A medio camino entre su parada en Steward’s y Walnut Crossing, el teléfono de Gurney sonó otra vez. La voz de Rebecca Holdenfield era inteligente, nerviosa; le recordaba tanto a la joven Sigourney Weaver como su cara y su pelo.
—¿Supongo que no va a venir?
—¿Perdón?
—¿No revisa sus mensajes?
Lo recordó. Esa mañana tenía un mensaje de texto y uno en el buzón de voz. Miró primero el de texto, y empezó a especular sobre su amnesia. Olvidó mirar el buzón de voz.
—Dios santo, lo siento, Rebecca. Estoy yendo demasiado deprisa. ¿Me esperaba esta tarde?
—Eso es lo que me pedía en su mensaje de voz. Así que le dije que bien, que pasara.
—¿Alguna posibilidad de dejarlo para mañana? ¿Qué día es mañana, por cierto?
—Martes. Y estoy ocupada todo el día. ¿Qué tal el jueves? Es cuando tengo el primer hueco.
—Falta demasiado. ¿Podemos hablar ahora?
—Estoy libre hasta las cinco, lo que significa que tengo diez minutos. ¿Cuál es el tema?
—Tengo unos cuantos: los efectos de ser educado por una madre promiscua, el modo de pensar de las mujeres que abusan sexualmente de niños, las debilidades psicológicas de asesinos sexuales varones… y la conducta de varones adultos bajo la influencia de un cóctel de Rohipnol.
Después de dos segundos de silencio, Holdenfield estalló en una carcajada.
—Claro. Y en el tiempo que nos quede podemos discutir las causas del divorcio, formas de acabar con las guerras y…
—Vale, vale, ya lo entiendo. Elija el tema del que cree que tendremos tiempo de hablar.
—¿Estaba pensando en echar Rohipnol en su siguiente Martini?
—No.
—¿Es solo una pregunta teórica, entonces?
—Más o menos.
—Hum. Bueno, no hay un rango de respuesta estándar para la conducta en estados de intoxicación en general. Diferentes sustancias químicas desvían la conducta en direcciones diferentes. La cocaína, por ejemplo, tiende a producir un aumento del deseo sexual. Pero si me está preguntando si hay límites a la conducta que permite un desinhibidor no alucinógeno, la respuesta es sí y no. No hay un límite específico que se aplique a todos, pero hay límites individuales.
—¿Como cuáles?
—No hay forma de saberlo. Las limitaciones a nuestra conducta dependen de la precisión de nuestras percepciones, la fuerza de nuestros deseos instintivos y la fortaleza de nuestros miedos. Si la droga es un desinhibidor que elimina nuestro temor a las consecuencias, entonces nuestra conducta reflejará nuestros deseos y solo estará limitada por el dolor, la satisfacción o el agotamiento. Haremos lo que haríamos en un mundo sin consecuencias, pero no cosas que no deseáramos hacer. Los desinhibidores dan rienda suelta a impulsos propios ya existentes, pero no manufacturan impulsos que son inconsistentes con la estructura psíquica subyacente del individuo. ¿He respondido a su pregunta?
—¿El resumen es que si se le da a alguien una droga así, llevará a cabo sus fantasías?
—Podría incluso hacer cosas con las que no se atreve a fantasear.
—Ya veo —dijo, sintiendo un mareo—. Deje que cambie de tema. Una graduada reciente de Mapleshade ha aparecido muerta: un asesinato sexual en Florida. Violación, tortura, decapitación, cadáver en la nevera del sospechoso.
—¿Cuánto tiempo? —Como de costumbre, a Holdenfield no la arredraban los detalles escabrosos, ni evitaba que lo pareciera.
—¿A qué se refiere?
—¿Cuánto tiempo estuvo el cadáver en el congelador?
—El forense dice que tal vez un par de días. ¿Por qué lo dice?
—Solo me preguntaba para qué lo guardaba este tipo. Es un hombre, ¿verdad?
—Jordan Ballston, un pez gordo del negocio de los derivados financieros.
—¿Ballston, el multimillonario? Recuerdo haber leído algo. Acusación de asesinato en primer grado. Pero eso ocurrió hace meses.
—Exacto, pero la identidad de la víctima fue originalmente omitida por los medios y la relación con las otras desapariciones de Mapleshade se acaba de descubrir.
