—Después de cargarme al estúpido hijo de puta, veo que solo lleva un zapato. Pienso, ¿qué coño? Me fijo y resulta que no lleva calcetín en el pie que tiene calzado. En la suela del zapato, veo esa M pequeña inclinada, el logo de Marconi, así que es un zapato de dos mil dólares. En el otro pie, el que no tiene zapato, sí que lleva calcetín. De cachemira. Pienso, ¿quién coño hace eso? ¿Quién coño se pone un calcetín de cachemira y un zapato de dos mil dólares, en pies diferentes? Os diré quién lo hace: un cabrón colgado con mucha pasta, un borracho forrado.
De esta manera abrió Gurney su presentación de esa mañana. La idea de ir al grano llevada al extremo. Y funcionó. Había captado la atención de todos los presentes en la gris sala de conferencias con paredes de hormigón de la Academia de Policía.
—El otro día hablamos de la falacia del eureka, la tendencia de la gente a confiar más en cosas que han descubierto que en cosas que le cuenta otra persona. Tendemos a creer que la verdad oculta es la verdad real. Cuando trabajamos infiltrados, podemos aprovecharnos de esa tendencia al dejar que el objetivo descubra las cosas que más queremos que crea. No es una técnica fácil, pero es muy poderosa. Hoy veremos otro factor que genera credibilidad, otra forma de hacer que nuestra mentira suene sincera: capas de detalles inusuales, asombrosos e incongruentes.
Todos los asistentes parecían estar en los mismos asientos que habían ocupado dos días antes, con la excepción de la atractiva policía hispana de labios gruesos, que se había trasladado a la primera fila, desplazando al dispéptico detective Falcone, que ahora estaba en la segunda fila; un cambio agradable desde el punto de vista de Gurney.
—La historia que acabo de contarles sobre cómo maté al tipo con el logo de Marconi en la suela del zapato es una historia que conté realmente en una investigación encubierta. Todos los extraños detalles están ahí por razones específicas. ¿Alguien puede contarme cuáles podrían ser?
Se alzó una mano en medio de la sala.
—Le hace parecer frío y duro.
Se ofrecieron otras opiniones sin manos alzadas:
—Le hace parecer como si tuviera un problema con los borrachos.
—Como si estuviera un poco loco.
—Como Joe Pesci en Uno de los nuestros.
—Distracción —dijo una voz femenina débil y anodina desde la fila del fondo.
—Hábleme de eso —dijo Gurney.
—Tiene a alguien concentrado en un montón de detalles raros, tratando de adivinar por qué el tipo al que le disparó solo llevaba un zapato, no se concentran en lo principal, que para empezar es si le disparó a alguien.
—¡Enterrarlos en la mentira! —intervino otra voz femenina.
—Esa es la idea —dijo Gurney—. Pero hay una cosa más…
La guapa policía con los labios brillantes intervino:
—¿La pequeña M en la suela de su zapato?
Gurney no pudo evitar sonreír.
—Exacto, la pequeña M en la suela del zapato. ¿De qué se trata?
—¿Hace más creíble el disparo?
Falcone, detrás de ella, puso los ojos en blanco. Gurney tenía ganas de echarlo de la clase, pero dudaba que tuviera autoridad para hacerlo y no quería liarse en una discusión de a ver quién era capaz de mear más lejos. Se concentró en su pupila estrella, una tarea mucho más fácil.
—¿Cómo lo hace?
—Por la forma en que lo imaginamos. La víctima está caída en el suelo, le han disparado. Por eso la suela del zapato es visible. Así pues, cuando lo imagino, preguntándome por ese pequeño logo, ya creo que al tipo le han disparado. ¿Sabe a qué me refiero? Una vez que he visto este pie en esa posición, ya he superado la cuestión de si le disparó. Es un poco como el otro pequeño detalle, que el calcetín del otro pie era de cachemira. La única forma de saber si algo es de cachemira es tocarlo. Así que estoy visualizando a este asesino, con curiosidad por el calcetín, tocando el pie del muerto. Muy frío. Un tipo que da miedo. Creíble.
El restaurante donde Gurney había accedido a reunirse con Sonya Reynolds estaba en un pueblecito cercano a Bainbridge, a medio camino entre la Academia de Policía de Albany y su galería en Ithaca. Había terminado su conferencia a las once y había llegado al lugar que ella había elegido, el Pato corredor, a la una menos cuarto.
Había una curiosa discordancia entre el nombre rural cursi y el disparatado recortable de un pato gigante en el césped delantero y la decoración sobria, un poco rústica, del interior, como si representaran las desavenencias de un mal matrimonio.
Gurney fue el primero en llegar y lo acompañaron a una mesa para dos situada junto a una ventana que daba a un estanque: el posible hogar del pato que daba nombre al local, si es que alguna vez había existido. Una camarera adolescente, regordeta y alegre, con el pelo rosa de punta y una indescriptible combinación de ropa de colores chillones, trajo dos menús y dos vasos de agua helada.
