Cuando Gurney estaba entrando en el aparcamiento del edificio del condado que albergaba la oficina del fiscal, sonó su teléfono. Le sorprendió oír la voz de Scott Ashton y más todavía su nueva inseguridad e informalidad.
—David, después de su llamada de esta mañana… Sus comentarios sobre las chicas a las que no podían encontrar… Sé lo que le he dicho sobre la cuestión de la confidencialidad, pero… He pensado que podría hacer unas cuantas llamadas discretas por mi cuenta. De esa manera eliminaría el problema de dar nombres o números de teléfono a un tercero.
—¿Y?
—Bueno, he hecho unas llamadas y…, el caso es… No quiero aventurar ninguna conclusión, pero… Es posible que algo extraño esté ocurriendo.
Gurney se metió en el primer espacio de aparcamiento que encontró.
—¿Extraño en qué sentido?
—He hecho un total de catorce llamadas. En cuatro casos tenía el número de la estudiante, en los otros diez, el de un padre o tutor. A una de las estudiantes pude localizarla y hablar con ella. A la otra le dejé un mensaje en el contestador. El servicio telefónico de otras dos ya no funcionaba. De las diez llamadas que hice a familias, hablé con dos y dejé mensajes a las otras ocho, dos de las cuales me llamaron. Así que al final conseguí cuatro conversaciones con familiares.
Gurney se preguntó adónde iría a parar tanto número.
—En uno de los casos, no había problema. Sin embargo, en los otros tres…
—Perdone que le corte, pero ¿qué quiere decir con que no había problema?
—Quiero decir que conocían el paradero de su hija, dijeron que estaba en la facultad, que habían hablado con ella ese mismo día. El problema fue con las otras tres. Los padres no tienen ni idea de dónde están, lo cual en sí no significa demasiado. De hecho, recomiendo mucho a algunas de nuestras graduadas que se separen de sus padres cuando esas relaciones tienen una historia tóxica. La reintegración con la familia de origen en ocasiones no es aconsejable. Estoy seguro de que puede comprender por qué.
Gurney casi patinó y dijo que Savannah le había dicho eso mismo, pero se contuvo. Ashton continuó.
—El problema es lo que los padres me contaron que había ocurrido, cómo las chicas se fueron de casa.
—¿Cómo?
—El primer padre me dijo que su hija estaba inusualmente calmada, que se había comportado bien durante cuatro semanas después de volver de Mapleshade. Luego, una tarde, durante la cena, la chica pidió dinero para comprarse un coche nuevo, en concreto un Miata descapotable de veintisiete mil dólares. Los padres, por supuesto, se negaron. Ella los acusó de no preocuparse por ella, y resucitaron todos los traumas de su infancia, y les planteó el absurdo ultimátum de que, o le daban el dinero o no volvería a hablarles nunca. Cuando ellos se negaron, ella hizo las maletas, tal como suena, llamó a un taxi y se fue. Después de eso, llamó una vez para decir que estaba compartiendo un apartamento con una amiga, que necesitaba tiempo para ordenar sus «asuntos» y que cualquier intento de localizarla o comunicarse con ella sería un asalto intolerable a su intimidad. Y no volvieron a saber nada más de ella.
—Está claro que usted sabe más sobre sus exestudiantes que yo, pero en la superficie esta historia no resulta tan increíble. Parece algo que una niña mimada e inestable podría hacer. —Cuando salieron las palabras, Gurney se preguntó si Ashton podría objetar algo a esa caracterización de las alumnas de Mapleshade.
—Suena exactamente así —replicó en cambio—. Una «niña mimada» montando un escándalo, largándose, castigando a sus padres por rechazarla. No es muy asombroso, ni siquiera inusual.
—Entonces no entiendo la clave de la historia. ¿Por qué está tan inquieto por eso?
—Porque las otras dos explicaron la misma historia a sus familias.
—¿Lo mismo?
—La misma historia, salvo por la marca y el precio del coche. En lugar de un Miata de veintisiete mil dólares, la segunda chica pidió un BMW de treinta y nueve mil, y la tercera quería un Corvette de setenta mil dólares.
—Cielo santo.
—¿Ve por qué estoy preocupado?
—Lo que veo es un misterio en la conexión de las tres historias. ¿Sus conversaciones con los padres le dieron alguna idea sobre eso?
—Bueno, no puede ser una coincidencia. Lo que lo convierte en alguna clase de conspiración.
Gurney veía dos posibilidades.
—O bien las chicas urdieron el plan entre ellas como una forma de irse de casa (aunque no me queda claro por qué tendrían que hacerlo), o cada una de ellas estaba siguiendo las instrucciones de otra persona sin ser necesariamente consciente de que otras chicas estaban siguiendo las mismas instrucciones. Pero, una vez más, la verdadera pregunta es por qué.
