70

Después de un modesto desayuno de dos huevos con dos rebanadas de pan blanco tostado, Gurney decidió sumergirse una vez más, por tedioso que fuera, en los hechos originales del caso.

Extendió los fragmentos del expediente en la mesa del comedor y, con un gesto de contrariedad, alcanzó el documento con el que había tenido más dificultad en concentrarse cuando lo había repasado todo originalmente. Era un listado de cincuenta y siete páginas de los cientos de páginas que Jillian había visitado en Internet y de los centenares de términos de búsqueda que había introducido en los navegadores de su teléfono móvil y su portátil durante los últimos seis meses de su vida, sobre todo relacionados con destinos de viajes elegantes, hoteles carísimos, coches, joyas.

No obstante, después de que el DIC adquiriera esos datos del ordenador personal y la web, no se había llevado a cabo ningún análisis. Gurney sospechaba que era otro elemento de la investigación que había desaparecido en la grieta que separaba la dirección de Hardwick de la de Blatt. La única indicación de que alguien además de él lo hubiera visto era una anotación manuscrita en la primera página: «Absoluta pérdida de tiempo y de recursos».

De manera perversa, la sospecha de Gurney de que el comentario era del capitán había hecho que prestara aún más atención a cada una de las líneas de esas cincuenta y siete páginas. Y sin eso, podría haber pasado por alto una palabra de cinco letras en la mitad de la página treinta y siete.

Skard.

Surgía otra vez en la siguiente página y, unas páginas más tarde, aparecía en una búsqueda combinada con Cerdeña.

Aquel hallazgo lo animó a seguir buscando. Al acabar repasó otra vez las cincuenta y siete páginas. Fue entonces cuando hizo su segundo descubrimiento.

Las marcas de coches caros que estaban esparcidas entre los términos de búsqueda —marcas que a primera vista se habían mezclado en su mente con nombres de centros turísticos exclusivos, boutiques y joyerías en la imagen general de lujo— ahora formaban un patrón especial.

Se dio cuenta de que eran las mismas marcas que habían sido objeto de discusión entre las chicas desaparecidas y los padres de estas.

¿Podía ser una coincidencia?

¿Qué demonios tramaba Jillian?

¿Qué era lo que necesitaba saber de esos coches y por qué? Más importante, ¿qué estaba tratando de descubrir de la familia Skard?

¿Cómo había sabido de su existencia?

¿Y qué clase de relación tenía con el hombre al que ella conocía como Héctor Flores?

¿Era negocio o placer? ¿O algo mucho más retorcido?

Una mirada rápida a las URL de los automóviles reveló que se trataba de webs de marcas que proporcionaban información de modelo, características y precio de los vehículos.

El término de búsqueda «Skard» llevó a una web con información sobre una pequeña ciudad de Noruega, así como a varios otros sitios sin ninguna relación con la familia sarda del crimen organizado. Aquello significaba que Jillian ya había conocido por otra vía la existencia de la familia, o al menos del apellido, y la búsqueda en Internet era un intento de descubrir más.

Gurney volvió a la lista maestra y se fijó en las fechas de las búsquedas de Skard y de los coches. Descubrió que Jillian había visitado páginas de coches meses antes de buscar el nombre de Skard. De hecho, las búsquedas de automóviles se remontaban al inicio del periodo de seis meses documentado, y Gurney se preguntó cuánto tiempo llevaba ella buscando esa clase de datos. Tomó nota para sugerir al DIC que consiguiera una orden de registro de las búsquedas realizadas por Jillian, y que esta se remontara al menos dos años.

