—Son las 14.03 del 20 de septiembre. Soy el teniente detective Darryl Becker del Departamento de Policía de Palm Beach. Conmigo en la sala de interrogatorios número uno están Jordan Ballston y su abogado, Stanford Mull. Este interrogatorio se está grabando. —Becker miró de la cámara a Ballston—. ¿Es usted Jordan Ballston de South Ocean Boulevard, Palm Beach?
Ballston respondió sin levantar la mirada de la mesa.
—Sí.
—¿Ha accedido después de consultar con su abogado a realizar una declaración completa y verdadera en relación con el asesinato de Melanie Strum?
Stanford Mull puso la mano en el antebrazo de Ballston.
—Jordan, debo…
—Sí —dijo Ballston.
Becker continuó.
—¿Está de acuerdo en responder completa y sinceramente a todas las preguntas que se le planteen en relación con este asunto?
—Sí.
—Por favor, describa con detalle cómo entró en contacto con Melanie Strum y todo lo que ocurrió a partir de entonces, incluido cómo la mató.
Mull parecía desesperado.
—Por el amor de Dios, Jordan…
Ballston levantó la cabeza por primera vez.
—¡Basta, Stan, basta! He tomado una decisión. No te vas a interponer. Solo quiero que seas consciente de todo lo que digo.
Mull negó con la cabeza.
Ballston pareció aliviado por el silencio de su abogado. Levantó la mirada a la cámara.
—¿Con cuánto público cuento?
Becker parecía enfadado.
—¿Importa?
—Las cosas más raras terminan en You Tube.
—Esto no.
—Lástima. —Ballston sonrió de un modo horripilante—. ¿Por dónde debería empezar?
—Por el principio.
—¿Se refiere a cuando vi a mi tío follándose a mi madre cuando tenía seis años?
Becker vaciló.
—¿Por qué no empieza por contarnos cómo conoció a Melanie Strum?
Ballston se recostó en la silla, dirigiendo su respuesta en un tono casi onírico a un punto situado en lo alto de la pared de detrás de Becker.
—Adquirí a Melanie a través del proceso especial de Karmala. El proceso implica un viaje enrevesado a través de una secuencia de portales. Cada uno de esos portales…
—Espere. Ha de explicar esto de manera clara. ¿Qué demonios es un portal?
Gurney quería pedirle a Becker que se relajara, que dejara hablar a Ballston, que hiciera las preguntas después. Pero decirle lo que tenía que hacer quizá derivara en su completo descarrilamiento.
—Estoy hablando de enlaces y pasajes entre páginas web. Páginas de Internet que ofrecen elecciones de otras páginas, salas de chat que llevan a otras salas de chat, siempre para explorar intereses más concretos y más intensos, y finalmente llevan a un mensaje de correo electrónico uno a uno, o a la correspondencia por mensajes de texto entre cliente y proveedor.
A Gurney el tono de profesor de Ballston le pareció surrealista, dado de lo que estaban hablando.
—¿Quiere decir que les decía qué clase de chica quería y que ellos se la entregaban?
—No, no, nada tan abrupto o crudo como eso. Como he dicho, el proceso de Karmala es especial. El precio es alto, pero la metodología es elegante. Una vez que la correspondencia se demostraba satisfactoria para ambas partes…
—¿Satisfactoria? ¿En qué sentido?
—En el sentido de la credibilidad. La gente de Karmala se convence de la seriedad de las intenciones del cliente, y el cliente se convence de la legitimidad de Karmala.
—¿Legitimidad?
—¿Qué? Ah, ya veo su problema. Me refiero a legitimidad en el sentido de ser quien dices ser y no, por ejemplo, el agente de alguna patética estafa.
Gurney estaba fascinado con la dinámica del interrogatorio. Ballston, que se estaba autoimplicando en un crimen capital por el cual esperaba recibir una pena no capital, parecía sentirse con el control gracias a su narración calmada. Becker, que era quien oficialmente estaba al mando, era el que estaba nervioso.
—De acuerdo —asintió Becker—, suponiendo que todos terminan satisfechos con la legitimidad de todos los demás, entonces, ¿qué?
—Entonces —dijo Ballston, haciendo una pausa dramática y mirando a Becker a los ojos por primera vez—, el toque elegante: los anuncios de Karmala en el dominical del Times.
—¿Cómo dice?
—Karmala Fashion. La ropa más cara del planeta: vestidos únicos, diseñados para ti, por cien mil dólares y más. Anuncios encantadores. Chicas encantadoras. Muy estimulante.
—¿Cuál es la relevancia de esos anuncios?
—Piénselo.
La siniestra amabilidad de Ballston estaba crispando a Becker.
—Mierda, Ballston, no tengo tiempo para juegos.
Ballston suspiró.
—Pensaba que era obvio, teniente. No era la ropa lo que se anunciaba. Eran las chicas.
—¿Me está diciendo que las chicas de los anuncios estaban en venta?
—Exacto.
Becker pestañeó, parecía no dar crédito a lo que oía.
—¿Por cien mil dólares?
—Y más.
