La fábula vital, el sueño fundamental, la visión que lo había cambiado todo, era ahora tan vívida para él como la primera vez que la experimentó.
Era como ver una película y estar en ella al mismo tiempo, olvidando luego que era una película, y viviéndola, sintiéndola como una experiencia más real que lo que había sido la vida llamada real.
Era siempre igual.
Juan el Bautista estaba descalzo y desnudo salvo por una tela que apenas le cubría los genitales. La sujetaba con un cinturón de piel vuelta del cual colgaba un cuchillo de caza primitivo. Estaba de pie junto a una cama revuelta, en un espacio que parecía ser al mismo tiempo una habitación y una mazmorra. No había ataduras visibles que lo sujetaran, sin embargo, no podía mover ni brazos ni piernas. La sensación era claustrofóbica y sentía que, si perdía el equilibrio y caía en la cama, se asfixiaría.
A la mazmorra, bajando por escalones de piedra oscuros, llegó Salomé. Fue hacia él envuelta en un remolino de perfume y seda transparente. Se quedó delante de él, contoneándose, bailando, moviéndose más como una serpiente que como un ser humano. La seda se deslizó, desapareciendo, revelando una piel marfileña, unos pechos sorprendentemente grandes para el cuerpo ligero, unas nalgas redondas, increíblemente perfectas y letales. El cuerpo contorsionándose en anticipación del placer.
El arquetipo de la degradación.
Eva el súcubo.
Encarnación de la serpiente.
Esencia del mal.
Encarnación de la lujuria.
Retorciéndose, bailando como una serpiente.
Danzando en torno a él, pegada a él. Un pegajoso sudor formándose en los pechos temblorosos, gotitas de sudor en la comisura de los labios. La descarga eléctrica de las piernas contra las suyas, las piernas separándose, el roce del vello púbico contra su muslo, un grito de horror creciendo en su pecho, el horror acelerado en su sangre. El grito pugnando por estallar en su corazón. Al principio un pequeño gemido contenido, construyéndose, tensándose a través de los dientes apretados. Los ojos de ella ardiendo, la entrepierna apretada contra la suya, ardiendo, su grito alzándose, estallando, ahora un rugido, un torrente de sonido, el rugido de un ciclón equilibrando el mundo, liberando los brazos y piernas de su parálisis, su cuchillo de caza transformado ahora en una espada, una cimitarra bendita. Con toda la fuerza del Cielo y la Tierra, blande su gran cimitarra —la mueve en un arco dulce y perfecto— sin apenas sentir que atraviesa el sudor del cuello de ella, la cabeza que cae, libre. Al caer, desapareciendo a través del suelo de piedra, el cuerpo húmedo se seca en un polvo gris y desaparece, barrido por un viento que a él le calienta el alma, que lo llena de luz y paz, que lo colma con el conocimiento de su identidad verdadera, con su misión y su método.
Dicen que Dios acude a algunos hombres lentamente y a otros en un destello de luz que lo ilumina todo. Y así era en su caso.
El poder y la claridad lo habían asombrado la primera vez, como lo hacía cada vez que lo recordaba, cada vez que volvía a experimentar la gran verdad que se le había revelado en el «sueño».
Como todas las grandes ideas, era asombrosamente simple: Salomé no logrará que Herodes decapite a Juan el Bautista si este ataca primero. Juan el Bautista, vivo en él. Juan el Bautista, destructor del mal de Eva. Juan el Bautista, receptor del bautismo de sangre. Juan el Bautista, azote de las serpientes viscosas de la Tierra. Cercenador de la cabeza de Salomé la serpiente.
Era una visión maravillosa. Una fuente de determinación, serenidad y solaz. Se sentía excepcionalmente bendecido. Mucha gente en el mundo moderno no tenía ni idea de quién era en realidad.
Él sabía quién era. Y lo que tenía que hacer.