Gurney miró por la ventana al paisaje húmedo. Un escenario intrigante, complicado, estaba empezando a cobrar forma, y allí Jillian podría haber desempeñado un papel mucho más activo…

Un rumor grave procedente del camino de debajo del granero interrumpió sus pensamientos. Fue a la ventana de la cocina, que le ofrecía la vista más amplia en esa dirección, y se fijó en que el coche de la Policía se había ido. Miró el reloj y se dio cuenta de que el tiempo bajo protección de cuarenta y ocho horas había expirado. No obstante, otro vehículo, la fuente del ronco ruido de motor, ahora mucho más audible, apareció en el punto donde el camino rural se fundía con el sendero de Gurney.

Era un Pontiac GTO rojo, un clásico de los años setenta. Solo conocía a una persona que tuviera aquel coche: Jack Hardwick. El hecho de que condujera el GTO en lugar de un Crown Victoria negro le indicó que no estaba de servicio.

Gurney fue a la puerta lateral y esperó. Hardwick emergió del auto con vaqueros azules y una camiseta debajo de una chaqueta de motorista bien gastada: un tipo duro retro saliendo de una máquina del tiempo.

—Menuda sorpresa —dijo Gurney.

—Solo he pensado en pasar por aquí, para asegurarme de que no te regalaban ninguna muñeca más.

—Muy sensato; entra.

Dentro, Hardwick no dijo nada, solo dejó que su mirada vagara por la sala.

—Has conducido mucho bajo la lluvia —dijo Gurney.

—Ha parado de llover hace una hora.

—Vaya, supongo que no me he fijado.

—Da la impresión de que tienes la mente en otro planeta.

—Pues así será —dijo Gurney con más brusquedad de la que pretendía.

Hardwick no mostró reacción alguna.

—¿Esa estufa ahorra dinero?

—¿Qué?

—Esa estufa, ¿te ahorra dinero en calefacción?

—¿Y yo qué demonios sé? ¿A qué has venido, Jack?

—¿Un hombre no puede venir a ver a un amigo? ¿Solo para charlar?

—Ninguno de los dos somos de los que se pasan por casa de nadie. Y ninguno de los dos tiene intención de charlar. Así que, dime, ¿a qué has venido?

—El señor quiere ir al grano. Vale, eso lo respeto. Sin pérdidas de tiempo. ¿Qué te parece si preparas café y me ofreces un asiento?

—Bien —dijo Gurney—. Haré café. Siéntate donde quieras.

Hardwick caminó hasta el fondo de la gran sala y estudió la piedra grabada de la vieja chimenea. Gurney enchufó la cafetera y empezó a preparar el café.

Al cabo de unos minutos estaban sentados uno frente al otro en los dos sillones que estaban situados junto al hogar.

—No está mal —dijo Hardwick después de probar el café.

—No, la verdad es que es muy bueno. ¿Qué demonios quieres, Jack?

Dio otro sorbo antes de responder.

—Pensaba que quizá podríamos intercambiar información.

—No creo que tenga nada que merezca la pena intercambiar.

—Oh, sí que lo tienes. Eso no lo dudo. ¿Qué te parece? Tú me cuentas y yo te cuento.

Gurney sintió una inyección de rabia.

—Vale, Jack. ¿Por qué no? Empieza tú.

—He vuelto a hablar con mis amigos de la Interpol. Los he apretado un poco con esa cuestión del Sandy’s Den. ¿Y sabes qué? Él también lo llamaba Allessandro’s Den. En ocasiones una cosa y en ocasiones la otra. ¿Te sorprende?

—¿Cómo iba a sorprenderme?

—La última vez que hablamos estabas casi seguro de que era todo una coincidencia. ¿Ya no piensas eso?

—Supongo que no. No creo que haya tantos Allessandro en el negocio de las fotos de ese tipo, eróticas.

—Exacto. Así que conseguiste tu copita de absenta de Saul Steck, que resulta que trabaja bajo el nombre de Allessandro para Karmala Fashion, haciendo fotos de chicas de Mapleshade que poco después desaparecen. Y ahora, campeón, cuéntame: ¿qué demonios tramas? Y por cierto, mientras me explicas eso, ¿qué te parece si me cuentas la razón por la que pusiste esa cara ayer, cuando estabas mirando por encima del hombro de Holdenfield el anuncio de Karmala?

