El edificio del condado tenía una historia inusual. Antes de 1935 había sido el manicomio Bumblebee, llamado así por el excéntrico expatriado británico sir George Bumblebee, quien para ello legó toda su herencia en 1899 y quien, según aseguraban sus parientes desheredados, estaba tan loco como los futuros residentes. Era una historia que proporcionaba una fuente interminable de chistes locales que comentaban el trabajo de las instituciones del Gobierno que habían estado situadas allí desde que el condado se hizo cargo del inmueble durante la Gran Depresión.
El edificio de ladrillo oscuro se alzaba como un opresivo pisapapeles en el lado norte de la plaza de la localidad. La más que necesaria limpieza para eliminar un siglo de mugre se posponía cada año para el siguiente, víctima de una perenne crisis presupuestaria. A mediados de los sesenta, el interior había sido demolido y reconstruido. Se instalaron luces fluorescentes y mamparas para sustituir las lámparas resquebrajadas y los paneles de madera combados. El elaborado aparato de seguridad del vestíbulo que recordaba de sus visitas al edificio durante el caso Mellery seguía en su lugar y continuaba siendo frustrantemente lento. No obstante, una vez que uno pasaba esa barrera, la distribución rectangular del edificio era simple, y al cabo de un minuto Gurney estaba abriendo una puerta de vidrio esmerilado en la que se leía FISCAL DEL DISTRITO en elegantes letras negras.
Reconoció a la mujer con el suéter de cachemira que se sentaba detrás del escritorio de recepción: Ellen Rackoff, la intensamente sensual, aunque lejos de ser joven, asistente del fiscal. La expresión de sus ojos era de frialdad deslumbrante y experimentada.
—Llega tarde —dijo con su voz aterciopelada. El hecho de que no le preguntara el nombre fue lo único que le indicó que lo recordaba del caso Mellery—. Acompáñeme.
Lo condujo a través de la puerta de cristal y por un pasillo hasta una puerta con un cartel de plástico negro en el que se leía SALA DE REUNIONES.
—Buena suerte.
Gurney abrió la puerta y pensó por un momento que se había equivocado de reunión. Había varias personas en la sala, pero la única a la que esperaba ver allí, Sheridan Kline, no estaba entre ellas. Se dio cuenta de que probablemente estaba en el lugar correcto cuando vio al capitán Rodriguez, de la Policía del estado, fulminándolo con la mirada desde el otro lado de una gran mesa redonda que ocupaba casi la mitad de la sala sin ventanas.
Rodriguez era un hombre bajo y rollizo, de rostro impenetrable y con una masa de grueso cabello negro cuidadosamente peinado y obviamente teñido. Su traje azul era impecable; su camisa, más blanca que la nieve; su corbata, rojo sangre. Unas gafas de montura metálica realzaban sus ojos oscuros y resentidos. Arlo Blatt, sentado a su izquierda, miraba a Gurney con ojos pequeños y poco amistosos. El hombre pálido a la derecha de Rodriguez no mostraba más emoción que una expresión un poco deprimida; Gurney suponía que era más inherente que coyuntural. Le dedicó a Gurney la mirada que los polis utilizan por defecto con los extraños, miró el reloj y bostezó. Enfrente de ese trío, con la silla separada un metro de la mesa, Jack Hardwick estaba sentado con los ojos cerrados y los brazos cruzados delante del pecho, como si el hecho de estar en la misma habitación con esa gente le hubiera dado sueño.
—Hola, Dave.
La voz era fuerte, clara, femenina y familiar. Su origen era una mujer alta, de cabello castaño, que estaba de pie junto a otra mesa situada en la otra punta de la sala, una mujer con un asombroso parecido con Sigourney Weaver.
—¡Rebecca! No sabía que… iba…
—Yo tampoco. Sheridan me ha llamado esta mañana y me ha preguntado si podía hacer un hueco. Lo he podido arreglar, así que aquí estoy. ¿Quiere un café?
—Gracias.
—¿Solo?
—Sí.
