Una vez que pasaron la salida de Higgles Road, el GPS de Gurney indicó que llegarían a Mapleshade al cabo de otros catorce minutos. Habían elegido el conservador Outback verde de Gurney, que parecía más apropiado que el GTO rojo de Hardwick, con su ruidoso tubo de escape y su aspecto de coche trucado. El calabobos se había convertido en una lluvia más intensa. Gurney aceleró la velocidad del limpiaparabrisas. Semanas antes, una de las escobillas había empezado a chirriar. Necesitaba cambiarla.
—¿Cómo imaginas a este tipo al que hemos estado llamando Héctor Flores? —preguntó Hardwick.
—¿Te refieres a su cara?
—Todo él. ¿Cómo te lo imaginas?
—Me lo imagino de pie desnudo en una posición de yoga en el pabellón del jardín de Scott Ashton.
—¿Te das cuenta? —dijo Hardwick—. ¿Has leído eso en los resúmenes de las entrevistas? Pero ahora te lo estás imaginando tan vívidamente como si lo estuvieras viendo.
Gurney se encogió de hombros.
—Hacemos eso todo el tiempo. Nuestras mentes no solo conectan los puntos, sino que crean nuevos puntos donde no los había. Como has dicho, Jack, tendemos a amar las historias, la coherencia. —Al cabo de un momento se le ocurrió una idea que en apariencia no estaba relacionada—. ¿La sangre aún estaba húmeda?
Hardwick pestañeó.
—¿Qué sangre?
—La sangre del machete. La sangre que hace un minuto me has dicho que no podía proceder directamente de la escena del crimen, porque el machete no era el arma del crimen.
—Por supuesto que estaba húmeda. O sea… parecía húmeda. Déjame pensar un segundo. La parte que vi parecía húmeda, pero tenía tierra y hojas pegadas.
—¡Dios! —exclamó Gurney—. Esa podría ser la razón…
—¿La razón de qué?
—La razón por la que Flores lo enterró a medias. Enterró el filo. Bajo una capa de hojas y tierra húmeda.
—¿Para que la sangre no se secara?
—O para que no se oxidara de manera notablemente diferente de la sangre que había en torno al cadáver de la cabaña. La cuestión es que si la sangre del machete parecía estar en un estado más avanzado de oxidación que la del vestido de novia de Jillian, eso es algo en lo que tú o los técnicos os habríais fijado. Si la sangre del machete era más vieja que la sangre en torno a la víctima…
—Habríamos sabido que no era el arma del crimen.
—Exactamente. Pero el suelo húmedo en la hoja habría reducido el secado de la sangre, y habría oscurecido cualquier oxidación observable por una diferencia de color respecto a la sangre hallada en la cabaña.
—Y tampoco es algo en lo que el laboratorio habría reparado —dijo Hardwick.
—Por supuesto que no. El análisis de la sangre no se habría hecho hasta el día siguiente como muy pronto y, para entonces, una diferencia de una hora o dos en el tiempo de origen de las dos muestras habría resultado indetectable, salvo que se realizaran pruebas sofisticadas para examinar ese factor en concreto. Pero a menos que tú o el forense lo hubierais advertido, no había ninguna razón para hacerlo.
Hardwick estaba asintiendo poco a poco, con mirada penetrante y reflexiva.
—Eso pone en entredicho algunas de las suposiciones de las que hemos partido, pero ¿adónde nos lleva?
—Buena pregunta —dijo Gurney—. Quizás es solo una indicación más de que todas las hipótesis iniciales de este caso eran erróneas.
La eficiente voz femenina del GPS lo instó a continuar un kilómetro más en línea recta y luego girar a la izquierda.
El giro estaba señalado por un sencillo cartel en blanco y negro en un poste de madera negra: CAMINO PARTICULAR. El sendero estrecho pero bien asfaltado pasaba a través de una pineda con ramas que colgaban desde ambos lados, lo cual creaba la sensación de un túnel excavado en la vegetación. A unos ochocientos metros de esta inacabable pérgola natural, pasaron a través de una verja abierta en una alambrada y se detuvieron ante una barrera que estaba bajada. Junto a ella había una bonita cabina de cedro. En la pared que Gurney tenía delante, en un elegante cartel en azul y dorado se leía: ACADEMIA RESIDENCIAL MAPLESHADE. SOLO VISITAS CONCERTADAS. Un hombre de constitución gruesa y cabello gris salió de detrás de la cabina. Sus pantalones negros y su camisa gris daban la impresión de formar parte de una suerte de uniforme. Tenía la mirada neutra y apreciativa de un policía retirado. Sonrió con educación.
