Mientras Madeleine estaba preparando un plato de pasta con langostinos para cenar, Gurney se encontraba en el sótano, revisando ejemplares viejos del dominical del Times que guardaban para un proyecto de jardinería. (Una de las amigas de Madeleine había conseguido que se interesara en un tipo de semillero en el cual se usaban periódicos para crear capas de mantillo). Estaba hojeando las secciones de la revista del periódico en busca del anuncio a doble página —que recordaba haber visto— en el que salía la provocativa fotografía de Jillian. Lo que necesitaba era el nombre de la compañía o ver los créditos de la foto. Estaba a punto de rendirse y llamar a Ashton para pedirle esa información cuando encontró la publicación más reciente del anuncio. Se fijó en que, por una macabra coincidencia, había aparecido el día del asesinato.
En lugar de limitarse a tomar nota de la línea de crédito «Karmala Fashion, foto de Allessandro», decidió llevarse arriba aquella sección de la revista. La dejó abierta en la mesa donde Madeleine estaba poniendo los platos de la cena.
—¿Qué es eso? —preguntó ella echando un vistazo.
—Un anuncio de pañuelos muy caros. Demencialmente caros. Es también una foto de la víctima.
—La víc… ¿No te referirás a…?
—Jillian Perry.
—¿La novia?
—La novia.
Madeleine miró de cerca el anuncio.
—Las dos imágenes en la foto son de ella —explicó Gurney.
Madeleine asintió con rapidez, lo cual significaba que ya se había dado cuenta.
—¿Eso es lo que hacía para ganarse la vida?
—Todavía no sé si era un trabajo o algo ocasional. Cuando vi la foto colgada en la casa de Scott Ashton, estaba demasiado asombrado para preguntar.
—¿Tiene eso colgado en su casa? Es un viudo y esa es la imagen que… —Negó con la cabeza; su voz se fue apagando.
—Habla de ella de la misma manera que su madre: como si Jillian hubiera sido una especie de maniaca particularmente brillante, enferma y seductora. La cuestión es que todo el maldito caso es así. Todos los que están relacionados con el caso son geniales o lunáticos o… mentirosos patológicos o… no sé qué. Por Dios, si el vecino de al lado de Ashton, cuya mujer presumiblemente huyó con el asesino, juega con un tren eléctrico bajo un árbol de Navidad en su sótano. Creo que nunca me he sentido tan a la deriva. Es como el rastro. Hay un rastro de olor que la Brigada Canina logró seguir y que conducía al arma del crimen en el bosque, pero no iba más allá, lo cual sugiere que el asesino volvió a la cabaña y se escondió allí, salvo que no hay lugar para esconderse en la cabaña. Durante un instante creo que sé lo que está pasando, pero al cabo de otro me doy cuenta de que no tengo ninguna prueba de todo eso que pienso. Tenemos montones de escenarios interesantes, pero, cuando miramos debajo, no hay nada.
—¿Qué significa eso?
—Significa que necesitamos datos firmes, observaciones de primera mano de testigos creíbles. Hasta ahora ninguna de las hipótesis tiene datos verificables que la sustente. Es muy fácil dejarse llevar por una buena historia. Puedes implicarte emocionalmente con ciertas visiones del caso y no darte cuenta de que todo son imaginaciones. Vamos a comer. A lo mejor la comida ayuda a mi cerebro.
Madeleine puso un gran bol de pappardelle con langostinos y salsa de tomate y ajo en el centro de la mesa, junto con pequeños cuencos de queso de Asiago y albahaca picada. Empezaron a comer rodeados de un silencio reflexivo.
Gurney pronto tuvo que hacer un esfuerzo para contener una sonrisa. Se dio cuenta de que esa frustración con el caso, por incómoda que le resultara, estaba arrastrando a Madeleine a una discusión de los detalles, un resultado deseable que había sido incapaz de generar hasta entonces.
Después de unos pocos bocados, Madeleine empezó a jugar con un langostino.
—De tal palo, tal astilla.
—¿Hum?
—Madre e hija tienen mucho en común.
—¿Te refieres a que las dos son un poco erráticas?
—Es una forma de decirlo.
Hubo otro silencio mientras Madeleine tocaba ligeramente el langostino con las puntas de su tenedor.
—¿Estás seguro de que no hay sitio para esconderse?
—¿Esconderse?
—En la cabaña.
—¿Por qué lo preguntas?
—Hace un tiempo vi una película de terror sobre un casero que tenía espacios secretos entre las paredes del apartamento y que vigilaba a sus inquilinos a través de pequeños agujeros.
Sonó el teléfono fijo.
—La cabaña es muy pequeña, tan solo tiene tres ambientes —dijo al levantarse para responder.
Madeleine se encogió de hombros.
—Solo era una idea. Todavía me da escalofríos.
El teléfono estaba en el escritorio del estudio. Dave llegó a él al cuarto tono.
—Aquí Gurney.
—¿Detective Gurney? —La voz femenina era joven, insegura.
—Exacto. ¿Con quién estoy hablando? —Oyó la respiración inquieta de la persona que llamaba—. ¿Sigue ahí?
—Sí…, no debería llamar, pero… quería hablar con usted.
—¿Quién es?
Quien llamaba respondió tras otra vacilación.
—Savannah Liston.
—¿En qué puedo ayudarla?
—¿Sabe quién soy?
—¿Debería saberlo?
—Pensaba que podría haber mencionado mi nombre.
—¿Quién podría haberlo mencionado?
—El doctor Ashton. Soy una de sus asistentes.
—Entiendo.
—Por eso lo llamo. O sea, quizá no debería estar llamando, pero… ¿Es verdad que es detective privado?
—Savannah, ha de decirme por qué me ha llamado.
—Lo sé. Pero no se lo dirá a nadie, ¿verdad? Perdería mi empleo.
—A menos que esté planeando hacer daño a alguien, no se me ocurre ninguna razón legal por la que debería divulgar nada.
Esa respuesta, que había usado centenares de veces en su carrera, no quería decir nada, pero pareció satisfacerla.
—Vale. Voy a decírselo. He oído al doctor Ashton hablando por teléfono con usted antes. Me ha parecido que usted quería nombres de chicas de la clase de Jillian con las que ella iba, pero que él no se los podía dar.
—Algo así.
—¿Para qué los quiere?
—Lo siento, Savannah, no estoy autorizado a discutir eso. Pero me gustaría saber más sobre la razón por la que me llama.
—Puedo darle dos nombres.
—¿De chicas con las que iba Jillian?
—Sí. Las conozco porque cuando era estudiante allí, de vez en cuando salíamos juntas, y por eso lo he llamado. Está pasando algo raro. —Su voz se estaba poniendo temblorosa, como si estuviera a punto de llorar.
—¿Qué cosa rara, Savannah?
—Las dos chicas con las que salía Jillian, las dos han desaparecido desde que se graduaron.
—¿Qué quiere decir que han desaparecido?
—Las dos se fueron de casa en verano, pero sus familias no las han vuelto a ver y nadie sabe dónde están. Y hay otra cosa horrible. —Su respiración era tan desigual ahora que parecía más un sollozo.
—¿Qué es lo horrible, Savannah?
—Las dos hablaban de que les gustaba Héctor Flores.