Lo prefería con leche y azúcar, pero por alguna razón no quiso que ella pensara que se había equivocado en sus preferencias.
Rebecca Holdenfield era una famosa profiler de asesinos en serie a la que Gurney había aprendido a respetar, a pesar de su desconfianza respecto de los profilers en general, cuando ambos trabajaron en el caso Mellery. Se preguntó qué podría significar su presencia respecto a la visión que el fiscal tenía del caso.
Justo en ese momento se abrió la puerta y el fiscal entró en la sala con paso firme. Sheridan Kline, como de costumbre, irradiaba una especie de energía chispeante. Sus pupilas se movían con rapidez, como la linterna de un ladrón. Asimiló la sala en un par de segundos.
—¡Becca! ¡Gracias! Aprecio que hayas sacado tiempo para estar aquí. ¡Dave! Detective Dave, el hombre que lo ha estado revolviendo todo. La razón de que estemos todos aquí. ¡Y Rod! —Sonrió brillantemente a la cara agria de Rodriguez—. Qué bien que hayas podido venir con tan poca anticipación. Me alegro de que hayas podido traer a tu gente. —Miró sin interés a los hombres que flanqueaban al capitán, con una alegría transparentemente falsa.
A Kline le encantaba tener público, reflexionó Gurney, pero le gustaba que estuviera compuesto especialmente por la gente que contaba.
Holdenfield se acercó a la mesa con dos cafés solos, le dio uno de ellos a Gurney y se sentó a su lado.
—El investigador jefe Hardwick no está ahora en el caso —continuó Kline sin dirigirse a nadie en particular—, pero participó al principio y he pensado que sería útil tener todos nuestros recursos relevantes en la sala al mismo tiempo.
Otra mentira transparente, pensó Gurney. Lo que Kline consideraba útil era juntar gatos con perros y ver qué ocurría. Era un entusiasta de la confrontación como proceso para llegar a la verdad y motivar a la gente; cuanto más enfrentados estuvieran los adversarios, mejor. El clima en la sala era hostil, lo que Gurney suponía que daba cuenta del nivel de energía de Kline, que ya se acercaba al zumbido de un transformador de alto voltaje.
—Rod, mientras voy a buscar un café, por qué no resumes las hipótesis del DIC en el caso hasta el momento. Estamos aquí para escuchar y aprender.
A Gurney le pareció que había oído gemir a Hardwick, arrellanado en su silla al otro lado de Rebecca Holdenfield.
—Seré breve —dijo el capitán—. En el caso del asesinato de Jillian Perry, sabemos lo que se hizo, cuándo se hizo y cómo se hizo. Sabemos quién lo hizo y nuestros esfuerzos se han concentrado en encontrar a ese individuo y detenerlo. En la persecución de ese objetivo, hemos organizado una de las más grandes cacerías de la historia del departamento. Es masiva, meticulosa y continuada.
Otro sonido ahogado procedente de donde estaba Hardwick.
El capitán tenía los codos plantados en la mesa, el puño izquierdo enterrado en su mano derecha. Lanzó una mirada de advertencia a Hardwick.
—Hasta ahora hemos llevado a cabo más de trescientas entrevistas, y continuamos expandiendo el radio de nuestras investigaciones. Bill (el teniente Anderson) y Arlo son los responsables de guiar y monitorizar el progreso día a día.
Kline se acercó a la mesa con su café, pero permaneció de pie.
—Quizá Bill pueda darnos una impresión de la situación actual. ¿Qué sabemos hoy que no supiéramos, digamos, una semana después de la decapitación?
El teniente Anderson parpadeó y se aclaró la garganta.
—¿Que no supiéramos…? Bueno, diría que hemos eliminado un montón de posibilidades.
Cuando quedó claro por las miradas fijas en él que esa no era una respuesta adecuada, se aclaró la garganta otra vez.
—Había muchas cosas que podían haber pasado que ahora sabemos que no ocurrieron. Hemos eliminado muchas posibilidades y hemos desarrollado una imagen más precisa del sospechoso. Un loco de atar.
—¿Qué posibilidades se han eliminado? —preguntó Kline.