Gurney se recostó en su sillón, cerró los ojos y se llevó lentamente la taza de café a los labios. Sabía mejor que ningún otro café que hubiera probado desde hacía mucho tiempo. Tomó unos pocos sorbos más antes de abrir los ojos. Todavía sosteniendo la taza delante de la boca, miró a Hardwick. El hombre estaba en una posición idéntica, con la taza levantada, mirando a Gurney. Ambos se rieron a la vez y bajaron las tazas a los reposabrazos de sus sillones.

—Bueno —empezó Gurney—, cuando todo lo demás falla, en ocasiones incluso los perversos han de caer en la sinceridad como única salida.

Dejando a un lado las consecuencias que su relato pudiera acarrear, Gurney continuó contándole a Hardwick la historia completa de Sonya, las fotos artísticas, Jykynstyl y el Rohipnol, incluidos los posteriores mensajes de texto y que había reconocido la habitación de la casa de arenisca en los anuncios de Karmala. Cuando llegó al final, descubrió que el café se le había enfriado, pero aún estaba bueno, así que se lo terminó.

—Cielo santo —dijo Hardwick—, ¿te das cuenta de lo que me has hecho?

—¿A ti?

—Al contarme esto me has colocado en la misma situación de mierda en la que estás tú.

Gurney sintió una inmensa sensación de alivio, pero no creyó que fuera buena idea decirlo. En cambio soltó:

—Entonces, ¿qué crees que deberíamos hacer?

—¿Qué creo yo? Tú eres el puto genio que no ha entregado pruebas significativas de una investigación criminal, lo cual en sí es un delito. Y contándome estas cosas me has colocado en la posición de (¿sabes qué?) ocultar pruebas significativas nuevas en una investigación criminal, lo cual es un delito. A menos, por supuesto, que vaya de inmediato a ver a Rodriguez y te cuelgue de las pelotas. Dios, Gurney. Ahora me preguntas qué pienso que hemos de hacer. Y no creas que no he caído en esa mierda de usar el plural que acabas de dejar caer. Tú eres el puto genio que ha creado este embrollo. ¿Qué piensas que hay que hacer?

Cuanto más agitado estaba Hardwick, más aliviado se sentía él, porque sabía, de un modo perverso, que eso significaba que aquel hombre estaba comprometido en no dar a conocer su confesión por el momento.

—Creo que hemos de resolver el caso —dijo Gurney con calma—, el embrollo se arreglará solo.

—Oh, mierda, claro. ¿Por qué no se me había ocurrido a mí? ¡Solo hay que resolver el caso! ¡Qué buena idea!

—Al menos vamos a hablarlo, Jack, a ver en qué estamos de acuerdo, en qué discrepamos, cuáles son las posibilidades que hay sobre la mesa. Podríamos estar más cerca de lo que pensamos de una solución. —En cuanto lo dijo se dio cuenta de que no se lo creía ni él, pero era imposible retroceder desde ese punto sin dar la impresión de que estaba perdiendo el juicio. Quizá lo estaba perdiendo.

Hardwick le dedicó una mirada de duda.

—Adelante, Sherlock. Soy todo oídos, dispara. Solo espero que esa droga amnésica no te friera el cerebro.

Lamentó que Hardwick hubiera dicho eso. Se sirvió otra taza de café y se volvió a sentar en el sillón.

—Muy bien, así es como yo lo imagino. Parece una hache.

—¿Qué parece una hache?

—La estructura de lo que está pasando. Tiendo a ver las cosas geométricamente. Una de las verticales de la hache es el negocio establecido de la familia Skard, sobre todo la venta a escala mundial de formas de gratificación sexual caras e ilegales. Según tu contacto en la Interpol, los Skard son una familia criminal cruel y depredadora. A través de Karmala, según Jordan Ballston, operan en los extremos más desagradables y más letalmente sadomasoquistas del negocio del sexo, vendiendo mujeres jóvenes que seleccionan con especial cuidado para psicópatas sexuales ricos.