—¿Y luego qué? ¿Enviaba un cheque de cien mil dólares y ellos le mandaban a la prostituta más cara del mundo por FedEx?
—No creo, teniente. No se pide un Rolls Royce por un anuncio en una revista.
—Entonces…, ¿qué? ¿Visitaba el concesionario de Karmala?
—En cierto modo, sí. El concesionario es, en realidad, una sala de proyecciones. Cada una de las chicas disponibles, incluida la que salía en el anuncio, se presentaba en su propio vídeo íntimo.
—¿Está hablando de películas porno individualizadas?
—Algo mucho mejor que eso. Karmala dirige el más sofisticado de los negocios. Estas chicas y sus presentaciones en vídeo son notoriamente inteligentes y maravillosamente sutiles, y están preseleccionadas con mucho cuidado, para que cumplan con las necesidades del cliente. —Ballston se pasó la punta de la lengua por el labio superior. Becker daba la impresión de que podría explotar en su silla—. Creo que lo que no está entendiendo, teniente, es que esas chicas tienen historias sexuales muy interesantes, son chicas con sus propios apetitos sexuales intensos. No hablamos de putas, teniente, hablamos de chicas muy especiales.
—¿Es eso lo que hace que valgan cien mil dólares?
Ballston suspiró con indulgencia.
—Y más.
Becker asintió con cara de no comprender. A Gurney le parecía que el hombre estaba perdido.
—Cien mil por… ¿sofisticación ninfomaníaca?
Ballston esbozó una sonrisa.
—Por ser exactamente lo que uno desea. Por ser el guante que enfunda la mano.
—Cuénteme más.
—Hay algunos vinos muy buenos a cincuenta dólares la botella, vinos que llegan al noventa por ciento de perfección. Una cifra mucho menor, a quinientos dólares la botella, logran el noventa y nueve por ciento de la perfección. Pero por ese uno por ciento de perfección absoluta, por eso pagarías cinco mil dólares la botella. Alguna gente es capaz de captar la diferencia. Algunos pueden.
—¡Maldita sea! Aquí estoy, miserable de mí, pensando que una puta cara es solo una puta cara.
—Para usted, teniente, estoy seguro de que es la verdad última.
Becker se puso rígido en su silla, con rostro inexpresivo. Gurney había visto esa mirada muchas veces en su vida profesional. Lo que seguía era normalmente desafortunado y en ocasiones suponía el fin de una carrera. Esperaba que la cámara y la presencia de Stanford Mull fueran eficaces elementos disuasorios.
En apariencia lo eran. Becker se relajó poco a poco, observó a su alrededor durante un minuto, mirando a todas partes, salvo a Ballston.
Gurney se preguntó cuál era el juego de aquel tipo. ¿Estaba tratando, de un modo calculado, de provocar una reacción violenta a cambio de obtener una ventaja legal? ¿O su condescendencia tranquila y relajada era un patético esfuerzo por demostrar su superioridad mientras su vida se derrumbaba?
Cuando, por fin, Becker habló, su voz parecía anormalmente tranquila.
—Hábleme de la sala de proyecciones, Jordan. —Articuló el nombre de una manera que sonó insultante de un modo extraño.
Si Ballston lo percibió de ese modo, no hizo caso.
—Pequeña, confortable, con una moqueta encantadora.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Cuando me recogieron en el aeropuerto de Newark, me llevaron con los ojos tapados, con una de esas máscaras para dormir que se ven en las viejas películas en blanco y negro. El chófer me dijo que me la pusiera y que no me la quitara hasta que me informaran de que estaba en la sala de proyecciones.
—¿Y no hizo trampas?
—Karmala no es una organización que permita que se hagan trampas.
Becker asintió, sonrió.
—¿Cree que Karmala podría considerar lo que nos está contando hoy como una forma de engaño?
—Me temo que sí —dijo Ballston.
—Así que veía esos vídeos y encontraba algo que le gustaba, y luego ¿qué?
—Aceptabas verbalmente los términos de la compra, volvías a colocarte la máscara y te devolvían al aeropuerto. Hacías una transferencia por el precio estipulado a una cuenta bancaria de las Islas Caimán y al cabo de unos días la chica de tus sueños llamaba a tu puerta.
—¿Y entonces?
—Y entonces lo que uno quería que ocurriera ocurría.
—Y la chica de sus sueños terminaba muerta.
—Por supuesto.
—¿Por supuesto?
—De eso trataba la transacción. ¿No lo sabía?
—¿Se trataba de matarlas?
—Las chicas que proporcionaba Karmala eran chicas muy malas. Habían hecho cosas terribles. En sus vídeos describían al detalle lo que habían hecho. Cosas increíblemente horrorosas.
Becker se echó un poco hacia atrás en la silla. Era evidente que la situación lo superaba. Incluso la cara de póquer de Stanford Mull había adoptado cierta rigidez. Sus reacciones parecieron dar energía a Ballston, devolverle la vitalidad. Sus pupilas brillaron.
—Cosas terribles que merecían castigos terribles.
