El sueño se estaba desmontando, resquebrajándose como los compartimentos de un envase frágil, incapaz de seguir manteniendo en su lugar su incontrolable contenido.
Cada noche su victoria de cimitarra sobre Salomé era menos clara, menos inequívoca. Era como una transmisión de televisión de los viejos tiempos, interrumpida por un programa que tenía una frecuencia similar. Voces que competían y se superponían una y otra vez. Imágenes de Salomé bailando eran sustituidas por vívidos destellos de otra bailarina.
En lugar de la visión fuerte y tranquilizadora de su misión y su método —el valor y la convicción de Juan el Bautista— había fragmentos de recuerdos, cascos afilados que recordaba de momentos abrumadoramente familiares, nauseabundamente familiares.
Una mujer bailando, levantándose el vestido de seda, mostrando sus piernas largas, enseñando a las niñas a bailar como Salomé, a bailar delante de los niños.
Salomé bailando samba en una alfombra de color melocotón entre plantas tropicales, hojas enormes y húmedas, goteando. Enseñando a los niños cómo bailar la samba. Cómo agarrarla.
La alfombra de color melocotón y las plantas tropicales estaban en su dormitorio. Le estaba enseñando samba a él y a su mejor amigo de la escuela. Cómo agarrarla.
La serpiente se movía de la boca de ella a la suya, buscando, deslizándose.
Después él vomitó, y ella rio. Vomitó en la alfombra de color melocotón, bajo las plantas tropicales gigantes, sudando, boqueando. El mundo le daba vueltas, tenía arcadas.
Ella lo llevó a la ducha y apretó sus piernas contra él.
Ella estaba reptando en la alfombra de color melocotón hacia un niño y una niña, exhausta e infatigable.
—Espera en el pasillo, cielo. —Jadeando—. Estaré contigo dentro de un minuto. —Su cara brillando de sudor, sonrojada. Se mordió el labio. La mirada desorbitada.