Hardwick asintió.

—La otra vertical de la hache es el internado de Mapleshade. Ya sabes casi todo de eso, pero deja que me explique. Mapleshade trata a chicas con obsesiones y trastornos sexuales graves, obsesiones que originan una conducta imprudente y depredadora. En los últimos años se han estado concentrando en exclusiva en esa clientela y han ganado fama en el campo, debido a la enorme reputación académica de Scott Ashton. Es una estrella en ese mundillo de la psicopatología. Supongamos que los Skard descubren Mapleshade y ven su potencial.

—¿Su potencial para ellos?

—Exacto. Mapleshade proporcionaba una población concentrada de víctimas y perpetradoras de abusos sexuales «intensamente sexualizadas». Para los Skard sería (perdona por la comparación) como el mercado de carne para el gourmet supremo.

Los ojos pálidos de Hardwick parecían estar buscando posibles grietas en la lógica de Gurney. Al cabo de unos segundos dijo:

—Eso lo veo. ¿Cuál es el trazo horizontal de la hache?

—El trazo horizontal que conecta a los Skard con Mapleshade es el hombre que se hacía llamar Héctor Flores. Parecería que su vía de entrada en Mapleshade consistió en hacerse útil a Ashton, ganarse su confianza, ofrecerse a hacer pequeños trabajos en torno a la escuela.

—Pero recuerda que ninguna de las chicas desapareció mientras eran alumnas.

—No. Eso habría hecho saltar la alarma de inmediato. Hay una enorme diferencia entre una niña que desaparece de una escuela de secundaria y una mujer adulta que elige irse de casa. Supongo que se acercaba a chicas que estaban a punto de graduarse, las tanteaba, procedía con precaución, hacía ofertas específicas solo a las que iban a aceptar, luego les daba instrucciones sobre la forma de irse de casa sin levantar sospechas, quizás incluso se encargaba de su transporte. O puede que de eso se ocupara otra persona de la organización, tal vez la misma que elaboraba los vídeos de las mujeres jóvenes hablando de sus obsesiones sexuales.

—Ese sería tu colega, Saul Steck, alias Allessandro, alias Jykynstyl.

—Perfectamente posible —dijo Gurney sin hacer caso de la pulla de «colega».

—¿Cómo habría explicado Flores la necesidad de la discusión del coche?

—Podría haberles dicho que era una precaución necesaria, para asegurarse de que nadie lanzaba una búsqueda de personas desaparecidas y las encontraba con su nuevo benefactor, lo cual crearía cierto bochorno y arruinaría la operación.

Hardwick asintió.

—Así que Flores presenta la gran trampa a estas chicas chifladas como si dirigiera un gran servicio de citas, como una celestina demoniaca. Por supuesto, una vez que la joven entra en la casa del caballero, sin dejar ningún rastro de adónde ha ido, descubre que el acuerdo no es como lo imaginaba. Pero entonces es demasiado tarde para retroceder, pues el cabrón que las compró no tiene ninguna intención de dejarles ver otra vez la luz del día, lo cual ya les va bien a los Skard. Más que bien, si creemos la historia de Ballston sobre la guinda del pastel, el pacto entre caballeros para terminar el proceso con una delicada decapitación.

»Eso es el resumen —concluyó Gurney—. La teoría es que Héctor Flores, o Leonardo Skard, si esa es su verdadera identidad, era quien proporcionaba las chicas en esa clase de servicio de citas homicidas para peligrosos maniacos sexuales, algunos más peligrosos que otros. Por supuesto, es solo una teoría.

—No es mala —dijo Hardwick—, por el momento. Pero no explica por qué decapitaron a Jillian Perry el día de su boda.

