Como cualquiera de los que habían asistido a sus clases en la academia ya habría comprendido, el enfoque de Gurney del trabajo infiltrado era más complejo que el del detective medio. No era solo cuestión de envolverse en modales, actitudes e historia de la identidad que se adoptaba. Se trataba de algo más retorcido que eso, y exponencialmente más difícil de manejar. Su enfoque por capas implicaba crear un personaje complejo para que el objetivo lo penetrara, un código para que lo descifrara, un sendero que pudiera seguir para llegar a las convicciones que Gurney quería que abrazara.
En aquel caso, no obstante, se añadía otra dimensión de dificultad. En anteriores ocasiones siempre había sabido con exactitud a qué punto final de su identidad quería que llegara su objetivo. En esta ocasión no era así, porque la identidad apropiada dependería de la naturaleza exacta de la operación que realizaba Karmala y de la relación de Ballston con ella, y ambas cosas seguían siendo incógnitas de la ecuación. Eso dejaba a Gurney en la posición de tener que avanzar a tientas, sabiendo que un paso en falso podría resultar fatal.
Cuando el coche dobló por South Ocean Boulevard, a tres kilómetros de la dirección de Ballston, la absurda dificultad de lo que pretendía empezó a calar en Gurney. Iba a entrar desarmado en la casa de un asesino sexual psicópata. Su única defensa y su oportunidad para tener éxito residían en la creación de un personaje que tendría que inventar sobre la marcha, siguiendo las reacciones de Ballston lo mejor que pudiera, paso a paso. Era un reto como los de Alicia en el País de las Maravillas. Un hombre cuerdo probablemente retrocedería. Un hombre cuerdo con una mujer y un hijo se echaría atrás sin ninguna duda.
Se dio cuenta de que estaba corriendo demasiado: la adrenalina estaba guiando sus decisiones. Era un error que podría conducir a más errores. Peor aún, le privaba de su principal fortaleza. Era en su capacidad analítica en lo que sobresalía, no en la calidad de su adrenalina. Necesitaba pensar. Se preguntó qué sabía a ciencia cierta, si tenía algo que se pareciera a un punto de partida firme para encauzar su conversación con Ballston.
Sabía que el hombre estaba asustado y que su temor estaba relacionado con Karmala Fashion. Se creía que Karmala estaba controlada por la familia Skard, que estos eran, entre otras cosas gente desagradable, proxenetas de prostitutas de lujo. También parecía que habían enviado a Melanie Strum a Ballston para satisfacer sus necesidades sexuales. No era un gran salto imaginar que Karmala estaba implicada en el proceso. Si podían descubrirse indicios que relacionaran Karmala con Ballston y Strum, la condena de Ballston estaría asegurada. Eso podría ser una explicación de su temor. Salvo que Gurney tenía la impresión de que el hombre no solo estaba atemorizado por su mención de Karmala, y por consiguiente por el conocimiento de algún vínculo por parte de Gurney, sino por la propia Karmala.
¿Y cuál era el significado de la extraña insistencia de Ballston al teléfono en que todo estaba «bajo control»? Eso no tendría sentido si creía que Gurney era alguna clase de detective legítimo. Pero podría tenerlo si pensaba que Gurney era un representante de Karmala o de alguna otra clase de organización peligrosa con la que tuviera relaciones comerciales.
Esa era la razón de la presencia en el coche de dos hombres enormes de rostro pétreo que acababa de recoger en el gimnasio de Darryl Becker. Aparte de identificarse mínimamente como Dan y Frank y de confirmarle a Gurney que Becker los había informado y sabían lo que tenían que hacer, no habían dicho ni una palabra más. Parecían defensas del equipo de fútbol norteamericano de la cárcel, cuya idea de la comunicación era impactar a plena velocidad con algo, a ser posible contra otra persona.
Cuando el coche se detuvo con suavidad ante la casa de Ballston, Gurney se dio cuenta con cierto abatimiento de que sus suposiciones eran, en realidad, demasiado inciertas como para justificar lo que estaba haciendo. Sin embargo, no contaba con nada más. Y tenía que hacer algo.