—Bueno, sabemos que nadie vio a Flores salir de la zona de Tambury. No hay constancia de que llamara a una empresa de taxis, ni consta un alquiler de coche, y ninguno de los conductores de autobuses que hacen recogidas recuerda a nadie como él. De hecho, no hemos podido encontrar a nadie que lo viera después del asesinato.
Kline parpadeó, perplejo.
—Muy bien, pero no acabo de entender…
Anderson continuó en tono anodino.
—En ocasiones lo que no encontramos es tan importante como lo que hallamos. Los análisis de laboratorio mostraron que Flores había limpiado la cabaña hasta el punto de que no había ningún rastro suyo ni de nadie más que la víctima. Tuvo el increíble cuidado de borrar todo lo que pudiera ser susceptible de contener ADN analizable. Incluso había limpiado los sifones de debajo del fregadero y la ducha. También hemos interrogado a todos los trabajadores latinos que hemos encontrado en un radio de ochenta kilómetros de Tambury, y ni uno solo ha podido o querido contarnos nada de Flores. Sin huellas ni ADN o una fecha de entrada en el país, Inmigración no puede ayudarnos. Y lo mismo ocurre con las autoridades de México. El retrato robot es demasiado genérico para servirnos. Todos los interrogados dijeron que se parecía a alguien al que conocían, pero no hubo dos consultados que identificaran a la misma persona. En cuanto a Kiki Muller, la vecina que desapareció con Flores, nadie la ha visto desde el asesinato.
Kline parecía exasperado.
—Me da la sensación de que está diciendo que la investigación no nos ha llevado a ninguna parte.
Anderson miró a Rodriguez. Este estudió su puño.
Blatt hizo su primer comentario en la reunión.
—Es una cuestión de tiempo.
Todos lo miraron.
—Tenemos gente en esa comunidad que mantiene los ojos y las orejas bien abiertas. Finalmente, Flores saldrá a la superficie, hablará con quien no deba. Entonces lo cogeremos.
Hardwick se estaba mirando las uñas como si fueran un tumor sospechoso.
—¿Qué comunidad es esa, Arlo?
—Inmigrantes ilegales, ¿cuál si no?
—Supón que no es mexicano.
—Bueno, es guatemalteco, nicaragüense, lo que sea. Tenemos gente buscando en todas esas comunidades. Al final… —Se encogió de hombros.
La antena de Kline sintonizó el conflicto.
—¿Adónde quiere llegar, Jack?
Rodriguez intervino con rudeza.
—Hardwick ha estado fuera del caso bastante tiempo. Bill y Arlo son nuestras mejores fuentes de información actualizada.
Kline actuó como si no lo hubiera oído.
—¿Jack?
Hardwick sonrió.
—¿Sabe qué? Mejor escuchemos a nuestro detective estrella Gurney, que en los últimos cuatro días ha descubierto mucho más que nosotros en cuatro meses.
El voltaje de Kline estaba subiendo.
—¿Dave? ¿Qué es lo que tiene?
—Lo que he descubierto —empezó Gurney lentamente— son, sobre todo, preguntas, preguntas que sugieren nuevas direcciones para la investigación. —Apoyó los antebrazos en la mesa y se inclinó hacia delante—. Un elemento clave que merece atención es el trasfondo de la víctima. Jillian sufrió abusos de niña y ella misma abusó más tarde de otros niños. Era agresiva y manipuladora, y tenía rasgos sociopáticos. Con esa clase de conducta la posibilidad de que el móvil fuera la venganza no es desdeñable.
La expresión de Blatt era un poema.
—¿Está diciendo que Jillian Perry abusó de Héctor Flores cuando era niño y que por eso él la mató? Parece una locura.
—Estoy de acuerdo. Sobre todo porque, probablemente, Héctor Flores era, al menos, diez años mayor que Jillian. Pero supongamos que se está vengando por algo que le hicieron a otro. O supongamos que también abusaron de él, de una manera tan traumática que desequilibró su mente y decidió descargar su ira contra todos los abusadores. Supongamos que Flores descubrió Mapleshade, la naturaleza de su alumnado, el trabajo del doctor Ashton. ¿Es posible que apareciera en la casa de Ashton, tratara de conseguir trabajos esporádicos, de congraciarse con él y esperar una oportunidad para vengarse?