—Creo que Jillian podría estar implicada con Héctor Flores y que podría haber averiguado en algún momento quién era en realidad, quizá que su verdadero apellido era Skard.

—¿Implicada con él? ¿Cómo?

—Quizás Héctor necesitaba una ayudante. Puede que Jillian fuera la primera a la que engañó cuando llegó a Mapleshade hace tres años, cuando ella todavía era estudiante allí. Tal vez le hizo algunas promesas. Puede que fuera su pequeño topo entre las otras estudiantes y que le ayudara secretamente a conseguir candidatas. Y quizá dejó de serle útil, o quizás estaba lo bastante loca para tratar de extorsionarle después de descubrir quién era. Su madre me dijo que le encantaba caminar al borde del precipicio, y no se puede estar más en el precipicio que amenazando a un miembro de la familia Skard.

Hardwick parecía incrédulo.

—¿Y por eso le cortó la cabeza el día de su boda?

—O el Día de la Madre, como ha señalado Becca.

—¿Becca? —Hardwick levantó una ceja en un gesto de lasciva ironía.

—No seas capullo —dijo Gurney.

—¿Y qué pasa con Savannah Liston? ¿Otro topo de Flores que dejó de ser útil?

—Es una hipótesis válida.

—Pensaba que era la que te había hablado la semana pasada de un par de chicas con las que no podía contactar. Si estaba trabajando para Flores, ¿por qué haría eso?

—Quizás él se lo dijo. Tal vez para darme la impresión de que podía confiar en ella. Él podría haberse dado cuenta de que la investigación iba a toda velocidad y que, por supuesto, eso significaba que íbamos a hablar con las exalumnas de Mapleshade. Así que solo era cuestión de tiempo (y no mucho tiempo) que encontrásemos un número significativo de esas graduadas ilocalizables. Podría haber dejado que Savannah me diera el dato un par de días antes de que lo descubriéramos nosotros para crear la impresión de que era una de las buenas.

—¿Crees que ella sabía…, que tanto ella como Jillian sabían…?

—¿Que sabían lo que estaba pasando con las chicas a las que ayudaban a reclutar? Lo dudo. Probablemente se tragaron el cuento de Héctor: que solo se trataba de presentar a chicas con intereses especiales a hombres con intereses especiales y ganar una buena comisión por sus esfuerzos. Por supuesto, no sé nada a ciencia cierta. Es posible que todo este caso sea una gran trampilla al Infierno y que no tenga ni la menor idea de lo que está pasando.

—Mierda, Gurney. Tu total falta de fe en tus propias teorías es alentadora. ¿Cuál sugieres que sea nuestro siguiente movimiento?

En ese momento sonó el móvil: salvado por la campana, pues no tenía una respuesta a esa pregunta.

Era Robin Wigg. Empezó, como de costumbre, sin ningún preámbulo.

—Tengo los resultados preliminares de los test de laboratorio de las botas que encontraron en la residencia de Liston. El capitán Rodriguez me ha autorizado a discutirlos con usted, porque se han realizado a petición suya. ¿Es un buen momento?

—Desde luego. ¿Qué ha encontrado?

—Mucho de lo que cabría esperar y algo inesperado. ¿Empiezo con eso? —Había algo en el tono de contralto de Wigg, calmado y profesional, que a Gurney siempre le había gustado. Fuera cual fuese el contenido de las palabras, el tono decía que el orden podía imperar sobre el caos.

—Por favor. Las soluciones suelen estar en las sorpresas.

—Sí, eso es cierto. La sorpresa es la presencia en las botas de una feromona en particular: metil p-hidroxibenzoato. ¿Sabe usted algo de esto?

—Me salté química en el instituto, así que será mejor que empiece por el principio.

—En realidad es muy sencillo. Las feromonas son secreciones glandulares que sirven para transmitir información de un animal a otro. Feromonas específicas segregadas por un animal en concreto pueden atraer, advertir, calmar o excitar a otro. El metil p-hidroxibenzoato es una potente feromona que atrae a los perros y se ha identificado en altas concentraciones en ambas botas.

