—Solo dos semanas —dijo Gurney al llevar su café a la mesa del desayuno.
—Hum.
Madeleine era muy expresiva con sus pequeños sonidos. Este mostraba que comprendía lo que estaba diciendo, pero que no tenía ningún deseo de discutir el tema en ese momento. A la luz de la primera hora de la mañana, ella se las arreglaba para leer Crimen y castigo para una inminente reunión de su club de lectura.
—Solo dos semanas. No voy a dedicarle más.
—¿Es lo que has decidido? —preguntó Madeleine sin levantar la cabeza.
—No sé por qué ha de ser un problema tan enorme.
Madeleine cerró parcialmente el libro, dejando el dedo entre las páginas que estaba leyendo. Ladeó la cabeza y lo miró.
—¿Cómo de enorme crees tú que es el problema?
—Joder, no sé leer la mente. Olvídalo, bórralo, ha sido un comentario estúpido. Lo que estoy diciendo es que estoy limitando mi implicación en este asunto de Perry a un margen de dos semanas. No importa lo que ocurra, de ahí no paso. —Dejó la taza de café en la mesa, se sentó enfrente de ella—. Mira, quizá no tenga mucho sentido lo que digo. Pero entiendo tu preocupación. Sé lo que pasaste el año pasado.
—¿Sí?
Dave cerró los ojos.
—Creo que sí. De verdad. Y no volverá a ocurrir.
El hecho era que casi lo habían matado al final de la última investigación con la que había colaborado voluntariamente. Un año después de su jubilación, había estado más cerca de la muerte que en más de veinte años como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Quizás era lo que había impactado más a Madeleine, no solo el peligro, sino el hecho de que este se había incrementado en el mismo momento de sus vidas en que ella imaginaba que desaparecería.
Se hizo un largo silencio entre ellos.
Finalmente, Madeleine suspiró, retiró el dedo que estaba usando como punto de libro y apartó la novela.
—Mira, Dave, lo que quiero no es tan complicado. O quizá sí. Pensaba que, cuando dejáramos atrás nuestras carreras, descubriríamos una clase de vida en común diferente.
Él sonrió débilmente.
—Todos esos malditos espárragos son algo muy diferente.
—Y tu excavadora es diferente. Y mi jardín de flores es diferente. Pero parece que tenemos problemas con la parte de la «vida en común».
—¿No crees que ahora estamos más tiempo juntos que cuando vivíamos en la ciudad?
—Creo que estamos en la misma casa más tiempo los dos a la vez. Pero ahora es obvio que yo estaba más dispuesta que tú a dejar atrás nuestra vida anterior. Así que ese fue mi error, pensar que estábamos en la misma longitud de onda. Mi error —repitió ella, hablando suavemente con rabia y tristeza en los ojos.
Dave se recostó en la silla, mirando al techo.
—Un terapeuta me dijo una vez que una expectativa no es nada más que el embrión de un resentimiento.
En cuanto lo dijo, lamentó haberlo hecho. Pensó que si hubiera sido tan torpe en su trabajo como lo era hablando con su propia esposa, lo habrían cortado y troceado una década antes.
—¿Solo el embrión de un resentimiento? Muy bonito —saltó Madeleine—. Muy bien. ¿Y qué hay de la esperanza? ¿Decía algo que fuera a la par ingenioso y desdeñoso para hablar de la esperanza? —La rabia se estaba desplazando desde sus ojos a su voz—. ¿Qué hay del progreso? ¿Tenía algo que decir sobre el progreso? ¿O la intimidad? ¿Qué decía sobre eso?
—Lo siento —dijo Gurney—. Solo ha sido otro comentario estúpido por mi parte. Parece que tengo un montón. Deja que empiece otra vez. Lo único que quería decir es que…
Ella lo interrumpió.
—¿Que has decidido comprometerte con «tu deber» durante dos semanas, que vas a trabajar para una mujer loca que busca a un asesino psicótico? —Madeleine lo miró, aparentemente retándolo a tratar de reevaluar la proposición en términos más suaves—. Vale, David. Está bien. Dos semanas. ¿Qué puedo decir? Lo vas a hacer de todas formas. Y por cierto, sé que lo que haces requiere mucha fuerza, gran coraje, gran honestidad y una mente soberbia. De verdad sé que eres un hombre muy especial. De verdad, eres uno entre un millón. Te respeto mucho, David. Pero ¿sabes qué? Me gustaría respetarte menos y estar un poco más contigo. ¿Crees que sería posible? Es lo único que quiero saber. ¿Crees que podríamos estar un poco más cerca?
La mente de Dave casi se puso en blanco.
Luego murmuró en voz baja:
—Dios mío, Maddie, eso espero.
