Cuando los rayos amarillos del sol se proyectaban oblicuamente sobre el césped, Gurney se sentó a la mesa del desayuno con una segunda taza de café. Unos minutos antes, había presenciado el cambio de guardia cuando el coche patrulla del turno de día llegó para sustituir al que había llamado Hardwick. Había salido a ofrecer desayuno al nuevo agente, pero el joven había declinado la oferta con una brusca y marcial educación.
—Gracias, señor, pero ya he desayunado, señor.
Incapaz de dormir, con un fuerte dolor de ciática en la pierna izquierda, Gurney estaba pugnando con preguntas cuyas soluciones se le escapaban como un pez escurridizo.
¿Debería pedir a Hardwick que le trajera una copia de la foto de archivo que se habría tomado en el momento de la detención de Saul Steck —para así poder estar seguro de que no había error sobre las huellas dactilares—, o la pista en papel que se generaría entre el DIC y la jurisdicción donde se le había acusado suscitaría demasiadas preguntas?
¿Debería pedir a Hardwick, o quizás a uno de sus antiguos compañeros en el Departamento de Policía de Nueva York, que buscara en los registros de impuestos municipales información sobre el propietario de la casa de arenisca, o ese simple ejercicio dispararía una cadena de preguntas comprometidas?
¿Había alguna razón para dudar de la afirmación de Sonya de que la historia de «Jykynstyl» la había engañado tanto como a él, aparte del hecho de que a Gurney le parecía la clase de mujer difícil de engañar?
¿Debería llevar una escopeta a casa, o Madeleine estaría aún más inquieta por su presencia?
¿Deberían mudarse? ¿Vivir en un hotel hasta que el caso se resolviera? Pero ¿y si no se resolvía durante semanas o meses, o nunca?
¿Debería hacer un seguimiento con Darryl Becker sobre el estado de la búsqueda del barco de Ballston?
¿Debería hacer el seguimiento con el DIC sobre el progreso de las llamadas realizadas a las exalumnas de Mapleshade o sus familias?
¿Todo lo que había ocurrido —desde la llegada de Héctor Flores a Tambury hasta la muñeca decapitada, pasando por los asesinatos de Jillian y Kiki, las desapariciones de todas aquellas chicas, los crímenes sexuales de Ballston y el elaborado engaño de la casa de arenisca— era producto de una única mente? Y en ese caso, ¿la fuerza que impulsaba esa mente era una empresa criminal pragmática o una manía psicótica?
Y lo más inquietante para Gurney, ¿por qué esos nudos le resultaban tan difíciles de desatar?
Incluso la más sencilla de las preguntas —¿debería continuar sopesando las alternativas, volverse a la cama y tratar de vaciar la cabeza o emprender alguna actividad física?— se había enredado en su mente, capaz de plantear una objeción a cada conclusión que extraía. Incluso la idea de tomarse unos ibuprofenos para el dolor del nervio ciático chocaba con su reticencia a ir a la habitación para coger el frasco.
Miró las esparragueras, inmóviles en la calma sepulcral de la mañana. Se sentía desconectado, como si sus habituales vínculos con el mundo se hubieran roto. Era la misma sensación de estar sin ancla que había experimentado cuando su primera mujer anunció su intención de divorciarse de él, y años después cuando atropellaron a su hijo Danny, y otra vez cuando murió su padre. Y ahora…
Y ahora que Madeleine…
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Y mientras su visión se tornaba borrosa, tuvo el primer pensamiento perfectamente claro desde hacía mucho tiempo. Era muy simple. Dejaría el caso.
Se sintió liberado: eso es justo lo que debía hacer. Decidió actuar de inmediato.
Se metió en el estudio y llamó a Val Perry.
Le salió el contestador. Estuvo tentado de dejar su renuncia en el mensaje, pero sintió que aquello sería demasiado impersonal. Se limitó a decirle que necesitaba hablar con ella lo antes posible. A continuación, cogió un vaso de agua, entró en el dormitorio y se tomó tres ibuprofenos.
Madeleine se había desplazado de la mecedora a la cama. Todavía estaba vestida, tumbada sobre la colcha en lugar de debajo de ella, pero dormía plácidamente. Dave se acostó al lado de su mujer.
Cuando se despertó a mediodía, ella ya no estaba allí.
Sintió una pequeña punzada de miedo, aliviada al cabo de un momento por el sonido del fregadero. Fue al cuarto de baño, se echó agua a la cara, se cepilló los dientes, se cambió de ropa; todo para que aquel le pareciera un día nuevo.
Cuando fue a la cocina, Madeleine estaba pasando sopa de una cazuela grande a un tupper de plástico. Puso el recipiente en la nevera, la cazuela en el fregadero y se secó las manos en un trapo. La expresión de su mujer no le dijo nada.
—He tomado una decisión —dijo Gurney.
Madeleine le dedicó una mirada que le decía que sabía lo que iba a decir.
—Voy a dejar el caso.
Ella dobló el trapo y lo colgó del borde del escurreplatos.
—¿Por qué?
—Por todo lo que ha ocurrido.
Ella lo estudió durante unos segundos, se volvió y miró reflexivamente por la ventana más cercana al fregadero.
—Le he dejado un mensaje a Val Perry —dijo Dave.
Madeleine se volvió hacia él. Su sonrisa de Mona Lisa vino y se fue como un destello de luz.
—Es un día hermoso —afirmó—. ¿Quieres venir a dar un paseo?