—¿Está seguro de que hay una relación?
—Sería una gran coincidencia si no la hay.
—¿Han podido interrogar a Ballston?
—Aparentemente no. Se esconde detrás de una trinchera de abogados.
—Entonces, ¿en qué puedo ayudarle?
—Supongamos que consigo llegar a él.
—¿Cómo?
—Todavía no lo sé. Supongamos que lo logro.
—Muy bien, lo estoy suponiendo. ¿Ahora qué?
—¿De qué tendría más miedo?
—¿Rodeado por su alambrada de abogados? —Chascó repetidamente la lengua, con rapidez, haciéndolo sonar como un acompañamiento con los dedos de su rápido pensamiento—. No temería nada…, a menos que…
—¿Qué?
—A menos que piense que alguien más sabe lo que ha hecho, alguien que podría tener planes en conflicto con los suyos. Esa clase de situación dejaría algo fuera de su ámbito de control. Los asesinos sexuales sádicos están obsesionados al máximo con el control, y la única cosa que haría saltar los circuitos de un obseso por el control sería estar a merced de otro. —Hizo una pausa—. ¿Tiene alguna forma de contactar con Ballston?
—Todavía no.
—¿Cómo es que tengo la sensación de que se le va a ocurrir algo?
—Aprecio su confianza.
—Ahora he de colgar. Lamento no tener más tiempo. Solo recuerde, Dave, cuanto más poder crea que tiene sobre él, más fácil es que se desmonte.
—Gracias, Becca. Gracias por su ayuda.
—Espero que no le parezca que va a resultarle fácil.
—No se preocupe. No estaba pensando en algo fácil.
—Bien. Manténgame al día, ¿vale? ¡Y buena suerte!
Igual que se le había pasado por alto el mensaje de teléfono de Holdenfield de esa mañana, se mantuvo ajeno a otro espectacular anochecer en las montañas durante el resto del trayecto a casa. Cuando se hubo desviado de la autopista del condado y ascendía por el camino serpenteante hasta su propiedad, la única luz que quedaba era de un tenue rosa apagado en el cielo occidental, e incluso apenas reparó en eso.
En la zona de transición de delante del granero, donde el camino de tierra se convertía en su sendero más estrecho y más herboso, aparcó junto al buzón, que colgaba en voladizo de un poste. Cuando estaba a punto de abrirlo, una pequeña mancha amarilla en la colina captó su atención. Se estaba moviendo lentamente por el arco del camino que discurría por encima del prado. Reconoció el rompevientos ligero de Madeleine.
El pasto de centeno y algodoncillo que se interponía entre ellos solo permitía verla de cintura para arriba, pero Dave imaginó que podía percibir el ritmo suave de sus pasos. Se sentó y la observó hasta que la trayectoria del camino y el contorno ondulado del campo hicieron que, de manera gradual, se perdiera de vista: una figura solitaria que se movía con calma hasta un impenetrable océano de hierba alta.
Gurney permaneció allí un buen rato, contemplando la colina desierta, hasta que todo el color del cielo desapareció, sustituido por un gris tan monótono como la línea que registra la ausencia de un latido. Parpadeó y notó los ojos humedecidos. Se los frotó con los nudillos y condujo el resto del camino hasta la casa.
Decidió darse una ducha con la esperanza de recuperar cierto sentido de normalidad. De pie bajo el chorro de agua caliente, sintiendo que el cosquilleante masaje le relajaba el cuello y los hombros, dejó que su mente vagara en el sonido: el suave rugido de un aguacero de verano. Durante un par de extraños segundos, su cerebro se llenó con el aroma puro y pacífico de la lluvia. Se frotó con jabón y una esponja gruesa, salió y se secó con la toalla.
Demasiado adormilado para vestirse, notando todavía el calor de la ducha, Gurney retiró la colcha de la cama y se tumbó en la sábana fría. Durante un minuto maravilloso, todo el mundo se redujo a esa sábana fría, al aire con olor a hierba que soplaba sobre él desde una ventana abierta, a una imaginada luz solar que destellaba a través de las hojas de árboles gigantes… mientras él descendía por la escalera de oníricas asociaciones libres hasta caer en un sueño profundo.