Kline habló con excitación.
—¿Qué opinas, Becca? ¿Es posible?
Holdenfield abrió más los ojos.
—Es posible, sí. Jillian podría haber sido escogida como objetivo específico para su venganza por sus acciones contra un individuo al que Flores conocía, o como un objetivo vicario que representaba a las víctimas de abuso en general. ¿Hay alguna prueba que señale en una u otra dirección?
Kline miró a Gurney.
—Los detalles dramáticos del asesinato (la decapitación, colocar la cabeza como se hizo, la elección del día de la boda) parecen relacionarse con un ritual. Eso encajaría con lo de la venganza. Pero sin duda todavía no sabemos lo suficiente para determinar si era un objetivo individual o secundario.
Kline terminó su café y se dirigió a rellenarlo, hablando a la sala en general por el camino.
—Si tomamos en serio la hipótesis de la venganza, ¿qué acciones de investigación se requieren? ¿Dave?
Lo que Gurney creía que se requería, para empezar, era conocer de manera mucho más detallada los problemas del pasado de Jillian y los contactos de su infancia, que hasta el momento su madre o Simon Kale no habían querido proporcionar, y para lo que necesitaba urdir una forma de lograrlo.
—Puedo dar una recomendación por escrito de eso dentro de un par de días.
Kline pareció satisfecho con la respuesta y continuó.
—Entonces, ¿qué más? El investigador Hardwick le atribuye un montón de descubrimientos.
—Puede que sea una exageración, pero hay una cosa que pondría en lo alto de la lista. Parece que varias chicas de Mapleshade han desaparecido.
Los tres detectives del DIC prestaron atención más o menos al mismo tiempo, como hombres despertados por un estruendo.
Gurney continuó.
—Scott Ashton y otra persona relacionada con la escuela han tratado de contactar con ciertas graduadas recientes y no han podido hacerlo.
—Eso no significa necesariamente… —empezó el teniente Anderson.
—En sí mismo no significa gran cosa —lo interrumpió Gurney—, pero hay una extraña similitud entre los casos individuales. Las chicas en cuestión empezaron la misma discusión con sus padres, exigiendo un coche caro y luego usando la negativa de sus padres como excusa para irse de casa.
—¿De cuántas chicas estamos hablando? —preguntó Blatt.
—Una antigua estudiante que ha estado tratando de contactar con compañeras de curso me habló de dos casos en los que los padres no tenían ni idea de dónde estaba su hija. Luego Scott Ashton me habló de otras tres chicas que estaba tratando de localizar. Descubrió que se habían marchado de casa después de una discusión con sus padres, la misma clase de discusión en los tres casos.
Kline negó con la cabeza.
—No lo entiendo. ¿De qué se trata? ¿Y qué tiene que ver con encontrar al asesino de Jillian Perry?
—Las chicas desaparecidas tenían al menos una cosa en común, además de la discusión con sus padres. Todas conocían a Flores.
Anderson tenía un aspecto más congestionado a cada minuto que pasaba.
—¿Cómo?
—Flores se presentó voluntario para hacer algún trabajo para Ashton en Mapleshade. Es un hombre bien parecido, aparentemente. Atrajo la atención de algunas chicas de Mapleshade. Resulta que las que mostraron interés, las que estaban hablando con él, son las que han desaparecido.
—¿Las han puesto en la lista de personas desaparecidas del NCIC? —preguntó Anderson, con el tono esperanzado de un hombre que intenta deshacerse de una patata caliente.
—Ninguno de los casos —dijo Gurney—. El problema es que todas tienen más de dieciocho años y son libres de ir adonde quieran. Cada una anunció su plan de irse de casa, su intención de mantener en secreto su paradero, su deseo de que las dejaran en paz. Todo ello impide que entren en las bases de datos de personas desaparecidas.