—¿Puedo ayudarles?
—Dave Gurney e investigador jefe Jack Hardwick, de la Policía del estado de Nueva York. Hemos venido a ver al doctor Ashton.
Hardwick sacó su cartera y extendió su placa del DIC hacia la ventana de Gurney.
El vigilante examinó las credenciales con atención y puso cara avinagrada.
—Muy bien, quédense aquí mientras llamo al doctor Ashton. —Con la mirada fija en los visitantes, el hombre marcó un código en su teléfono y empezó a hablar—. Señor, el detective Hardwick y el señor Gurney están aquí para verle. —Una pausa—. Sí, señor, aquí mismo. —El vigilante les lanzó una mirada nerviosa y habló al teléfono—. No, señor, no hay nadie más con ellos… Sí, señor, por supuesto. —El vigilante le pasó el teléfono a Gurney, quien se llevó el receptor al oído.
Era Ashton.
—Detective, me temo que me pilla en medio de algo. No estoy seguro de que pueda verle…
—Solo necesitamos hacerle unas cuantas preguntas, doctor. Y quizás alguien del personal pueda mostrarnos después las instalaciones. Solo queremos hacernos una idea de cómo es el lugar.
Ashton suspiró.
—Muy bien. Sacaré unos minutos para ustedes. Alguien irá a buscarles enseguida. Por favor, páseme otra vez al vigilante de seguridad.
Después de confirmar la autorización de Ashton, el vigilante señaló una pequeña zona de grava que se extendía justo después de la cabina.
—Aparquen aquí. No pasan coches más allá de este punto. Esperen a su acompañante.
La barrera se levantó al cabo de un momento y Gurney cruzó hasta la pequeña zona de aparcamiento. Desde esa posición podía ver una extensión más larga de la valla que la que se veía al acercarse. Le sorprendió observar que, salvo la porción contigua al camino y la cabina, la valla estaba coronada por alambre de espino.
Hardwick también se había fijado.
—¿Crees que es para que las chicas no salgan o para que no entren los chicos del pueblo?
—No había pensado en los chicos —dijo Gurney—, pero puede que tengas razón. Una escuela secundaria llena de jovencitas obsesas sexuales, aunque sus obsesiones sean infernales, podría ser todo un imán.
—Quieres decir sobre todo si son infernales. Cuanto más calientes, mejor —contestó Hardwick, saliendo del coche—. Vamos a charlar con el tipo de la verja.
El vigilante, todavía de pie delante de su cabina, les dedicó una mirada de curiosidad, más amistosa ahora que habían aprobado su entrada.
—¿Es sobre la joven que trabajaba aquí?
—¿La conocía? —preguntó Hardwick.
—No, pero sabía quién era. Trabajaba para el doctor Ashton.
—¿Lo conoce?
—Más de verlo que de hablar con él. Es un poco, ¿cómo lo diría?, ¿distante?
—¿Estirado?
—Sí, diría que es estirado.
—¿Así que no es el hombre con el que trata?
—No. Ashton no se relaciona con nadie. Un poco demasiado importante, ¿sabe lo que quiero decir? La mayoría del personal de aquí trata con el doctor Lazarus.
Gurney detectó un desagrado no demasiado disimulado en la voz del vigilante. Esperó a que Hardwick lo explotara. Cuando no lo hizo, Gurney preguntó:
—¿Qué clase de persona es Lazarus?
El vigilante vaciló, parecía estar buscando una forma de explicar algo sin decir nada que pudiera ponerlo en peligro.
—He oído que no es un hombre de sonrisa fácil —dijo Gurney, recordando la descripción poco halagüeña de Simon Kale.
Aquel empujoncito bastó para abrir una grieta en la pared.
—¿Sonrisa fácil? Dios, no. Bueno, no pasa nada, supongo, pero…
—Pero ¿no es demasiado agradable? —soltó Gurney.