Gurney contó un total de nueve mesas en el pequeño comedor. Solo dos de ellas estaban ocupadas y ambas de un modo silencioso: una por una pareja de jóvenes que miraban con intensidad las pantallas de sus BlackBerry, la otra por un hombre y una mujer de mediana edad de la era preelectrónica que contemplaban impasibles sus propios pensamientos.
La mirada de Gurney vagó al estanque. Tomó un trago de agua y pensó en Sonya. Al echar la vista atrás sobre su relación —no una «relación» en el sentido romántico, solo una relación profesional con una buena dosis de deseo reprimido por su parte—, la vio como uno de los interludios más extraños de su vida. Inspirado por un curso de educación artística que impartía Sonya, al que él y Madeleine asistieron poco después de trasladarse al norte del estado, Gurney había empezado a modificar artísticamente retratos de ficha policial de asesinos, iluminando sus personalidades violentas a través de la manipulación de las austeras fotografías oficiales tomadas en el momento de las detenciones. El gran entusiasmo de Sonya por el proyecto y su venta de ocho de las imágenes (a dos mil dólares cada una a través de su galería de Ithaca) mantuvieron a Gurney implicado durante varios meses, a pesar del malestar de Madeleine por lo morboso del tema y su propia ansiedad por complacer a Sonya. En ese momento rememoró la tensión de aquel conflicto, junto con un inquieto recuerdo del casi desastre en que terminó.
Además de que por poco le cuesta la vida, el caso de homicidio de Mellery lo había llevado a enfrentarse cara a cara con sus fracasos más flagrantes como marido y como padre. Con la clara lección de humildad bien aprendida de la experiencia, se le había ocurrido que el amor es lo único que cuenta en el mundo. Viendo el proyecto artístico con las fotos de archivo policial y su contacto con Sonya como elementos perturbadores de su relación con la única persona que realmente había amado, Gurney les dio la espalda para volverse hacia Madeleine.
No obstante, casi un año después, la luz blanca de la comprensión empezaba a perder brillo. Todavía reconocía la verdad que había en esa idea —que el amor, en cierto sentido, era lo más importante—, pero ya no veía esta como la única luz verdadera del universo. El gradual debilitamiento de su prioridad ocurrió de manera discreta y no se anunció como una pérdida. Lo sentía más como el desarrollo de una perspectiva más realista, y seguramente eso no era nada malo. Al fin y al cabo, uno no podía funcionar mucho tiempo en el estado de intensidad emocional creado por el asunto Mellery, no fuera a ser que olvidara de segar el césped y comprar comida, o de ganar el dinero necesario para comprar comida y cortacéspedes. ¿Acaso no era inherente a la naturaleza de todas las experiencias intensas, aposentarse, permitir que el ritmo ordinario de la vida se reanudara? Así que a Gurney ya no le preocupaba en especial el hecho de que, de vez en cuando, la idea de que «el amor es lo único que cuenta» parecía tener el timbre de un dogma sentimental, como el título de una canción country.
Aquello no significaba que hubiera bajado la guardia por completo. Había una electricidad en Sonya Reynolds que solo un hombre muy estúpido podría considerar inofensiva. Y cuando la chica de pelo rosa llevó a la esbelta y elegante Sonya al comedor, esa electricidad estaba irradiando como el zumbido de una planta eléctrica.
—David, mi amor, estás… ¡exactamente igual! —gritó, deslizándose hacia él como guiada por la música, ofreciéndole la mejilla para que él la besara—. Pero por supuesto que sí. ¿Cómo vas a estar? ¡Eres una roca! ¡Qué estabilidad! —Esta última palabra la pronunció con un placer exótico, como si fuera el término italiano perfecto para algo que el inglés era incapaz de expresar.
Iba vestida con unos pantalones de diseño muy ajustados y una camiseta de seda bajo una chaqueta de hilo tan informalmente desestructurada que no podía haber costado menos de mil dólares. No había ni joyería ni maquillaje que distrajera la contemplación de su perfecta tez aceitunada.
—¿Qué estás mirando? —Su voz era juguetona, sus ojos destellaban.
—Tú, eh…, estás muy guapa.
—Debería estar enfadada contigo, ¿lo sabes?
—¿Porque dejé de hacer fotos?
—Por supuesto, porque dejaste de hacer fotos. Fotos maravillosas. Fotos que me encantaban. Fotos que encantaban a mis clientes. Fotos que podía vender. Fotos que vendí. Pero así sin más, me llamas y me sueltas que no puedes seguir haciéndolas. Que tienes razones personales. No puedes hacer más fotos y no puedes hablar de eso. Fin de la historia. ¿Crees que no debería estar enfadada contigo?
Sonya no sonaba enfadada en absoluto, así que Dave no respondió. Se limitó a observarla, asombrado por la cantidad de energía electrizante que podía canalizar en cada palabra. Era lo primero que había captado su atención en su clase de Introducción al arte. Eso y aquellos grandes ojos verdes.
—Pero te perdono. Porque vas a volver a hacer fotos. No me niegues con la cabeza. Créeme, cuando te explique lo que está pasando, no negarás con la cabeza. —Sonya se detuvo, miró a su alrededor por primera vez—. Tengo sed. Tomemos algo.