Kline estaba paseando de un lado a otro.
—Esto da un nuevo giro al caso. ¿Qué te parece, Rod?
El capitán parecía triste.
—Me gustaría saber qué demonios nos está diciendo Gurney en realidad.
—Creo que nos está diciendo que podría haber más que Jillian Perry en el caso Jillian Perry —respondió Kline.
—Y que Héctor Flores podría ser más que un jardinero mexicano —añadió Hardwick, mirando fijamente a Rodriguez—. Una posibilidad que recuerdo haber mencionado hace algún tiempo.
Kline levantó las cejas.
—¿Cuándo?
—Cuando yo todavía tenía asignado el caso. La hipótesis original de Flores no me cuadraba.
Si las mandíbulas de Rodriguez hubieran estado más apretadas, caviló Gurney, su cabeza habría empezado a desintegrarse.
—¿Cómo que no cuadraba? —preguntó Kline.
—No cuadraba en el sentido de que estaba demasiado bien.
Gurney sabía que Rodriguez estaría sintiendo el deleite de Hardwick como un picahielos en las costillas, por no mencionar la delicada cuestión de airear un desacuerdo interno delante del fiscal.
—¿Qué significa?
—Significa que todo iba demasiado fino. El trabajador analfabeto que es educado demasiado deprisa por el doctor arrogante, demasiado progreso, demasiado pronto; la aventura con la mujer del vecino rico; quizás una aventura con Jillian Perry; sentimientos que no podía manejar, que se agrietaron por la tensión. Suena como un culebrón, como una mentira absoluta. —Mientras habló se centró en Rodriguez, para que quedara bien claro de dónde provenía esa teoría.
Por lo que Gurney sabía de Kline a partir del caso Mellery, estaba seguro de que el fiscal estaba disfrutando de la confrontación, aunque lo escondía bajo un ceño reflexivo.
—¿Cuál era su teoría sobre Flores? —le instó Kline.
Hardwick se recostó en la silla como un viento que va amainando.
—Es más fácil decir lo que no es lógico que lo que sí lo es. Cuando combinas todos los hechos conocidos, es difícil que la conducta de Flores tenga sentido.
Kline se volvió hacia Gurney.
—¿También es así como lo ve usted?
Gurney respiró hondo.
—Algunos hechos parecen contradictorios. Pero en realidad no es así, lo cual significa que hay una pieza que nos falta, la pieza que al final hará que todas las demás encajen. No espero que sea algo simple. Como Jack dijo en cierta ocasión: sin duda hay capas ocultas en este caso.
Por un momento le preocupó que su comentario pudiera revelar el papel de Hardwick en la decisión de Val de contratarlo, pero nadie pareció captarlo. Blatt parecía una rata olisqueando para identificar algo, pero es que siempre tenía ese aspecto.
Kline tomó un sorbo de café reflexivamente.
—¿Qué hechos le inquietan?
—Para empezar, la rápida transición de Flores de recoger hojas a controlar la casa.
—¿Cree que Ashton miente al respecto?
—Quizá se miente a sí mismo. Lo explica como una especie de ilusión, algo que sostiene el concepto de un libro que estaba escribiendo.
—Becca, ¿eso tiene sentido para ti?
Ella sonrió sin comprometerse, más un gesto facial que una sonrisa real.
—Nunca hay que subestimar el poder del autoengaño, sobre todo en un hombre que trata de demostrar algo.
Kline asintió con expresión sabia y se volvió hacia Gurney.
—Así que su idea básica es que Flores estaba engañando.
—Que estaba representando alguna clase de papel, sí.
—¿Qué más le preocupa?
—Motivación. Si Flores fue a Tambury con la idea de matar a Jillian, ¿por qué esperar tanto para hacerlo? Pero si fue con otro propósito, ¿cuál era?
—Preguntas interesantes, continuemos.
—La decapitación en sí parece haber sido planeada de manera metódica, pero también espontánea y oportunista.
—Me he perdido.