Empezó a llover en el camino a Tambury. Una lluvia de las de limpiaparabrisas en posición intermitente, más bien una llovizna ligera. Gurney paró en Dillweed para comprar una segunda taza de café, no en una gasolinera, sino en el mercado de productos ecológicos Abelard’s, donde el café estaba recién molido y hecho, y muy bueno.
Se sentó con un café en su coche aparcado delante del mercado, hojeando las notas del caso y encontrando la página que quería: un informe suministrado por la compañía de teléfonos con las fechas y las horas de intercambios de mensajes de texto entre los móviles de Jillian Perry y Héctor Flores durante las tres semanas anteriores al homicidio: trece de Flores a Perry, doce de Perry a Flores. En un documento separado, grapado al informe, el laboratorio informático de la Policía del estado señalaba que todos los mensajes del teléfono de Jillian Perry habían sido borrados, con la excepción del mensaje final de «Edward Vallory», recibido aproximadamente una hora antes del margen de los catorce minutos en el cual se cometió el asesinato. El informe también señalaba que la compañía telefónica conservaba fecha, duración, número de origen y recepción, así como la torre de transmisión de datos en todas las llamadas de móviles, pero no datos de contenido. Así que una vez que todos esos mensajes habían sido borrados del teléfono de Jillian, no había forma de recuperarlos, a menos que Héctor hubiera guardado las cadenas de mensajes en su teléfono y se tuviera acceso a su memoria en el futuro; posibilidades sobre las que no cabía ser optimista.
Gurney volvió a poner las hojas en la carpeta, se terminó el café y, en esa mañana gris y lluviosa, reemprendió la marcha a su cita de las ocho y media con Scott Ashton.
La puerta se abrió antes de que Gurney tuviera ocasión de llamar. Ashton otra vez iba vestido con ropa informal muy cara, de la clase que podría esperarse en un catálogo con una casa de piedra de Cotswold en portada.
—Entre, vamos al grano —dijo con una sonrisa superficial—. No tenemos mucho tiempo.
Condujo a Gurney a través de un gran vestíbulo central a una sala de estar situada a la derecha que parecía haber sido amueblada un siglo antes. Las sillas tapizadas y los sofás eran casi todos de estilo reina Ana. Las mesas, la repisa de la chimenea, las patas de las sillas y otras superficies tenían una pátina antigua y suavemente lustrosa.
Entre las notas elegantes que cabía encontrar en una casa de campo de estilo de la clase alta inglesa había algo fuera de lugar por completo. En la pared de encima de la repisa de castaño oscuro colgaba una fotografía muy grande enmarcada. Era una imagen apaisada y del tamaño aproximado de una doble página en el dominical del Times.
Entonces Gurney se dio cuenta de por qué se le había ocurrido enseguida esa particular comparación de tamaño. Ya había visto esa fotografía en esa misma publicación. Encajaba en el género de anuncios caros en los cuales las modelos se miran entre sí o al mundo en general con una sensualidad arrogante y drogada. No obstante, incluso entre los anuncios de ese estilo, este sorprendía, pues tenía algo que era más que retorcido. Aparecían dos mujeres muy jóvenes, seguramente de menos de veinte años, tendidas en lo que parecía ser un suelo de dormitorio, cada una mirando el cuerpo de la otra con una combinación de cansancio e insaciable apetito sexual. Estaban desnudas salvo por un par de pañuelos de seda hábilmente colocados, se suponía que producto de la firma de moda que se anunciaba.
Cuando Gurney miró con más atención, vio que era una fotografía manipulada; de hecho, eran dos fotografías en las que la misma modelo posaba de manera diferente y que estaban retocadas para dar la impresión de que se miraban la una a la otra, lo que añadía una dimensión de narcisismo a la ya amplia patología de la escena. Era, en cierto modo, una obra de arte impresionante, una descripción de pura decadencia merecedora de ilustrar el infierno que retrató Dante. Gurney se volvió hacia Ashton, con curiosidad evidente en su expresión.
—Jillian —dijo Ashton con voz plana—. Mi difunta esposa.
Gurney se quedó sin habla.
La imagen planteaba tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.
Tenía la sensación de que Ashton no solo lo estaba observando, sino que disfrutaba de su confusión. Y aquello planteaba más preguntas. Finalmente, Gurney pensó en algo que decir, algo que había olvidado por completo durante su primera reunión.
—Siento mucho su trágica pérdida. Y lamento no habérselo dicho ayer.
Una pesada nube de depresión y cansancio ensombreció los rasgos de Ashton.
—Gracias.
—Me sorprende que haya sido capaz de quedarse en esta casa; viendo esa cabaña allí atrás días tras día, sabiendo lo que ocurrió allí.
—Será demolida —dijo Ashton, casi con brutalidad—. Derruida, aplastada, quemada. En cuanto la Policía dé su permiso. Todavía tienen cierta jurisdicción sobre ella, como escena del crimen. Pero ese día llegará y, entonces, echaré la cabaña abajo.