—Claro.
Normalmente se habría resistido a la propuesta o, a lo sumo, la habría acompañado de mala gana, pero en ese momento no sintió ninguna resistencia.
El día se había convertido en una de esas mañanas suaves de septiembre en que la temperatura exterior era igual que la del interior de la casa, y la única diferencia que sintió al salir al pequeño porche lateral fue el olor a hojas del aire otoñal. El agente de patrulla, que estaba sentado en el coche junto a las esparragueras, bajó la ventana y los miró inquisitivamente.
—Solo vamos a estirar las piernas —dijo Gurney—. Nos quedaremos a la vista.
El joven asintió.
Siguieron la banda que mantenían bien segada a lo largo del linde del bosque para impedir que árboles jóvenes invadieran el campo. Dieron un lento rodeo hasta el banco del estanque, donde se sentaron en silencio.
El entorno del estanque era silencioso en septiembre, a diferencia de mayo y junio, cuando el croar de las ranas y los gorjeos de los mirlos mantenían un constante jaleo de control territorial.
Madeleine tomó la mano de su marido en la suya.
Dave perdió la noción del tiempo, víctima de la emoción.
En un momento dado, ella dijo en voz baja.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Por mis expectativas… de que todo debería ser tal y como yo quiero que sea.
—Quizás es así como debería ser. Tal vez la forma en que quieres que sean las cosas está bien.
—Eso me gustaría pensar. Pero… no creo que sea cierto. Y no creo que debas renunciar al trabajo que has accedido a hacer.
—Ya lo he decidido.
—Entonces deberías cambiar de opinión.
—¿Por qué?
—Porque eres detective, y no tengo ningún derecho a exigir que te conviertas, como por arte de magia, en otra cosa.
—No sé mucho de magia, pero tienes todo el derecho del mundo a pedir que vea las cosas de otra manera. Y Dios sabe que no tengo ningún derecho a poner nada por encima de tu seguridad y tu felicidad. A veces… miro las cosas que he hecho…, situaciones que he creado…, peligros a los que no he prestado atención… Y pienso que debo de estar loco.
—Puede que a veces —dijo ella—. Quizá solo un poco.
Madeleine miró al estanque con una sonrisa triste y le apretó la mano. El aire estaba en perfecta calma. Incluso las largas hojas de las aneas permanecían tan inmóviles como en una fotografía. Cerró los ojos, pero la expresión de su cara se hizo más dolorida.
—No debería haberte atacado de la manera en que lo hice, no debería haber dicho lo que dije, no debería haberte llamado «cabrón». Eso es lo último que debería haber hecho. —Abrió los ojos y lo miró directamente—. Eres un buen hombre, David Gurney. Un hombre sincero. Un hombre brillante. Un hombre de talento extraordinario. Quizás el mejor detective del mundo.
Una risa nerviosa estalló en la garganta de Gurney.
—¡Dios nos salve a todos!
—Hablo en serio. Quizás eres el mejor detective en el mundo entero. Así que ¿cómo puedo pedirte que dejes de serlo para ser otra cosa? No es justo. No está bien.
Dave miró al estanque vítreo, a los reflejos invertidos de los arces que se alzaban al otro lado.
—Yo no lo veo así.
Ella no hizo caso de la respuesta.
—Así que esto es lo que deberías hacer. Accediste a aceptar el caso Perry durante dos semanas. Hoy es miércoles. Ya has cumplido más de la mitad del plazo de dos semanas. Termina el trabajo.
—No es necesario que lo haga.
—Lo sé. Sé que estás dispuesto a renunciar. Y por eso exactamente lo justo es que no lo hagas.
—Repite eso.
Ella se rio, sin hacer caso de la pregunta.
—¿Dónde estarían sin ti?
Dave negó con la cabeza.
—Espero que estés de broma.
—¿Por qué?
—Lo último que necesito en esta vida es que me refuercen la arrogancia.
—Lo último que necesitas en esta vida es una esposa que piense que deberías ser otra persona.
Al cabo de un rato volvieron a subir caminando de la mano por el prado, saludaron con la cabeza a su guardaespaldas y entraron en la casa.
Madeleine hizo un pequeño fuego de cerezo en la gran chimenea de piedra y abrió la ventana para impedir que la sala se calentara demasiado.
Durante el resto de la tarde, hicieron algo que rara vez hacían: nada en absoluto. Holgazanearon en el sofá, dejándose hipnotizar perezosamente por el fuego. Después Madeleine pensó en voz alta sobre posibles cambios de plantas en el jardín para la siguiente primavera. Más tarde aún, quizá para mantener a raya la marea de preocupaciones, ella le leyó en voz alta un capítulo de Moby Dick y ambos se sintieron complacidos y perplejos por la obra a la que ella continuaba refiriéndose como «el libro más peculiar que he leído».
Madeleine cuidó del fuego. Dave le mostró a su esposa fotos de pabellones ajardinados y glorietas de un libro que había comprado meses antes en Home Depot, y hablaron de construir uno el verano siguiente, quizá junto al estanque. Se adormilaron y pasó la tarde. Cenaron pronto una sopa y ensalada mientras la puesta de sol todavía brillaba en el cielo, iluminando los arces en la ladera opuesta. Se fueron a acostar al anochecer, hicieron el amor con una ternura que rápidamente derivó en una urgencia desesperada, durmieron más de diez horas y se despertaron a la vez con la primera luz gris del alba.