—La situación del cadáver era precisa. La cabaña había sido limpiada muy recientemente, quizás esa misma mañana, para eliminar cualquier huella del hombre que había vivido allí. La ruta de escape había sido planificada, y en cierto modo concebida para crear el problema del rastro a la Brigada Canina. No sabemos cómo logró desaparecer Flores, pero sin duda fue algo bien pensado. Da la sensación de un plan de Misión imposible que se basa en una sincronización a la fracción de segundo. Sin embargo, las circunstancias reales parecen desafiar cualquier intento de planificación, y mucho menos de sincronización perfecta.
Kline ladeó la cabeza con curiosidad.
—¿Cómo es eso?
—El vídeo indica que Jillian hizo su visita a la cabaña por una especie de capricho. Un poco antes del momento previsto para el brindis nupcial, le había dicho a Ashton que quería convencer a Héctor para que se uniera a ellos. Según lo recuerdo, Ashton le habló a los Luntz (el jefe de Policía y su mujer) de las intenciones de Jillian. Nadie más parecía entusiasmado por la idea, pero tengo la impresión de que ella hacía lo que le apetecía. Así que, por un lado, tenemos un asesinato meticulosamente premeditado que dependía de una sincronización perfecta, y, por el otro, un conjunto de circunstancias que escapaban por completo al control del asesino. Hay algo mal que chirría.
—No necesariamente —dijo Blatt, retorciendo su nariz de roedor—. Flores podría haberlo preparado todo de antemano, dejarlo todo listo para luego esperar su oportunidad, como una serpiente en un agujero. Esperó a que llegara la víctima y… ¡bam!
Gurney se mostró escéptico.
—El problema, Arlo, es que esa idea requiere que Flores mantuviera la cabaña perfectamente limpia, casi estéril, que se preparara él mismo y su ruta de escape, se pusiera la ropa que pretendía vestir, que tuviera a mano todo lo que iba a llevarse, que también tuviera a Kiki Muller preparada y luego…, ¿y luego qué? ¿Se sentó en la cabaña con un machete en la mano esperando que Jillian entrara para invitarlo a la recepción?
—Está haciendo que parezca estúpido, como si no pudiera ocurrir —dijo Blatt con odio en los ojos—. Pero creo que eso es exactamente lo que sucedió.
Anderson arrugó los labios. Rodriguez entrecerró los ojos. Ninguno de los dos parecía dispuesto a apoyar la tesis de su colega.
Kline rompió el extraño silencio.
—¿Algo más?
—Bueno —dijo Gurney—, está la cuestión del nuevo problema a la vista: el de las graduadas que han desaparecido.
—Lo cual —dijo Blatt— podría no ser cierto. Quizás es que no las han encontrado, sin más. Estas chicas no son lo que puede llamarse «estables». Y aun suponiendo que hayan desaparecido, no hay ninguna prueba de que eso tenga relación con el caso Perry.
Hubo otro silencio, que esta vez rompió Hardwick.
—Arlo podría tener razón. Pero si han desaparecido y existe una relación, es muy probable que ahora estén todas muertas.
Nadie dijo nada. Era bien sabido que cuando mujeres jóvenes desaparecen bajo circunstancias sospechosas y sin que se vuelva a saber de ellas durante un buen tiempo, las posibilidades de que regresen sanas y salvas no son altas. Y el hecho de que todas las chicas en cuestión hubieran causado la misma peculiar discusión antes de desaparecer definitivamente era sospechoso.
Rodriguez parecía atormentado y enfadado. Daba la sensación de que estaba a punto de protestar, pero antes de que pronunciara ninguna palabra, sonó el teléfono de Gurney.
Era Scott Ashton.
—Desde la última vez que hablamos, he hecho seis llamadas más y he contactado con otras dos familias. Estoy aún en ello, pero… quería que supiera que las dos chicas de las familias que he localizado se fueron de casa después de tener la misma discusión escandalosa. Una pidió un Suzuki de veinte mil dólares, la otra un Mustang de treinta y cinco mil dólares. Los padres dijeron que no. Ambas chicas se negaron a decir adónde iban e insistieron en que nadie intentara contactar con ellas. No tengo ni idea de lo que significa, pero parece obvio que algo extraño está pasando. Y otra coincidencia angustiante: ambas habían posado para esos anuncios de Karmala Fashion.