En su rostro, una ola de aterradora determinación había reemplazado al cansancio.
Ashton respiró hondo y la muestra de emoción intensa se desvaneció poco a poco. Sonrió de manera adusta.
—Bueno, ¿por dónde empezamos?
Hizo un gesto hacia un par de sillones orejeros de terciopelo color borgoña entre los que se situaba una mesita cuadrada. El sobre de la mesa consistía en un tablero de taracea labrado a mano, pero no había piezas de ajedrez a la vista.
Gurney decidió lanzarse de cabeza a la cuestión más obvia: la foto de sensacional mal gusto de Jillian.
—Nunca habría adivinado que la chica de esa foto de la pared era la novia que vi en el vídeo.
—El ondulante vestido blanco, el maquillaje recatado, etcétera. —Ashton parecía casi divertido.
—Nada de eso parece encajar con esto —dijo Gurney, mirando la foto.
—¿Tendría más sentido si supiera que su vestido de novia tradicional era la idea de Jillian de una broma?
—¿Una broma?
—Esto puede parecerle crudo y sin sentimientos, detective, pero no tenemos mucho tiempo, así que deje que le hable deprisa de Jillian. Algunas cosas puede que las haya oído de su madre y otras no. Jillian era irritable, temperamental, inconstante, centrada en sí misma, intolerante, impaciente y voluble.
—Menudo perfil.
—Ese era su lado más brillante, la relativamente inofensiva Jillian, consentida y bipolar. Su lado más oscuro era algo distinto. —Ashton hizo una pausa, miró la imagen de la pared como para calibrar la precisión de sus palabras.
Gurney aguardó, se preguntó adónde iría a parar ese comentario extraordinario.
—Jillian… —empezó Ashton, todavía mirando la foto, hablando ahora con voz más suave y lenta—. Jillian fue en su infancia una depredadora sexual que abusaba de otros niños. Ese era el síntoma principal de la patología central que la llevó a Mapleshade a los trece años. Sus problemas afectivos y de conducta más obvios eran ondas en la superficie.
Se humedeció los labios con la punta de la lengua, luego se frotó con el pulgar y el índice como para secárselos otra vez. Su vista pasó de la foto a la cara de Gurney.
—Bueno, ahora quiere hacer preguntas ¿o prefiere que las formule por usted?
Gurney estaba satisfecho dejando que Ashton siguiera hablando. Lo alentó.
—¿Cuál cree que sería mi primera pregunta?
—¿Si no tuviera una docena de ellas dándole vueltas en la cabeza? Creo que su primera pregunta, al menos para sí mismo, sería: ¿Ashton está loco? Porque, si es así, eso explicaría muchas cosas. Pero, si no, entonces su segunda pregunta sería: ¿por qué demonios iba a querer casarse con una mujer con un historial tan conflictivo? Para la primera pregunta, no tengo respuesta creíble. Ningún hombre es garante fiable de su propia cordura. A la segunda pregunta, le diría que está sesgada injustamente, porque Jillian tenía otra cualidad que he olvidado mencionar: brillantez. Era brillante hasta el extremo. Tenía la mente más rápida, más ágil que haya encontrado nunca. Soy un hombre excepcionalmente inteligente, detective. No estoy siendo inmodesto, solo sincero. ¿Ha visto el tablero de ajedrez construido en esta mesa? No hay piezas. Juego sin ellas. Me resulta un estimulante desafío mental jugar al ajedrez en mi mente, imaginando y recordando las posiciones de las piezas. En ocasiones juego contra mí mismo, visualizando el tablero del lado blanco y del lado negro, adelante y atrás. A la mayoría de la gente esta habilidad le impresiona. Pero créame cuando le digo que la mente de Jillian era más formidable que la mía. Esa clase de inteligencia en una mujer me resulta muy atractiva, atractiva tanto en el sentido de compañerismo como en el erótico.
Cuanto más oía Gurney, más preguntas se le ocurrían.
—He oído que los abusadores son con frecuencia también víctimas de abusos sexuales. ¿Es cierto?
—Sí.
—¿Cierto en el caso de Jillian?
—Sí.
—¿Quién abusó de ella?
—No fue solo una persona.
—¿Quiénes fueron, entonces?
—Según un recuento no verificado, fueron los amigos adictos al crac de Val Perry y el abuso ocurrió repetidamente cuando ella tenía entre tres y siete años.
—Dios. ¿Hay registros de intervención legal, expedientes de servicios sociales?
—Nada de eso se denunció en su momento.
—Pero ¿todo salió a la luz cuando finalmente la enviaron a Mapleshade? ¿Qué hay del registro del tratamiento que le dieron, afirmaciones que ella hizo a sus terapeutas?