—¿Y su efecto sería…?

—Cualquier perro, pero sobre todo uno rastreador, seguiría con facilidad y ansiedad un rastro creado por una persona que llevara esas botas.

—¿Cómo podría alguien tener acceso a ese material?

—Algunas feromonas caninas se comercializan para uso en refugios de animales y regímenes de modificación de conducta. Podrían haberlas adquirido de ese modo, o tal vez por un contacto directo con una perra en celo.

—Interesante. ¿Hay alguna manera accidental que se le ocurra para que una sustancia química así pueda acabar en las botas de alguien?

—¿En las cantidades en que se ha encontrado? A menos que haya una explosión en un centro de envasado de feromonas, no.

—Muy interesante. Gracias, sargento. Voy a ponerle a Jack Hardwick al teléfono. Le agradecería que le repitiera lo que me ha contado a mí, por si acaso tiene preguntas que yo no pueda responder.

Hardwick tenía una pregunta.

—Cuando te refieres a una feromona segregada por una perra en celo, te refieres a un olor sexual de hembra que ningún perro macho puede pasar por alto, ¿no?

Escuchó su breve respuesta, colgó y le devolvió el teléfono a Gurney con aspecto excitado.

—Cielo santo. El irresistible olor de una perra en celo. ¿Qué opinas de eso, Sherlock?

—Es obvio que Flores quería estar absolutamente seguro de que el perro de la brigada canina seguiría esa senda como una flecha. Puede que incluso hiciera una búsqueda por Internet y descubriera que todos los perros de la Policía del estado eran machos.

—Lo cual obviamente significa que quería que encontrásemos el machete.

—No hay duda al respecto —dijo Gurney—. Y quería que lo encontráramos deprisa. En ambos casos.

—Entonces, ¿qué sucede? Les corta la cabeza, se pone unas botas preparadas, se escabulle en el bosque, deja el machete, después vuelve a la escena del crimen, se quita las botas… y luego ¿qué?

—En el caso de Savannah, solo se aleja caminando o en coche, o como sea —dijo Gurney—. La situación de Jillian es la imposible.

—¿Por el problema del vídeo?

—Eso además de la cuestión de adónde podía haber ido después de volver a la cabaña.

—Además de la cuestión más básica. ¿Por qué molestarse en volver?

Gurney sonrió.

—Ese es el único elemento que creo que entiendo. Vuelve para dejar las botas a plena vista para que el perro esté excitado y vaya directamente al arma homicida.

—Lo cual nos lleva otra vez al gran porqué.

—También nos lleva una vez más al machete en sí. Escucha lo que te digo, Jack, descubre cómo llegó al lugar donde lo encontramos sin que nadie apareciera en el vídeo y todo lo demás encajará.

—¿De verdad crees eso?

—¿Tú no?

Hardwick se encogió de hombros.

—Algunas personas dicen: «Sigue el dinero». A ti, por otra parte, te gustan lo que llamas las discrepancias. Así que dices: «Sigue la pieza que no tiene sentido».

—¿Y tú qué dices?

—Yo digo: «Sigue lo que no deja de salir una y otra vez». En este caso lo que no deja de salir una y otra vez es el sexo. De hecho, hasta donde alcanzo a ver, todo en este caso de locos, de una manera o de otra, tiene que ver con el sexo. Edward Vallory. Tirana Zog. Jordan Ballston. Saul Steck. Toda la empresa criminal de Skard. La especialidad psiquiátrica de Scott Ashton. Las posibles fotografías que te tienen acojonado. Incluso el puto rastro que llevó hasta el machete resulta que está relacionado con el sexo: la abrumadora potencia sexual de una perra en celo. ¿Sabes lo que pienso, campeón? Creo que va siendo hora de que tú y yo visitemos el epicentro de este terremoto sexual: Mapleshade.