—¿Cuánto tiempo llevan desaparecidas?
—Una, seis meses; la otra, nueve.
—Dígame una cosa, doctor: ¿está listo para darnos nombres o pedimos de inmediato una orden judicial de sus registros?
Todos los ojos de la sala estaban clavados en Gurney. El café de Kline estaba a unos milímetros de sus labios, pero parecía haber olvidado que lo sostenía.
—¿Qué nombres quiere? —dijo Ashton con una voz derrotada.
—Empecemos con los nombres de las chicas desaparecidas, además de los de las chicas que estaban en las mismas clases.
—Bien.
—Otra pregunta: ¿cómo consiguió Jillian su trabajo de modelo?
—No lo sé.
—¿Nunca se lo dijo? ¿Aunque le diera la foto como regalo de boda?
—Nunca me lo dijo.
—¿No lo preguntó?
—Lo hice, pero… a Jillian no le gustaban las preguntas.
Gurney sintió el impulso de gritar: «¿Qué demonios está pasando? ¿Todos los que están relacionados con el caso están locos de atar?».
En cambio, solo dijo:
—Gracias, doctor. Es todo por ahora. El DIC contactará con usted por los nombres y las direcciones relevantes.
Cuando Gurney volvió a guardarse el teléfono en su bolsillo, Kline espetó:
—¿Qué demonios era eso?
—Otras dos chicas desaparecidas. Después de tener la misma discusión. Una chica le pidió a sus padres que le compraran un Suzuki; la otra, un Mustang. —Se volvió hacia Anderson—. Ashton está dispuesto a proporcionar al DIC los nombres de las chicas desaparecidas, además de los de sus compañeras de clase. Solo díganle en qué formato quieren la lista y cómo debe enviársela.
—Bien, pero estamos pasando por alto la cuestión de que ninguna está desaparecida legalmente, lo cual significa que no podemos consagrar recursos de la Policía a encontrarlas. Son mujeres de dieciocho años, adultas, que en apariencia tomaron libremente la decisión de irse de casa. La cuestión de que no les hayan dicho a sus familias cómo contactar con ellas no nos da base legal para buscarlas.
Gurney tenía la impresión de que el teniente Anderson apuntaba a una jubilación en Florida y sentía debilidad por la inacción. Era un estado de ánimo para el cual Gurney, un hombre más que activo en su carrera policial, tenía escasa paciencia.
—Entonces encuentre una base. Declárelas a todas testigos materiales del asesinato de Perry. Invente una base. Haga lo que tenga que hacer. Ese es el menor de nuestros problemas.
Anderson parecía lo bastante irritado para llevar la discusión a un terreno algo más desagradable. Pero antes de lanzar su respuesta, Kline lo interrumpió.
—Puede ser un pequeño detalle, Dave, pero si está dando a entender que estas chicas estaban siguiendo las instrucciones de un tercero, presumiblemente de Flores, que las instruyó en la disputa que tenían que empezar con sus padres, ¿por qué la marca del coche es diferente de un caso a otro?
—La respuesta más sencilla es que serían necesarias marcas de coche distintas para causar el mismo efecto en familias con diferentes circunstancias económicas. Suponiendo que el propósito de la discusión fuera proporcionar una excusa creíble para que la chica se largara, para que desapareciera sin que la desaparición se convirtiera en asunto policial, la petición del coche tendría que cumplir dos requisitos. Uno, tendría que solicitar suficiente dinero para garantizar que sería rechazada. Dos, los padres tenían que creer que su hija hablaba en serio. Las diferentes marcas no tendrían significado per se; el punto clave sería la diferencia en los precios. Serían necesarios precios distintos para lograr el mismo impacto en familias de diversa posición económica. En otras palabras, una petición de un coche de veinte mil dólares en una familia podría causar el mismo efecto que la de uno de cuarenta mil dólares en otra.