Cuando la chica de pelo rosa volvió a aparecer, Sonya pidió un vodka con zumo de pomelo. Contra toda sensatez, Gurney pidió otro.
—Así pues, señor Policía Retirado —dijo ella después de que llegaran las copas y las probaran—, antes de que te diga cómo te va a cambiar la vida, cuéntame cómo es ahora.
—¿Mi vida?
—Tienes una vida, ¿no?
Gurney tenía la desconcertante sensación de que ella ya lo sabía todo de su vida, incluidas sus reservas, dudas y conflictos. Aunque ella no tenía forma de saberlo. Él nunca le habló de esas cosas, ni siquiera cuando estuvo relacionado con su galería.
—Mi vida está bien.
—Ah, pero lo dices de manera que no suena cierto, como si fuera algo que se supone que has de decir.
—¿Es así como suena?
Ella dio otro sorbo a su bebida.
—¿No quieres decirme la verdad?
—¿Cuál crees que es la verdad?
Sonya Reynolds ladeó un poco la cabeza, estudió el rostro de Gurney, se encogió de hombros.
—No es asunto mío, ¿no? —Miró al estanque.
Dave consumió la mitad de su copa en dos tragos.
—Supongo que es como la de cualquiera: un poco de esto y un poco de aquello.
—Haces que parezca una combinación bastante triste.
Dave se rio, sin alegría, y durante un rato ambos se quedaron en silencio. Él fue el primero en hablar.
—He descubierto que no soy tan amante de la naturaleza como creía ser.
—Pero ¿tu mujer sí lo es?
Dave asintió.
—No es que no me parezca hermoso esto, las montañas y todo, pero…
Ella le dedicó una mirada sagaz.
—Pero ¿te enredas en negaciones dobles cuando tratas de explicarlo?
—¿Qué? Ah. Ya te entiendo. ¿Tan obvios son mis problemas?
—El descontento siempre es obvio, ¿no? ¿Qué pasa? ¿No te gusta esa palabra?
—¿Descontento? Es más bien que… aquello en lo que soy bueno, la manera en que trabaja mi mente, no es muy útil aquí. Me refiero a que… analizo situaciones, desenredo los elementos de un problema, me concentro en discrepancias, resuelvo enigmas. Nada de eso… —Su voz se fue apagando.
—Y, por supuesto, tu mujer cree que deberías amar las margaritas, no analizarlas. Deberías decir: «¡Qué bonitas!», y no: «¿Qué están haciendo aquí?». ¿Me equivoco?
—Es una forma de expresarlo.
—Bueno —dijo ella, cambiando de tema con repentino entusiasmo—, hay un hombre al que has de conocer. Lo antes posible.
—¿Cómo es eso?
—Quiere hacerte rico y famoso.
Gurney torció el gesto.
—Lo sé, lo sé, no estás muy interesado en hacerte rico, y la fama no te atrae en absoluto. Estoy seguro de que tienes objeciones teóricas. Pero supongamos que te digo algo muy concreto. —Sonya miró a su alrededor en el comedor.
La pareja mayor se estaba poniendo en pie muy despacio, como si levantarse de la mesa fuera un proyecto que debía emprenderse con cautela. La pareja de las BlackBerry todavía seguía a lo suyo, enviando rápidos mensajes de texto con los bordes de sus pulgares. A Gurney se le ocurrió la idea traviesa de que podrían estarse enviando mensajes de texto el uno al otro. La voz de Sonya bajó a un susurro dramático.
—Supongamos que te dijera que quiere comprar uno de tus retratos por cien mil dólares. ¿Qué dirías a eso?
—Diría que está loco.
—¿Eso crees?
—¿Cómo no iba a estarlo?
—El año pasado, en una subasta en la ciudad, la silla de oficina de Yves Saint Laurent se vendió por veintiocho millones de dólares. Eso es una locura. Pero ¿cien mil dólares por uno de tus asombrosos retratos de asesinos en serie? No lo considero loco en absoluto. Maravilloso sí. Loco no. De hecho, por lo que sé de este hombre y de la forma en que trabaja, el precio de tus retratos no va a dejar de subir.
—¿Lo conoces?
—Acabo de verlo en persona por primera vez. Pero he oído hablar de él. Es un ermitaño, un excéntrico que aparece de cuando en cuando, agita el mundo del arte con alguna que otra compra y desaparece otra vez. Tiene un nombre que suena holandés, pero nadie sabe dónde vive. ¿En Suiza? ¿En Sudamérica? Parece que es un hombre al que le gusta el misterio. Muy reservado, pero con más dinero que Dios. Cuando Jykynstyl muestra interés en un artista, el impacto financiero es enorme. Enorme.
La chica del pelo rosa había añadido una bufanda de color del licor de Chartreuse a su ecléctica indumentaria y estaba llevándose los platos del postre y las tazas de café de la mesa contigua a la de ellos. Sonya captó su atención.
—Cielo, ¿me traerás otro vodka con pomelo? Y creo que otro también para mi amigo.