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No había ningún curso en la academia que te preparara adecuadamente para recibir un balazo. Escuchar cómo lo describían quienes habían pasado por ello te daba cierta idea, y presenciarlo añadía una dimensión inquietante, pero, como ocurre con tantas cosas, del dicho al hecho…

Su plan, tal como lo había concebido en un segundo o dos, era, como saltar por una ventana, lo más simple posible. Se lanzaría directo hacia el hombrecillo con la pistola, que estaba de pie a tres o cuatro metros de él, junto a la silla vacía de Ashton, justo en la parte de dentro de la puerta abierta. Esperaba impactar en él con la fuerza suficiente para empujarlo por el umbral, que el impulso los llevara a los dos a través del pequeño rellano y por las escaleras de piedra. El precio era que le dispararan, probablemente más de una vez.

Mientras Giotto Skard miraba a la chica rubia que gritaba «hijo de puta», Gurney se abalanzó hacia delante con un rugido gutural, colocando un brazo sobre la zona del pecho donde tenía el corazón y el otro ante la frente. Gurney se había resignado a correr el riesgo que fuera necesario, bajo la amenaza de la pistola calibre 25 de Skard.

La atronadora detonación del primer tiro en la pequeña oficina sonó casi de inmediato. Con un espeluznante impacto, la bala destrozó la muñeca derecha de Gurney, que tenía apretada contra el esternón, del lado del corazón.

La segunda bala fue una lanza de fuego a través de su estómago.

La tercera fue la mala.

Ni aquí ni allí.

Una explosión de electricidad. Una chispa verde cegadora, como la explosión de una estrella. Un grito. Un grito de terror y desconcierto, un grito de rabia. La luz es el grito, el grito es la luz.

Hay nada. Y hay algo. Al principio es difícil decir cuál es cuál.

Algo blanco. Podría no ser nada. Podría ser un techo.

En alguna parte debajo de aquella capa blanca, en algún lugar por encima de él, un gancho negro. Un pequeño gancho negro extendido como un dedo que llama. Un gesto de amplio significado. Demasiado amplio para expresarlo en palabras. Ya todo es demasiado amplio para las palabras. No se le ocurren palabras. Ni una sola. Olvida lo que son. Palabras. Pequeños objetos desiguales. Insectos de plástico negro. Dibujos. Trozos de algo. Sopa de letras.

Del gancho cuelga una bolsa incolora, transparente. La bolsa abulta con un líquido incoloro, transparente. De la bolsa desciende un tubo transparente hacia él. Como el tubo de gas de neopreno en un avión de modelismo en el parque. Puede oler el combustible del avión. Observa mientras el toque hábil de un dedo índice en la hélice hace que el motor cobre vida. El volumen y el tono del sonido aumenta, el motor ruge, el rugido aumenta en un chillido constante. Volviendo a casa desde el parque, siguiendo a su padre, su padre taciturno, cae en una pila de piedras. Tiene un corte y sangre en la rodilla. La sangre le gotea por la espinilla hasta el calcetín. No llora. Su padre parece contento, parece orgulloso de él, después le habla a su madre de su gran hazaña, dice que ha llegado a una edad en que ya no tiene que llorar más. Es raro que su padre lo mire con orgullo. Su madre dice: «Por el amor de Dios, solo tiene cuatro años, déjale llorar». Su padre no dice nada.

Se ve conduciendo su coche. Una carretera que le es familiar, en los Catskills. Un ciervo cruzando delante de él, una hembra que pasa al campo del otro lado. Y luego el cervato siguiendo a la madre, inesperadamente. El golpe. Imagen del cuerpo retorcido, la madre mirando atrás, esperando en el campo.

Danny en el suelo, el BMW rojo alejándose mientras acelera. La paloma a la que seguía en la calle se aleja volando. Solo tenía cuatro años.