A instancias de Gurney, los dos hombretones salieron, y uno de ellos le abrió la puerta. Gurney miró su reloj. Eran las once cuarenta y cinco. Se puso sus gafas de sol de quinientos dólares y bajó del coche frente a una verja de hierro forjado situada al final del sendero de adoquines amarillos. La verja constituía la única interrupción en la alta pared que encerraba la propiedad con vistas al océano. Como en el caso de sus vecinos en ese lujoso tramo costero, la finca había pasado de ser una barra de bahía cubierta de maleza, avena de mar y palmitos a convertirse en un opulento jardín botánico con suelo acolchado de marga en el que florecían plumerias, hibiscos, adelfas, magnolias y gardenias.
A Gurney le olía a gánster.
Sus dos acompañantes de alquiler permanecieron de pie junto al coche, irradiando una violencia apenas reprimida, y él se acercó al intercomunicador instalado en una columna de piedra, junto a la verja. Además de la cámara incorporada en el intercomunicador, había otras dos de seguridad montadas en postes a ambos lados del sendero, en ángulos de intersección que cubrían la aproximación a la verja así como un amplio segmento del bulevar adyacente. La verja también era directamente observable desde al menos una ventana del primer piso de la mansión de estilo colonial que se alzaba al final del sendero amarillo. En un entorno tan frondoso y florido el hecho de que no hubiera en el suelo ni un solo pétalo ni una sola hoja caída desvelaba algo sobre las obsesiones del propietario.
Cuando Gurney pulsó el botón del intercomunicador, la respuesta fue inmediata; el tono, mecánicamente educado.
—Buenos días. Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita.
—Dígale a Jordan que estoy aquí.
Hubo una breve pausa.
—Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita. Gurney sonrió, luego dejó que la sonrisa se desdibujara.
—Solo dígaselo.
Otra pausa.
—Debo comunicarle un nombre al señor Ballston.
—Por supuesto —dijo Gurney, sonriendo otra vez.
Reconoció que estaba en una encrucijada. Barajó las distintas opciones y eligió la que ofrecía la mejor recompensa al mayor riesgo.
De nuevo dejó que la sonrisa se desdibujara.
—Mi nombre es Quetejodan.
No ocurrió nada durante varios segundos. Luego hubo un clic metálico apagado y la verja se abrió poco a poco sin otro sonido.
Una cosa que Gurney había olvidado hacer con las prisas de todo lo demás era buscar fotos de Ballston en Internet. No obstante, cuando se abrió la puerta de la mansión al acercarse a ella, no le cupo duda de la identidad del hombre que se presentó ante él.
Su apariencia cumplía con lo que uno podría esperar de un multimillonario criminalmente decadente. Había algo de consentimiento en su cabello, su piel y su ropa; una expresión de desdén en su boca, como si el mundo en general quedara muy por debajo de sus estándares; una crueldad autoindulgente en sus pupilas. Gurney también reparó en un tic en la nariz, que sugería una fuerte adicción a la cocaína. Era más que evidente que para Jordan Ballston no había nada en la Tierra tan importante, ni remotamente, como conseguir lo que quería, y lograrlo rápido, fuera cual fuese el coste que pudiera causarle a otros.
Ballston contempló a Gurney con ansiedad mal disimulada y contrayendo la nariz de manera involuntaria.
—No entiendo de qué va esto. —Miró más allá de Gurney por el sendero, al Mercedes bien custodiado, con las pupilas ensanchándose solo un instante.
Gurney se encogió de hombros, sonrió como si estuviera desenfundando un cuchillo.
—¿Quiere que hablemos fuera?
Ballston aparentemente se lo tomó como una amenaza. Parpadeó, negó con la cabeza con nerviosismo.
—Pase.
—Bonitos adoquines —dijo Gurney, adentrándose más allá de Ballston en la casa.
—¿Qué?
—Los adoquines amarillos del sendero. Son bonitos.
—Oh. —Ballston asintió, pareció confundido.
Gurney estaba de pie en medio del gran vestíbulo, adoptando la mirada fulminante de un asesor en la ejecución de una hipoteca. En la pared de enfrente, entre las barandillas curvadas de una doble escalinata, había una enorme pintura de una piscina. La reconoció del curso de introducción al arte al que había asistido con Madeleine un año y medio antes, el curso que impartía Sonya Reynolds, el que lo había lanzado a su desventurada afición a retocar fotos de ficha policial. La pintura era una de las obras más famosas de un artista contemporáneo.