—Es solo que, no lo sé, es como que está en su propio mundo. A veces estás hablando con él y tienes la sensación de que el noventa por ciento de él está en alguna otra parte. Recuerdo una vez… —Dejó la frase a medias al oír el sonido de neumáticos rodando lentamente en la grava.
Todos miraron hacia la pequeña zona de aparcamiento y al monovolumen azul oscuro que estaba deteniéndose junto al coche de Gurney.
—Aquí lo tienen —dijo el vigilante entre dientes.
El hombre que salió del monovolumen tenía una edad indeterminada, pero distaba mucho de ser joven, con rasgos regulares que hacían que su rostro pareciera más artificial que atractivo. Su cabello era tan negro que solo podía ser teñido; el contraste con su piel pálida era asombroso. Señaló la puerta de atrás del monovolumen.
—Por favor, pasen, agentes —dijo al tiempo que subía al asiento del conductor. Su intento de sonrisa, si se trataba de eso, parecía la expresión tensa de un hombre al que la luz del día le resulta desagradable.
Gurney y Hardwick entraron detrás de él.
Lazarus conducía despacio, mirando con intensidad al suelo que tenía delante. Después de unos cientos de metros, trazaron una curva; los pinos dieron paso a una especie de parque de hierba cortada y arces espaciados. El sendero se enderezaba en una alameda clásica, al final de la cual se alzaba una mansión victoriana neogótica con varias edificaciones más pequeñas de diseño similar a ambos lados. Delante de la mansión, el camino se bifurcaba. Lazarus tomó el de la derecha, lo cual los llevó en torno a unos arbustos ornamentales hasta la parte posterior del edificio. Allí el camino bifurcado volvía a unirse en una segunda alameda que continuaba, sorprendentemente, hasta una gran capilla de granito oscuro. Sus ventanas estrechas de vidrio tintado podrían en un día más alegre haber dado la impresión de lápices rojos de tres metros de alto, pero en ese momento a Gurney le parecieron cuchilladas sangrientas en la piedra gris.
—¿La escuela tiene su propia iglesia? —preguntó Hardwick.
—No. Ya no es una iglesia. La desacralizaron hace mucho tiempo. Lástima, en cierto sentido —añadió con un toque de esa desconexión que había descrito el guardia.
—¿Por qué? —preguntó Hardwick.
Lazarus respondió despacio.
—Las iglesias tratan del bien y del mal. Del crimen y del castigo. —Se encogió de hombros. Aparcó delante de la capilla y apagó el motor—. Pero iglesia o no iglesia, todos pagamos por nuestros pecados de una manera o de otra, ¿no?
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Hardwick.
—Dentro.
Gurney levantó la mirada al imponente edificio, cuya fachada de piedra tenía el color de sombras oscuras.
—¿El doctor Ashton está ahí? —Gurney señaló la puerta en arco de la capilla.
—Les acompañaré. —Lazarus bajó del monovolumen.
Hardwick y Gurney lo siguieron por los escalones de granito y a través de la puerta a un amplio vestíbulo tenuemente iluminado, cuyo olor a Gurney le recordó la parroquia del Bronx de su infancia: una combinación de mampostería, madera vieja y el hollín arcaico de cabos de vela quemados. Era un olor con un extraño poder para transportarlo, que le hacía sentir la necesidad de susurrar, de pisar sin hacer ruido. Se oía un murmullo bajo de numerosas voces, procedente de detrás de un par de pesadas puertas de roble que presumiblemente conducían al espacio principal de la capilla.
Por encima de las puertas, grabadas en un ancho dintel de piedra, se leían las palabras PUERTA DEL CIELO.
Gurney hizo un gesto hacia las puertas.
—¿El doctor Ashton está ahí dentro?
—No. Las chicas están ahí dentro. Calmándose. Todas están un poco volubles hoy, agitadas por la noticia de la joven Liston. El doctor Ashton está en la galería del órgano.
—¿La galería del órgano?
—Es lo que era. Ahora está reconvertida, por supuesto. En una oficina. —Señaló una entrada estrecha al fondo del vestíbulo, que conducía a los pies de una escalera oscura—. Es la puerta que está en lo alto de esas escaleras.
Gurney sintió un escalofrío. No estaba seguro de si se debía a la temperatura natural del granito o a algo en los ojos de Lazarus, que estaba seguro de que seguían fijos en ellos mientras él y Hardwick subían los misteriosos escalones de piedra.