Hubo una especie de pausa universal, quizá dos o tres segundos en los cuales pareció que nadie en el sala de interrogatorios de Palm Beach ni en la sala de teleconferencias del DIC estaba respirando.
Darryl Becker rompió el hechizo con una pregunta práctica en un tono rutinario.
—Dejemos esto perfectamente claro. ¿Usted mató a Melanie Strum?
—Así es.
—¿Y Karmala le envió otras chicas?
—Exacto.
—¿Cuántas más?
—Dos.
—¿Cuánto sabía de ellas?
—Sobre los detalles aburridos de sus existencias cotidianas, nada. Sobre sus pasiones y sus transgresiones, todo.
—¿Sabe de dónde venían?
—No.
—¿Sabe cómo las reclutaba Karmala?
—No.
—¿Alguna vez trató de averiguarlo?
—Se especificaba que eso no podía hacerse.
Becker se apartó de la mesa y estudió el rostro de Ballston.
Mientras Gurney miraba a Becker en la pantalla, le pareció que el hombre estaba estancado, abrumado por la situación, tratando de averiguar adónde ir con la siguiente pregunta.
Gurney se volvió hacia Rodriguez. El capitán parecía tan desconcertado como Darryl Becker por las revelaciones y la despreocupación de Ballston.
—¿Señor?
Al principio Rodriguez pareció no escucharle.
—Señor, me gustaría enviar una petición a Palm Beach.
—¿Qué clase de petición?
—Quiero que Becker le pregunte a Ballston por qué le cortó la cabeza a Melanie.
El rostro del capitán se contorsionó en un gesto de repulsión.
—Obviamente porque es un loco enfermo, sádico y asesino.
—Creo que sería útil plantear la pregunta.
Rodriguez parecía molesto por las palabras que salieron de su propia boca.
—¿Qué más podría ser, salvo parte de su asqueroso ritual?
—¿Como cortar la cabeza de Jillian formaba parte del ritual de Héctor?
—¿Qué quiere decir?
El tono de Gurney se endureció.
—Es una pregunta simple y hay que plantearla. Nos estamos quedando sin tiempo.
Sabía que las horrendas dificultades de Rodriguez con su hija adicta al crac estaban comprometiendo su capacidad para tratar directamente con un caso que le resultaba tan cercano, pero eso ya no le preocupaba.
La cara de Rodriguez se puso colorada, un efecto aumentado por el contraste con su cuello blanco y su cabello teñido de negro. Al cabo de un momento, se volvió hacia Wigg con un aire de rendición.
—El señor tiene una pregunta, ¿por qué Ballston le cortó la cabeza? Mándelo.
Los dedos de Wigg se movieron con rapidez en el teclado.
En el monitor de teleconferencia, se veía a Becker presionando a Ballston, insistiendo en preguntarle de dónde sacaba las chicas Karmala. Ballston continuaba reiterando que no sabía nada de todo eso.
Becker parecía estar considerando cómo sacarle la respuesta cuando su atención se centró en el portátil, aparentemente en la pregunta que Wigg acababa de transmitir. Levantó la cabeza a la cámara y asintió antes de cambiar de tema.
—Así pues, Jordan, cuénteme… ¿por qué lo hizo?
—¿Qué?
—Matar a Melanie Strum de esa manera en particular.
—Me temo que es una cuestión privada.
—Privada, un cuerno. El trato es que nosotros hacemos preguntas y usted las responde.
—Bueno… —La bravuconería de Ballston estaba languideciendo—. Diría que era en parte una preferencia personal y… —Por primera vez en el interrogatorio pareció un poco ansioso—. He de preguntarle algo, teniente. ¿Se refiere a… todo el proceso… o solo a la eliminación de la cabeza?
Becker vaciló. El tono banal que había adquirido la conversación parecía estar retorciéndole la mano con la que se aferraba a la realidad.
—Por ahora, digamos que nos preocupa sobre todo la eliminación de la cabeza.
—Ya veo. Bueno, lo de cortarle la cabeza digamos que fue una cortesía.
—¿Que fue qué?
—Una cortesía. Un pacto entre caballeros.
—¿Un pacto…?
Ballston negó con desesperación, como el sofisticado tutor de un estudiante estúpido.
—Creo que ya he explicado el acuerdo básico y el compromiso de Karmala de proporcionar la dimensión psicológica, su capacidad de suministrar un producto único. ¿Entiende todo eso, teniente?
—Sí, lo entiendo bien.
—Son la fuente más exclusiva del producto más exclusivo.
—Sí, eso lo entiendo.
—Como condición para una relación comercial continuada, exigen algo.
—¿Que le corte la cabeza a la víctima?
—Después del proceso. Es una adenda, si lo prefiere.
—¿Y cuál era su propósito?
—¿Quién sabe? Todos tenemos nuestras preferencias.
—¿Preferencias?
—Se insinuó que era importante para alguien de Karmala.
—Cielo santo. ¿En alguna ocasión les pidió que le explicaran eso?
—Oh, mi teniente, no sabe ni una palabra de Karmala, ¿eh? —La extraña serenidad de Ballston estaba aumentando de manera inversamente proporcional a la consternación de Becker.