—Me gusta —anunció Gurney, señalándola como si su beneplácito fuera un método de selección que lo salvara del cubo de la basura.
Ballston parecía vagamente aliviado por la aprobación, pero no menos desconcertado.
—Ese tipo es un mariconazo —explicó Gurney—, pero lo que hace vale un pastón.
Ballston hizo un intento espantoso de sonreír. Se aclaró la garganta, pero al parecer no se le ocurrió nada que decir.
Gurney se volvió hacia él, ajustándose las gafas de sol.
—Bueno, Jordan, ¿colecciona mucho arte de maricones?
Ballston tragó saliva, sorbió, se retorció.
—Tengo algunos Warhol.
—¿Sí? ¿Dónde podemos sentarnos y charlar?
De su experiencia en innumerables interrogatorios, Gurney había aprendido a apreciar el efecto desconcertante de los cambios de tema repentinos.
—Uh… —Ballston miró a su alrededor como si estuviera en una casa ajena—. ¿Allí? —Extendió un brazo con cautela hacia el amplio arco que conducía a una sala de estar elegante y amueblada con muebles antiguos—. Podemos sentarnos allí.
—Donde esté cómodo, Jordan. Nos sentaremos. Nos relajaremos. Conversaremos.
Ballston lo guio con torpeza hasta un par de sillones con bordados en blanco, situados junto a una mesa de naipes barroca.
—¿Aquí?
—Claro —dijo Gurney—. Una mesa muy bonita. —Su expresión contradecía el cumplido. Se sentó y vio que Ballston hacía lo mismo.
El hombre cruzó las piernas con torpeza, vaciló, las descruzó, sorbió.
Gurney sonrió.
—La coca le tiene por las pelotas, ¿eh?
—¿Perdón?
—No es asunto mío.
Se produjo un largo silencio entre ellos.
Ballston se aclaró la garganta. Su tono fue seco.
—Entonces, ¿dijo al teléfono que era policía?
—Sí. Eso dije. Tiene buena memoria. La buena memoria es muy importante.
—Eso de ahí fuera no parece un coche de la Policía.
—Por supuesto que no. Es una misión encubierta. En realidad, estoy retirado.
—¿Siempre va con guardaespaldas?
—¿Guardaespaldas? ¿Qué guardaespaldas? Unos amigos me han traído en coche, nada más.
—¿Amigos?
—Sí, amigos. —Gurney se apoyó en el respaldo, estirando el cuello a un lado y a otro, dejando que su mirada vagara por la sala. Era una estancia que podía estar en la portada de Architectural Digest. Esperó a que Ballston hablara.
Finalmente el hombre preguntó en voz baja.
—¿Hay algún problema en particular?
—Usted me contará.
—Algo le ha traído hasta aquí…, una preocupación concreta.
—Está bajo mucha presión. Estrés.
El rostro de Ballston se tensó.
—No es nada. Puedo manejarlo.
Gurney se encogió de hombros.
—El estrés es algo terrible. Hace a la gente… impredecible.
La tensión en la cara de Ballston se extendió a su cuerpo.
—Le aseguro que la situación de aquí se resolverá.
—Hay muchas maneras distintas de resolver las cosas.
—Le aseguro que la situación se resolverá de un modo favorable.
—¿Favorable para quién?
—Para… todos los implicados.
—Supongamos que los intereses de todos no coinciden.
—Le aseguro que no habrá ningún problema.
—Me alegro de oírle decir eso. —Gurney miró con cansancio al gran cerdo que era el hombre que tenía delante, dejando traslucir solo una parte del asco que le daba—. Verá, Jordan, me dedico a solucionar problemas. Pero ya tengo suficientes sobre la mesa. No quiero distraerme con uno nuevo. Estoy seguro de que lo comprenderá.
La voz de Ballston se estaba quebrando.
—No… habrá… ningún problema más.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—El problema de esta vez fue una casualidad entre un millón.
«¿Esta vez? Madre de Dios, eso es. Tengo a este cabrón. Pero, por el amor de Dios, Gurney, que no se te note. Tranquilo. Calma. Tranquilo».
Gurney se encogió de hombros.
—¿Así es como lo ve?
