ZÚRICH (SUIZA)
MARTES, 11 DE MARZO DE 2008.
Malloy llamó a Gwen desde el teléfono del hotel cuando regresó a su habitación. Era última hora de la noche en Nueva York, pero Gwen respondió como si estuviese esperando la llamada. Le dijo a su mujer que todavía no era seguro, pero que quizá regresara a casa en unos días. Se quedaba sin pistas. Gwen respondió que lo echaba muchísimo de menos. El repuso que también la echaba de menos, y, al decirlo, se dio cuenta de lo solo que estaba. La palabra casa empezaba a sonarle muy bien.
Se preparó para acostarse después de la llamada, pero decidió que, en realidad, todavía no estaba listo. Tenía el horario completamente trastocado. Abrió su botella robada de Hart Brothers Scotch, se sentó y repasó los archivos sobre Hugo Ohlendorf que había sacado del ordenador de Dale.
Estaba claro que Dale Perry había encontrado a Ohlendorf a través de su contacto con un matón de Hamburgo en pleno ascenso. Gracias a aquellas reuniones, Dale supo que el abogado estaba metido en algo, aunque no sabía qué era, ni hasta qué punto estaba involucrado. Por tanto, el espía había realizado un completo estudio sobre aquel hombre durante varios meses. Había apuntado todas las organizaciones a las que pertenecía, incluidos los Caballeros de la Lanza Sagrada, y su participación como representante de Johannes Diekmann y los tres berlineses que habían ayudado a financiar la Orden en el verano de 1961. A pesar de haber pasado casi mil horas con la investigación, Dale no había descubierto mucho que Malloy no supiera ya.
La Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada había tomado forma bajo la batuta de sir William Savage, un inglés que residía en Berlín Occidental durante los primeros años de la Guerra Fría. Sir William había sido vicepresidente de una importante constructora, pero, según indicaban los registros, en realidad formaba parte de la inteligencia británica. En cuanto Berlín Occidental se vio asediado, sir William convenció a sus espías clave, un aristócrata alemán y un antiguo oficial de las SS llamado Johannes Diekmann, para que lo ayudaran a establecer una resistencia, por si ocurría lo impensable. Diekmann le sugirió reclutar a varios individuos prominentes de la sociedad berlinesa que se dedicasen a informar a los occidentales sobre la importancia de mantener libre Berlín Occidental. Diekmann y Savage utilizaron a aquellas personas para realizar una campaña de relaciones públicas, mientras ellos reclutaban en secreto a otra gente capaz de cruzar a Alemania del Este y establecer operaciones encubiertas entre los desafectos al régimen y las clases casi delictivas. Con el paso de los años, conforme aumentaba la tensión, las operaciones de sir William se fueron introduciendo más y más en los países comunistas del Bloque del Este. Aunque, sin duda, al principio las operaciones se financiaban con el dinero de la inteligencia británica, sir William y sus compañeros paladines se esforzaron en montar una base financiera a través de contribuciones corporativas que, en realidad, solo eran parcialmente legítimas. En los ochenta, los paladines tenían una relación compleja y amistosa con algunas de las principales organizaciones criminales de Europa.
Como la Orden tenía nueve paladines en el consejo, cada uno con un voto, la organización no dependió de sir William en ningún momento. De hecho, Savage había nombrado a amigos y familiares para el consejo, empezando con los maridos de sus hijas, los padres de Jack Farrell y Robert Kenyon, además de dos empresarios italianos con los que había tenido una larga relación de amistad, Giancarlo Bartoli y su padre.
En la época de la reunificación alemana, lord Robert Kenyon representaba los intereses de sir William en el consejo. Después de la muerte del sir, Robert Kenyon asumió el puesto de su abuelo con toda la autoridad de un paladín. Cuando Luca y Jack Farrell se hicieron paladines, el mundo había cambiado. La amenaza del comunismo había desaparecido, y los paladines respondieron cambiando la misión de la Orden de los Caballeros de la Lanza Sagrada. Lo que no había cambiado, al menos hasta la muerte de Robert Kenyon, era el control de los paladines. La facción de sir William, de cinco miembros, superaba los cuatro votos de Johannes Diekmann, lo que suponía dirigir todos los asuntos de la Orden, ya fuesen grandes o pequeños. Eso significaba que, hasta 1997, los paladines no aprobaron ninguna actividad que no redundase en interés de la corona británica, aunque fuese en pequeña medida.
La dinámica cambió cuando los dos paladines siguientes se unieron al consejo. David Carlisle y Christine Foulkes no debían lealtad a ninguna facción. Eso les daba poder para establecer alianzas temporales con Ohlendorf o Bartoli. Resultaba tentador imaginar que la muerte de Kenyon estaba relacionada con algún tipo de discordia interna entre los paladines, pero Malloy no había encontrado pruebas de ello. Los paladines parecían tener intereses directos en distintos aspectos del mercado negro europeo, eso era indiscutible. Si había discordia o no entre sus miembros, no sabía decirlo.
Lo que había averiguado era, en primer lugar, que Hugo Ohlendorf tenía acceso a muchos criminales expertos, o puede que incluso los controlara. Se trataba de personas dispuestas a cometer asesinatos en colaboración con una de las asesinas más famosas de Europa. David Carlisle, con sus contactos mercenarios y quizá políticos, era capaz de traficar con armas, drogas y soldados. Jack Farrell, como su padre antes que él, había trabajado con Giancarlo Bartoli en varias empresas a ambos lados del Atlántico, tanto legítimas como ilegales.
Por último, estaba Christine Foulkes. Era una rareza. Foulkes, que anteriormente había sido una típica famosa que iba de fiesta en fiesta, se unió al Consejo de los Paladines y prácticamente se retiró de la vida pública. Como Carlisle, se encontraban fotos de archivo en los informes anuales, se podía leer sobre sus actividades para la Orden, pero nadie la conocía. Eso quería decir que los paladines mentían sobre las actividades de aquella mujer o que viajaba con identidades falsas. David Carlisle podía estar usando varias identidades para viajar, pero Malloy no entendía por qué Foulkes iba a correr el mismo riesgo.
Después de repasar los resúmenes de Dale Perry, Malloy buscó información en los archivos sobre Christine Foulkes, David Carlisle, y Giancarlo y Luca Bartoli, así como sobre los paladines inactivos a los que representaba Ohlendorf: Johannes Diekmann, Sarah von Wittsberg, lady Margante Schoals y dame Ann Marie Wolff. El resultado de la búsqueda fue una mina de oro, pero, como cualquier mina de oro, casi todo eran barro y rocas. A las cinco, ya listo para retirarse, dio con una serie de fotos de vigilancia de David Carlisle. Las fotografías se habían tomado en una reunión de Carlisle con Hugo Ohlendorf en París, en el año 2005.
Como eran relativamente nuevas y mostraban una cara algo distinta a la que solía aparecer en las fotografías de archivo de Carlisle que publicaban los paladines todos los años, Malloy las copió en un lápiz de memoria, junto con varios archivos generales sobre los paladines. Supuso que Ethan tendría ya la mayoría, pero no estaba de más ser concienzudo. Esperaba tener algo más sustancioso cuando recibiese los resúmenes de Jane a la mañana siguiente.
Mientras tanto, apagó el ordenador e intentó dormir unas cuantas horas.