Se despertó en la oscuridad sin ninguna noción del tiempo. Habían colocado una almohada bajo su cabeza y tenía la colcha subida hasta la barbilla. Se levantó, encendió la lámpara de la mesita y miró el reloj. Eran las 19.49. Se puso la misma ropa que llevaba antes de la ducha y fue a la cocina. En el equipo de música sonaba algo barroco, levemente audible. Madeleine estaba sentada detrás de la más pequeña de las dos mesas de la estancia, con un bol de sopa de color naranja y media barra de pan, leyendo un libro. Levantó la mirada cuando él entró en la sala.
—Pensaba que a lo mejor te quedabas durmiendo hasta mañana —dijo Madeleine.
—Ya ves que no —murmuró Dave. La voz le salió ronca y tosió para aclarársela.
Madeleine volvió a mirar el libro.
—Si te apetece, hay sopa de zanahoria en el cazo y pollo frito en el wok.
Dave bostezó.
—¿Qué estás leyendo?
—La historia natural de las polillas.
—¿La historia de qué?
Ella articuló la palabra como podría hacerlo a alguien que leyera los labios.
—Polillas. —Pasó la hoja—. ¿Había correo?
—¿Correo? Eh… no lo sé. Creo… Oh, sí, iba a recogerlo y entonces te vi arriba de la colina y me distraje.
—Llevas bastante tiempo distraído.
—No me digas. —De inmediato lamentó su tono defensivo, pero no lo bastante como para reconocerlo.
—¿No lo crees?
Él suspiró con nerviosismo.
—Supongo. —Fue al cazo que estaba al fuego y se sirvió un bol de sopa.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar?
Dave retrasó la respuesta hasta que estuvo sentado al otro lado de la mesa con su sopa y la otra mitad de la barra de pan.
—Ha ocurrido algo importante en el caso. Una antigua alumna de Mapleshade ha aparecido muerta en Florida. Un asesinato con connotaciones sexuales.
Madeleine cerró el libro y lo miró.
—Entonces…, ¿qué estás pensando?
—Es posible que las otras chicas que desaparecieron también terminen de la misma manera.
—¿Asesinadas por la misma persona?
—Es posible.
Madeleine estudió su rostro como si hubiera en él información no escrita.
—¿Qué? —preguntó él.
—¿Es en eso en lo que estás pensando?
Dave sintió un torrente de malestar en el estómago.
—Forma parte de eso, sí. Otra parte es que la Policía no ha podido sacarle ni una palabra al hombre al que acusan de asesinato; nada salvo una negación categórica. Entre tanto su bufete de abogados y una firma de relaciones públicas están creando escenarios alternativos para alimentar a los medios: montones de razones inocentes por las cuales el cadáver decapitado de una mujer violada y torturada podría estar en su congelador.
—Y tú estás pensando que si pudieras sentarte a hablar con este monstruo…
—No estoy diciendo que le sacara una confesión, pero…
—Pero ¿lo harías mejor que los agentes locales?
—Eso no sería muy difícil. —Hizo una mueca interna ante su propia arrogancia.
Madeleine frunció el ceño.
—No sería la primera vez que el detective estrella está a la altura del desafío y descifra el misterio.
Dave la miró, incómodo.
Una vez más, ella parecía estar examinando el mensaje codificado en la expresión de su marido.
—¿Qué? —preguntó.
—No he dicho nada.
—Pero estás pensando en algo. ¿Qué es? Dímelo.
Ella vaciló.
—Pensaba que te gustaban los enigmas.
—Eso lo admito. ¿Y qué?
—Entonces, ¿por qué te veo tan abatido?
La pregunta lo inquietó.
—Quizá solo estoy agotado. No lo sé.
Pero sí lo sabía. La razón de que se sintiera tan mal era que no se atrevía a contarle por qué se sentía mal. Su reticencia a revelar la absoluta desazón que sentía por haber sido drogado y la intensidad de sus preocupaciones por el Rohipnol lo habían aislado de una manera terrible.
Negó con la cabeza, como si rechazara las súplicas de su lado bueno, la vocecita que le rogaba que le contara todo a esa mujer que lo amaba. Su temor era tan grande que bloqueaba aquello mismo que habría podido eliminarlo.