El trayecto a casa fue deprimente, en cierto sentido, aunque al principio Gurney no supo cómo identificar aquella sensación. Estaba al mismo tiempo distraído y buscando distracción, sin encontrarla. Cada emisora de radio era más intolerable que la anterior. La música que no lograba reflejar su estado de ánimo le resultaba idiota, mientras que aquella que lo conseguía solo lo hacía sentirse peor. Cada voz humana llevaba consigo una irritación, una revelación de estupidez o codicia, o ambas cosas. Cada anuncio le daba ganas de gritar: «¡Cabrones mentirosos!».
Apagar la radio hizo que se concentrara otra vez en la carretera, en los pueblos venidos a menos, en las granjas muertas y agonizantes, en las zanahorias económicas envenenadas que la industria de la extracción de gas natural agitaba delante de los pueblos pobres del norte del estado.
Estaba de un humor de perros.
¿Por qué?
Dejó que su mente vagara de nuevo a la reunión para tratar de entender algo más.
Ellen Rackoff, por supuesto, de cachemira. Ninguna pretensión de inocencia. Cálida y agradable como una serpiente. El peligro en sí constituía una parte perversa de su atractivo.
El informe de pruebas original del equipo de la escena del crimen, repetido por el teniente Anderson, que lograba que el asesinato sonara como un algo profesional: «Incluso había limpiado los sifones de debajo del fregadero y la ducha».
Lo que relacionaba a las chicas desaparecidas entre sí: sus discusiones comunes con sus padres, sus exigencias extravagantes inevitablemente rechazadas, los contactos previos con Héctor y Karmala Fashion y con el escurridizo fotógrafo, Allessandro.
El frío pronóstico de Jack Hardwick: «Es muy probable que ahora estén todas muertas».
El sufrimiento personal de Rodriguez, magnificado por el eco de los horrores potenciales del caso que tenía delante.
Gurney podía oír la voz ronca del hombre tan claramente como si estuviera sentado a su lado en el coche. Era el sonido de alguien al que estiraban hasta que se deformaba, al que tensaban como una goma elástica demasiado pequeña para abarcar todo lo que tenía que abarcar: un hombre cuya constitución carecía de flexibilidad para absorber los elementos accidentales de su propia vida.
Eso hizo que Gurney se preguntara: ¿de verdad existen los elementos accidentales? ¿Acaso no somos nosotros mismos quienes nos situamos, de una manera innegable, en las posiciones en las cuales nos encontramos? ¿Acaso nuestras elecciones y prioridades no influyen de manera decisiva? Tenía el estómago revuelto, y de repente supo la razón. Se estaba identificando con Rodriguez, el policía obsesionado con su carrera, el padre desorientado.
Y entonces —como si aquello no fuera suficiente, como si algún dios malvado hubiera ideado un plan perfecto para complementar su malestar— chocó con el ciervo.
Acababa de pasar el cartel que decía BIENVENIDOS A BROWNVILLE. No había pueblo, solo los restos cubiertos de maleza de una propiedad agraria abandonada hacía mucho tiempo a la izquierda y una pendiente boscosa a la derecha. Una hembra de tamaño medio había salido del bosque, había dudado y luego había cruzado la carretera a tanta distancia que Gurney ni siquiera tuvo necesidad de frenar. Pero entonces el cervato la siguió. Era demasiado tarde para frenar y, aunque dio un volantazo a la izquierda, oyó y sintió el terrible impacto.
Paró en el arcén. Miró por el espejo retrovisor, con la esperanza de no ver nada, con la esperanza de que se tratara de una de esas colisiones afortunadas de las cuales el notoriamente resistente ciervo corre hacia el bosque con solo una herida superficial. Pero no era el caso. Treinta metros detrás de él, un pequeño cuerpo marrón yacía al borde de la cuneta.
Gurney bajó del coche y se acercó caminando por el arcén, manteniendo una tenue esperanza de que el cervato solo estuviera aturdido y se pusiera en pie de un momento a otro. Al aproximarse, la posición girada de la cabeza y la mirada vacía de los ojos abiertos acabaron con toda esperanza. Se detuvo y miró a su alrededor, impotente. Vio a la hembra de pie en la granja arruinada, observando, esperando, inmóvil.
No había nada que Gurney pudiera hacer.
Estaba sentado en su coche sin recordar haber vuelto caminando a él, con la respiración interrumpida por pequeños sollozos. Ya se encontraba a medio camino de Walnut Crossing cuando se dio cuenta de que no había mirado si tenía algún desperfecto en la parte delantera del coche, pero incluso entonces continuó, atenazado por la pena, sin desear nada más que llegar a casa.