—Un ladrón de mierda, ¡por el amor de Dios! Un ladrón de mierda que entró justo donde no debía en el momento que no debía, ¡la única puta noche que esa zorra estuvo en el puto congelador!
—¿Así que fue una especie de coincidencia?
—¡Por supuesto que fue una coincidencia! ¿Qué más podría ser?
—No lo sé, Jordan. La única vez que algo ha ido mal, ¿eh? ¿La única vez? ¿Está seguro?
—¡Completamente!
Gurney volvió a estirar el cuello poco a poco de un lado a otro.
—Demasiada tensión en esta profesión. ¿Alguna vez ha probado ese rollo del yoga?
—¿Qué?
—¿Recuerda a ese Maharishi? Menuda paja.
—¿Quién?
—Fue en otra época. Olvido lo joven que es usted. Así que dígame, Jordan: ¿cómo sabe que no va a salir nada a flote y sorprendernos?
Ballston pestañeó, sorbió, empezó a sonreír con movimientos espásticos de los labios.
—¿He hecho una pregunta graciosa?
La respiración de Ballston era tan nerviosa como sus tics faciales. De repente todo su torso se empezó a agitar y prorrumpió en una serie de sonidos agudos de staccato.
Estaba riendo. De una manera espantosa.
Gurney esperó a que ese extraño ataque remitiera.
—¿Va a contarme el chiste?
—A flote —dijo Ballston, y la frase desencadenó una renovada exhibición de enloquecida risa de ametralladora.
Gurney esperó, no sabía qué más decir o hacer. Recordó el consejo que le había dado un compañero. En caso de duda, calla.
—Lo siento —dijo Ballston—. Sin ánimo de ofender. Pero es una imagen divertida. A flote. Dos cuerpos sin cabeza apareciendo del puto océano en medio de las putas Bahamas. ¡Joder, menuda imagen!
«Misión cumplida. Es probable. Quizá. Mantén la credibilidad. Quédate con el personaje. Paciencia. A ver adónde lleva».
Gurney estudió las uñas de su mano derecha, luego frotó su superficie brillante en los pantalones.
La euforia de Ballston remitió.
—Entonces, ¿me está diciendo que está todo bajo control? —preguntó Gurney, todavía frotándose las uñas.
—Absolutamente.
Gurney asintió con la cabeza en un gesto muy lento.
—Entonces, ¿por qué sigo preocupado?
Cuando Ballston se limitó a mirarlo, continuó:
—Un par de cosas. Pequeños detalles. Estoy seguro de que tendrá buenas respuestas. Primero, supongamos que fuera un policía de verdad, o que trabajara para la Policía. ¿Cómo coño sabe que no llevo micrófonos?
Ballston sonrió, pareció aliviado.
—¿Ve esa cosa en el aparador que parece un reproductor de DVD? ¿Ve la lucecita verde? Sería una lucecita roja si hubiera algún dispositivo de grabación o transmisión en esta sala. Es muy fiable.
—Bien. Me gustan las cosas fiables. La gente fiable.
—¿Está insinuando que no soy fiable?
—¿Cómo coño sabe que no soy policía? ¿Cómo coño sabe que no soy un poli que ha venido aquí para averiguar exactamente lo que acaba de contarme con esa risita, capullo estúpido?
Ballston parecía un niño malcriado al que acababan de darle un bofetón en la cara. La impresión desagradable fue sustituida por una sonrisa aún peor.
—A pesar de la opinión que tiene de mí, soy muy bueno juzgando a las personas. Uno no se hace tan rico como yo interpretando mal a la gente. Así que deje que le diga algo: las posibilidades de que sea un poli son más o menos las mismas de que los polis encuentren alguna vez a esas zorras sin cabeza. No voy a perder el sueño por ninguna de esas posibilidades.
Gurney percibió la sonrisa de Ballston.
—Confianza. Bien. Muy bien. Me gusta mucho la confianza. —Gurney se levantó de repente. Ballston se estremeció—. Buena suerte, señor Ballston. Estaremos en contacto si ocurre algo imprevisto.
Cuando Gurney estaba saliendo por la puerta de la calle, Ballston añadió un comentario que dio un pequeño giro a la situación.
—¿Sabe?, si hubiera pensado que era poli, todo lo que le he contado sería mentira.