Música de Nino Rota. Conmovedora, irónica, vertiginosa. Como un circo triste. Sonya Reynolds bailando lentamente. Las hojas del otoño cayendo.

Voces.

—¿Puede oírnos?

—Es posible. El escáner cerebral de ayer muestra actividad significativa en todos los centros sensoriales.

—¿Significativa? Pero…

—Los patrones parecen erráticos.

—¿Qué significa?

—Su cerebro muestra indicios de función normal, pero viene y va, y hay algunos indicios de cambios sensoriales, que podrían ser temporales. Es un poco como ciertas experiencias con drogas, alucinógenos, donde los sonidos se ven y los colores se oyen.

—¿Y el pronóstico para esto es…?

—Señora Gurney, con las heridas traumáticas en el cerebro…

—Lo sé, no lo saben, pero ¿qué opina?

—No me sorprendería que se recuperara por completo. He visto casos en los que una repentina remisión espontánea…

—¿Y no le sorprendería que no se recuperara?

—A su marido le dispararon en la cabeza. Es extraordinario que esté vivo.

—Sí. Gracias. Entiendo. Podría ponerse mejor. O podría ponerse peor. Y no tienen ni idea, ¿no?

—Estamos haciendo todo lo posible. Cuando la inflamación del cerebro remita, veremos las cosas más claras.

—¿Está segura de que no siente dolor?

—No siente dolor.

Cielo.

Calor y frío lo bañan como el flujo y reflujo de una ola o una brisa cambiante de verano.

Ahora el frío tiene el aroma del rocío en la hierba y la calidez y el sutil aroma de los tulipanes al sol.

La frialdad era la frialdad de su sábana; la calidez, el calor de las voces de las mujeres.

Calor y frío se combinaban en la suave presión de unos labios contra su frente. Una maravillosa dulzura y suavidad.

Juicio.

Tribunal Penal del Condado de Nueva York. Una sala inhóspita, deprimente, gris. El juez es la viva imagen del agotamiento, el cinismo y la sordera.

—Detective Gurney, las acusaciones son muchas, ¿cómo se declara?

No puede hablar, no es capaz de responder, ni siquiera puede moverse.

—¿El acusado está presente?

—¡No! —grita un coro de voces al mismo tiempo.

Una paloma se levanta del suelo y desaparece en el aire cargado de humo.

Él quiere hablar, lo intenta, pretende demostrar que está ahí, pero no puede hablar, no es capaz de articular palabra ni mover un dedo. Se tensa para forzar una sílaba, aunque sea un grito ahogado desde su garganta.

La habitación está en llamas. La toga del juez está ardiendo. Este anuncia, resollando: «El acusado queda confinado durante un periodo indefinido allí donde está, y dicho lugar se reducirá en tamaño hasta el momento en que el acusado esté muerto o loco».

Infierno.

Está de pie en una habitación sin ventanas, impregnada de un olor rancio y con una cama sin hacer. Busca la puerta, pero esta únicamente da a un armario de solo unos centímetros de profundidad, un armario con una pared de cemento. Tiene problemas para respirar. Golpea en las paredes, pero su golpe no es un golpe, es un destello de fuego y humo. Entonces, al lado de la cama, ve una rendija en la pared, y en esta, dos ojos que lo miran.

Luego está en el espacio de detrás de la pared, el espacio desde el que los ojos lo estaban mirando, pero la rendija ha desaparecido y el espacio está oscuro por completo. Trata de calmarse. Intenta respirar despacio, acompasadamente. Trata de moverse, pero el espacio es demasiado pequeño. No puede levantar los brazos, no puede doblar las rodillas. Y cae de lado e impacta contra el suelo, pero el impacto no es un impacto, sino un grito. No puede mover el brazo de debajo de su cuerpo, no puede levantarse. El espacio es más estrecho allí, nada se moverá. Un terror acelerado hace casi imposible respirar. Si al menos pudiera producir un sonido, hablar, llorar.