—Inteligente —dijo Kline, sonriendo de manera apreciativa—. Si tiene razón, Flores es inteligente. Maniaco, quizá, pero sin duda alguna inteligente.
—Pero también ha hecho cosas que no tienen sentido. —Gurney se levantó para servirse otro café—. La maldita bala en la taza de té, ¿cuál era el objetivo de eso? ¿Robó el arma de caza de Ashton para poder romperle la taza? ¿Por qué correr un riesgo así? Por cierto —dijo Gurney en un aparte a Blatt—, ¿sabe que Withrow Perry tiene un arma del mismo calibre?
—¿De qué demonios está hablando?
—La bala que dispararon a la taza de té salió de un Weatherby calibre 257. Ashton tiene uno, que declaró robado, pero Perry también posee otro. Quizá debería estudiar eso.
Hubo un silencio incómodo mientras Rodriguez y Blatt tomaban notas de manera acelerada.
Kline miró acusadoramente a los dos, luego centró su atención en Gurney.
—Muy bien, ¿qué más sabe que no sepamos?
—Es difícil decirlo —dijo Gurney—. ¿Cuánto saben del loco Carl?
—¿Quién?
—El marido de Kiki Muller.
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Quizá nada, salvo que tenía un motivo creíble para matar a Flores.
—A Flores no lo han matado.
—¿Cómo lo sabemos? Desapareció sin dejar rastro. Podría estar enterrado en el patio de alguien.
—Uf, uf, ¿qué es todo esto? —Anderson estaba horrorizado, supuso Gurney, ante la perspectiva de más trabajo: cavar en patios—. ¿Qué estamos haciendo, inventarnos asesinatos?
Kline parecía perplejo.
—¿Adónde quiere llegar con esto?
—Al parecer la hipótesis es que Flores huyó de la zona en compañía de Kiki Muller, quizás incluso se escondió en la casa de Muller durante unos días antes de irse de la zona. Supongamos que Flores todavía estaba por allí cuando Carl volvió a casa de su destino en ese barco en el que trabajaba. ¿Supongo que el equipo que hizo los interrogatorios se fijó en que Carl está chiflado?
Kline se apartó un paso de la mesa, como si el panorama del caso fuera demasiado amplio para verlo desde el lugar en el que estaba.
—Espere un segundo. Si Flores está muerto, no puede estar relacionado con las desapariciones de estas otras chicas. Ni con el disparo en el patio de Ashton. Ni con el mensaje de texto que Ashton recibió del teléfono móvil de Flores.
Gurney se encogió de hombros.
Kline negó con la cabeza, en un gesto de frustración.
—Me da la sensación de que coge todo lo que empieza a encajar y lo desecha.
—No estoy desechando nada. Personalmente, no creo que Carl esté implicado. Ni siquiera estoy seguro de que su mujer estuviera relacionada con este asunto. Solo estoy tratando de agitar un poco las cosas. No tenemos tantos hechos sólidos como cabría pensar. A lo que me refiero es a que necesitamos mantener una mentalidad abierta. —Sopesó el riesgo de la inquina inherente en lo que estaba a punto de añadir y decidió soltarlo de todos modos—. Comprometerse con hipótesis equivocadas desde muy pronto quizá sea el motivo de que la investigación no haya llegado a ninguna parte.
Kline observó a Rodriguez, que estaba mirando la superficie de la mesa como si fuera una pintura del Infierno.
—¿Qué opinas, Rod? ¿Crees que tenemos que adoptar una nueva perspectiva? ¿Crees que a lo mejor hemos estado tratando de resolver el puzle con las piezas boca abajo?
Rodriguez se limitó a negar con la cabeza, poco a poco.
—No, no es eso lo que pienso —dijo, con voz grave, tensa, con emoción contenida.
A juzgar por las expresiones en torno a la mesa, Gurney no fue el único pillado por sorpresa cuando el capitán, un hombre obsesionado con proyectar un aura de control, se levantó torpemente de su silla y abandonó la sala como si no pudiera soportar estar allí ni un minuto más.