—¿No cree que sea, sin más, un plan para ver si podían obligar a sus padres a que les compraran el coche de sus sueños?
—Lo dudo.
—Si era una historia que urdieron entre ellas, o bajo la dirección de una tercera parte misteriosa, por razones todavía desconocidas, ¿por qué cada chica dijo una marca de coche distinta?
A Gurney se le ocurrió una posible respuesta, pero quería más tiempo para pensar en ello.
—¿Cómo eligió los nombres de las chicas a las que quería llamar?
—Nada sistemático. Eran solo chicas de la clase de graduación de Jillian.
—¿Así que todas tenían aproximadamente la misma edad? ¿Todas alrededor de los diecinueve o veinte años?
—Eso creo.
—¿Se da cuenta de que tendrá que entregar los registros de matriculación de Mapleshade a la Policía?
—Me temo que yo no lo veo de esa manera, al menos todavía no. Lo único que sé en este momento es que tres chicas, legalmente adultas, se fueron de casa después de mantener discusiones similares con sus padres. Le concedo que hay algo en ello que parece peculiar (que es el motivo por el que le he llamado), pero hasta ahora no hay pruebas de criminalidad, no hay pruebas de nada mal hecho en absoluto.
—Hay más de tres.
—¿Cómo lo sabe?
—Como le he dicho antes, me contaron…
Ashton lo interrumpió.
—Sí, sí, lo sé, una persona anónima le dijo que no podían encontrar a algunas de nuestras antiguas estudiantes, también anónimas, lo cual en sí mismo no significa nada. No mezclemos churras con merinas, no saltemos a conclusiones horribles para usarlas como pretexto para destruir las garantías de confidencialidad de la escuela.
—Doctor, acaba de llamarme. Estaba preocupado. Ahora me está diciendo que no hay nada de que preocuparse. No tiene mucho sentido.
Podía oír la trémula respiración de Ashton. Después de cinco largos segundos, el hombre habló con voz más mesurada.
—Mire, esto es lo que le propongo: continuaré haciendo llamadas. Trataré de contactar con todos los números que tengo de graduadas recientes. De esa manera podremos averiguar si hay un patrón serio aquí, antes de causar un daño irreversible a Mapleshade. Créame, no pongo obstáculos porque sí. Si descubrimos algún otro ejemplo…
—Muy bien, doctor, haga las llamadas. Pero sepa que le pasaré al DIC la información que ya poseo.
—Haga lo que tenga que hacer pero, por favor, recuerde lo poco que sabe. No destruya un legado de confianza sobre la base de una hipótesis.
—Le entiendo. Lo ha expresado con elocuencia. —De hecho la fácil elocuencia de Ashton estaba desquiciando a Gurney—. Pero hablando del legado de la institución, o misión, o reputación, o como quiera llamarlo, entiendo que hizo algunos cambios drásticos en esa área hace unos años, algunos podrían decir que cambios arriesgados.
Ashton respondió con sencillez.
—Sí, lo hice. Dígame cómo le describieron esos cambios y le diré a qué se debieron.
—Parafrasearé: «Scott Ashton puso la misión de la institución patas arriba, transformó una organización que trataba lo tratable en una jaula de monstruos incurables». Creo que eso capta la esencia de la idea.
Ashton dejó escapar un pequeño suspiro.
—Supongo que es la forma en que «alguien» podría verlo, sobre todo si su carrera no se benefició de ese cambio.
Gurney no hizo caso de la aparente pulla a Simon Kale.
—¿Cómo lo ve usted?
—Este país tiene una superabundancia de internados terapéuticos para neuróticos. De lo que carece es de entornos residenciales donde los problemas del abuso sexual y de las obsesiones sexuales destructivas puedan ser tratadas de manera creativa y eficaz. Estoy tratando de corregir ese desequilibrio.
—¿Y está contento con la forma en que está funcionando?
Se oyó el sonido de un largo suspiro.
—El tratamiento de ciertos trastornos mentales es medieval. Con el listón tan bajo, hacer mejoras no es tan difícil como podría pensar. Cuando tenga una o dos horas libres, podemos hablar de ello con más detalle. Ahora mismo será mejor que haga esas llamadas.
Gurney miró la hora en el salpicadero del coche.
—Y yo tengo una reunión a la que ya llego cinco minutos tarde. Por favor, cuénteme lo que pueda lo antes posible. Ah, una última cosa, doctor. Supongo que tiene los números de teléfono de Allessandro y de Karmala Fashion.
—¿Perdón?
Gurney no dijo nada.
—¿Se refiere al anuncio? ¿Por qué iba a tener sus números?
—Supongo que la foto de la pared se la dio el fotógrafo o la compañía a la que encargó el anuncio.
—No. De hecho, fue Jillian quien la consiguió. Me la dio como regalo esa mañana. La mañana de la boda.