A lo lejos los coyotes empiezan a aullar.

Vida.

—¿Está seguro de que puede oírme? —La voz era pura esperanza.

—Lo que puedo decirle a ciencia cierta es que el patrón de actividad que veo en el escáner es coherente con actividad neuronal en el oído. —La voz era fría como una hoja de papel.

—¿Es posible que esté paralizado? —La voz estaba al borde de la oscuridad.

—El centro motor no quedó directamente afectado, por lo que hemos podido ver. No obstante, en las heridas de este tipo…

—Sí, lo sé.

—Muy bien, señora Gurney. La dejo con él.

—¿David? —dijo ella en voz baja.

Él todavía no podía moverse, pero el pánico se estaba evaporando, diluido de algún modo y dispersado por el sonido de la voz de la mujer. El espacio que lo contenía, fuera cual fuese, ya no lo aplastaba.

Conocía la voz de la mujer.

Con su voz llegó la imagen de su cara.

Él abrió los ojos. Al principio no vio nada más que luz.

Entonces la vio a ella.

Ella lo estaba mirando, sonriendo.

Trató de moverse, pero no se movió nada.

—Estás escayolado —dijo—. Cálmate.

De repente, recordó cómo se precipitó por la sala hacia Giotto Skard, el primer disparo ensordecedor.

—¿Jack está bien? —preguntó en un susurro áspero.

—Sí.

—¿Tú estás bien?

—Sí.

Las lágrimas le llenaron los ojos, desdibujando la cara de ella.

Al cabo de un rato su recuerdo se expandió hacia atrás.

—¿El fuego…?

—Todos salieron.

—Ah. Bien. Bien. ¿Jack encontró el…? —No podía recordar la palabra.

—El mando a distancia, sí. Tú le recordaste que mirara en el bolsillo de Ashton. —Prorrumpió en una extraña risita, como si sorbiera o se atragantara.

—¿A qué viene eso?

—Solo se me había pasado por la cabeza que «el mando está en el bolsillo de Ashton» podrían haber sido tus últimas palabras.

Él empezó a reír, pero inmediatamente gritó por el dolor en el pecho, luego empezó a reír otra vez y gritó de nuevo.

—Oh, Dios, no, no, no me hagas reír. —Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. El pecho le dolía horrores. Se estaba agotando.

Ella se inclinó hacia él y le limpió los ojos con un pañuelo de papel arrugado.

—¿Qué hay de Skard? —preguntó él ya con voz apenas audible.

—¿Giotto? Lo dejaste tan mal como él a ti.

—¿Escaleras?

—Oh, sí. Es probable que sea la primera vez que un hombre tira a otro por las escaleras después de que le hayan disparado tres veces.

Había mucho en la voz de ella, muchas emociones en conflicto, pero él detectó en esa rica mezcla un elemento de orgullo inocente. Le hizo reír. Las lágrimas volvieron a caer.

—Ahora descansa —dijo ella—. La gente va a hacer cola para hablar contigo. Hardwick le contó a todo el mundo en el DIC lo que ocurrió, y todo lo que descubriste sobre quién era quién y qué era qué, y dijo que eras un héroe increíble, y habló de cuántas vidas habías salvado, pero están ansiosos de oírlo de tu boca.

Él no dijo nada durante un rato, tratando de llegar lo más lejos que su memoria podía llevarle.

—¿Cuándo hablaste con ellos?

—Hoy hace dos semanas.

—No, me refiero a… ese asunto de los Skard y el fuego.

—Hoy hace dos semanas. El día que ocurrió, el día que volví de Nueva Jersey.

—Dios mío, ¿estás diciendo…?

—Has estado un poco ausente. —Hizo una pausa, sus ojos se llenaron de repente de lágrimas, su respiración empezó a convertirse en jadeos—. Casi te pierdo —dijo, y al decirlo, algo salvaje y desesperado se extendió en su rostro, algo que él nunca había visto antes.