que un trozo de hierro. En la imaginación de los que la veneraban, el óxido se convirtió en la sang raal, la sangre sagrada. La forma retorcida y corroída se convirtió en la lanza de marfil que derramaba su sangre en un cáliz dorado que nunca terminaba de llenarse.
»Seguir aquella visión era seguir los preceptos de los cataros, anhelar continuamente el mundo del espíritu. Cuando se perdió todo en Montségur, los caballeros entregaron la vida, pero no la reliquia que había inspirado la visión divina. No la entregarían a los odiados sacerdotes de Roma.
»¿Se imagina a más de doscientos hombres, mujeres y niños caminando hacia el fuego del inquisidor en la mañana del 16 de marzo de 1244? ¿Los puede ver salir de la fortaleza y entrar en las llamas sin soltar ni un grito de terror hasta que el fuego los consume? —A Himmler le brillaron los ojos ante la imagen—. No confiaban en la reliquia cubierta de barro encontrada por Pedro Bartolomé. Creían en la imagen divina de la lanza sagrada. Aceptaron el fuego, igual que había hecho Bartolomé.
—Pero, ¿y la lanza? ¿Cree que la enterraron en la montaña, como cuenta la leyenda?
—Nadie lo sabe —respondió Rahn, sacudiendo la cabeza para que hubiese alguna duda—. Vi la imagen de la lanza ensangrentada y el cáliz en una de las cámaras de la Grotte de Lombrives.
—¡Lo menciona en su libro!
—Le enseñé la pintura al comandante Bachman poco después de conocernos. Recuerdas verla, ¿verdad, Dieter?
Los dos hombres miraron a Bachman, que asintió.
—Puede que la escondiesen allí, en Lombrives, supongo, o en cualquier otra cueva de la región. El Monte Tabor está, literalmente, agujereado. Por supuesto, también es posible que la leyenda no sea más que una tontería, como el resto de las historias con las que me he encontrado. Es muy posible que no haya nada que encontrar, que la visión de la lanza ensangrentada no sea más que un don del espíritu que solo esté al alcance de un verdadero cátaro.
Himmler sopesó el asunto con una repentina cautela.
—Entonces, ¿está diciendo que lo único que tiene es la leyenda que le contó un anciano cuando subió a la montaña y una pintura en la pared de una cueva?
—Eso le dije al comandante Rahn hace un par de semanas —repuso Rahn, encogiéndose de hombros—. Es poco prometedor, como le conté, pero desde nuestra charla lo he estado pensando… —Himmler volvió a inclinar la cabeza, pendiente—. Esclarmonde, según la leyenda, tiró el grial en el Monte Tabor. —Himmler esperó, no muy convencido—. El Monte Tabor es el nombre de una montaña al norte de Galilea donde algunos creen que tuvo lugar la Transfiguración, donde Cristo se apareció a tres de sus discípulos como algo más que un ser mortal. Con la lanza ocurre exactamente lo mismo. Era un trozo de hierro que se había transfigurado en algo divino: la lanza ensangrentada de la leyenda del grial de Eschenbach. Además, tenemos el curioso hecho de que la cumbre del Monte Tabor del Languedoc se llame Saint-Berthelemy.
—¿Cree que por Pedro Bartolomé?
—Podría ser otra coincidencia, salvo por el detalle de que las cuevas en las que se tiró el grial, si atendemos a la leyenda, se conocen como el Sabarthés, una simple corrupción del nombre Saint-Berthelemy.
Himmler perdió toda cautela, ¡era la pista que los llevaría a la lanza! Rahn mantuvo la expresión pensativa de un erudito que todavía comprueba una hipótesis de trabajo.
—El ejemplo de valor de Pedro Bartolomé debió de inspirar a los que estaban a punto de enfrentarse a las llamas de la Inquisición, y por supuesto, también él fue víctima del clero y el fuego. La fe convirtió a un sencillo y humilde clérigo en el primer caballero de la lanza ensangrentada.
—¡Pero eso es asombroso! —gritó Himmler, emocionado—. ¡El Sabarthés! ¡La reliquia de Pedro Bartolomé está en las cuevas!
—He tenido las pruebas delante de mí durante estos últimos cinco años —repuso Rahn, sonriendo, avergonzado—, pero hasta que el comandante Bachman no me empujó a que considerase la idea de una expedición no lo vi. Ahora… aunque por supuesto no puedo prometer nada, creo que quizá exista… una pequeña esperanza…
—¿Qué necesita para encontrarla? —preguntó Himmler—. ¡Dígamelo y será suyo!
Rahn consiguió parecer sorprendido, como si no pudiera creerse que Himmler fuese a responder de inmediato, aunque lo cierto era que estaba preparado.
—Estoy pensando… en quizá unos doce o veinte hombres. Tendrían que ser mineros u hombres acostumbrados a trabajar bajo tierra. Si está en alguna parte, será en lo más profundo de la montaña, en algún lugar más allá del alcance de los sacerdotes ladrones. —Se volvió hacia Bachman—. También necesitaré un pelotón de apoyo: transporte, equipo y una base de operaciones. No creo que sea buena idea dejar que sepan lo que buscamos. Quizá los franceses sean reacios a cooperar. De hecho, podrían hacer como si me enviasen a otro lugar, para que nadie sospeche nuestras intenciones reales…
—Eso no resultará difícil —respondió Bachman. Miró a Himmler—. Puede subirse a un barco rumbo a Islandia, en busca de pruebas sobre los hiperbóreos.
—Un barco iría bien —comentó Himmler—. Podemos dar publicidad al viaje, hacer que un doble del doctor Rahn suba a bordo y acabar así con la charada. —Se volvió hacia Rahn—. Pero, dígame, doctor Rahn, ¿cuándo puede iniciar la expedición?
—Quiero visitar en Suiza a algunas personas que han explorado parte de las cuevas. Después me gustaría llegar unos cuantos días antes que el resto de la expedición, para poder establecer un protocolo sistemático de búsqueda. Puedo empezar de inmediato. Si el comandante Bachman puede estar listo en, digamos, un mes, sería perfecto.
—Eso no será problema, ¿verdad, comandante? —le preguntó Himmler.
—Ninguno, Reichsführer.
—Hay otra cosa —dijo Rahn, como si vacilara en interrumpirlos.
—Por supuesto, ¿de qué se trata? —preguntó Himmler.
—Me gustaría ver establecida la Orden de los Cataros dentro de las SS, con la lanza de Antioquía como símbolo, si tenemos la suerte de encontrarla.
—Primero encontremos su lanza, ¿de acuerdo, doctor Rahn? —repuso Himmler, con la indulgencia de un hombre que se sabe más anciano y sabio—. ¡Después nos preocuparemos por su destino!
Bachman estaba contento y no entendía por qué Rahn no lo estaba.
—¡Tienes tu expedición! ¿Qué más quieres? —le preguntó cuando se reunieron para repasar los detalles.
—¿Qué le diremos a Himmler cuando registremos todas las cuevas sin éxito?
—¡Pero sabemos dónde buscar! —repuso Bachman, sorprendido.
—La enterraron, Dieter, porque no querían que nadie la encontrase. ¡Y eso, si existió!
—¡Pero daba la impresión de que no lo considerabas un problema!
—¿A qué nos enfrentamos si volvemos a casa sin nada? —preguntó Rahn enfadado, apartando la vista.
—Pero, Otto, dijiste que…
—¿A qué?
—A nada bueno, claro… —respondió Bachman, tras meditarlo.
—Voy a necesitar dinero, Dieter. Mucho dinero.
—Sin duda, lo que haga falta —le aseguró su amigo arqueando las cejas.