—No hay nada. Debería explicarle algo sobre Mapleshade. Para empezar, es una escuela, no un centro médico. Una escuela privada para jóvenes con problemas especiales. Desde hace unos años he admitido un porcentaje creciente de estudiantes cuyos problemas se centran en cuestiones sexuales, en especial en el abuso.
—Me han dicho que trata a los abusadores, más que a los que han sufrido los abusos.
—Sí, aunque lo de «tratar» no es la palabra correcta, porque no se trata, como he dicho, de un centro médico. Y la línea entre abusador y el que ha sufrido los abusos, el abusado, no es siempre tan clara como podría pensar. Lo que quiero destacar es que Mapleshade es eficaz porque es discreto. No aceptamos derivaciones judiciales ni de servicios sociales ni de seguros médicos ni ayuda estatal, no proporcionamos ningún diagnóstico médico o psiquiátrico, y (esto es de suma importancia) no guardamos historiales de pacientes.
—Sin embargo, la escuela, aparentemente, tiene fama de ofrecer tratamientos de vanguardia, o como quiera llamarlo, dirigidos por el afamado doctor Scott Ashton. —La voz de Gurney adoptó un tono más cortante, al cual Ashton no mostró reacción.
—Estos trastornos llevan añadido un estigma mayor que ningún otro. Saber que todo aquí es absolutamente confidencial, que no hay expedientes de casos o formularios de aseguradoras o notas de terapia que puedan ser sustraídas o requeridas por un juez, es una ventaja inestimable para nuestra clientela. Desde un punto de vista legal solo somos una escuela de secundaria privada con un personal bien preparado que está disponible para mantener charlas informales sobre diversas cuestiones delicadas.
Gurney se recostó en el sillón, dándole vueltas a la inusual estructura de Mapleshade y a lo que aquello implicaba. Quizá percibiendo su inquietud, Ashton añadió:
—Tenga en cuenta esto: la sensación de seguridad que nuestro sistema ofrece permite que nuestros estudiantes y sus familias nos cuenten cosas que nunca soñarían con divulgar si la información fuera a ir a parar a un expediente. No hay fuente de culpa, vergüenza y miedo más profunda que los trastornos con los que tratamos aquí.
—¿Por qué no le reveló el horrendo historial de Jillian al equipo de investigación?
—No había razón para hacerlo.
—¿No había razón?
—A mi mujer la mató mi jardinero psicótico, que luego escapó. La obligación de la Policía es localizarlo. ¿Qué debería haber dicho? Oh, por cierto, cuando mi mujer tenía tres años, fue violada por los amigos enloquecidos de su madre adictos al crac. ¿Cómo ayudaría eso a detener a Héctor Flores?
—¿Qué edad tenía cuando hizo la transición de víctima a abusadora?
—Cinco.
—¿Cinco?
—Esta área de disfunción siempre asombra a la gente de fuera del campo. La conducta es muy inconsistente con lo que nos gusta considerar la inocencia de la infancia. Desafortunadamente, los abusadores de cinco años de niños aún más pequeños no son tan raros como podría pensar.
—Madre mía. —Gurney miró con creciente preocupación la foto de la pared—. ¿Quiénes fueron sus víctimas?
—No lo sé.
—¿Val Perry sabe todo esto?
—Sí. Todavía no está preparada para hablar de ello con detalle, en caso de que se esté preguntando por qué no se lo contó. Pero por eso acudió a usted.
—No le sigo.
Ashton respiró hondo.
—Val actúa impulsada por la culpa. Para resumir una historia que es muy complicada, a los veintitantos años ella estaba metida en el mundo de la droga y no era una gran madre. Se rodeó de adictos aún más desquiciados que ella, lo cual llevó a la situación de abuso que he descrito, que a su vez llevó a Jillian a cometer agresiones sexuales y a sufrir otros trastornos de conducta con los que Val no podía tratar. La culpa la desgarraba; es un cliché manido pero preciso. Se sentía responsable por todos los problemas en la vida de su hija y ahora se siente culpable por su muerte. Está frustrada por la investigación policial oficial: sin pistas, sin progresos, sin cierre. Creo que acudió a usted en un intento final de hacer algo bien por Jillian. Ciertamente, demasiado poco y demasiado tarde, pero es lo único que se le ocurrió. Uno de los agentes del DIC le habló de usted, de su reputación como detective de Homicidios en la ciudad; ella leyó algunos artículos en la revista New York y decidió que representaba su mejor y última oportunidad para enmendar el haber sido una madre terrible. Es patético, pero ahí está.
—¿Cómo sabe todo esto?
—Después del asesinato de Jillian, Val estuvo al borde de una crisis nerviosa y todavía lo está. Hablar de estas cosas era una forma de mantener la cordura.
—¿Y usted?
—¿Yo?
—¿Cómo ha mantenido la cordura?
—¿Es eso curiosidad o sarcasmo?
—Su relato del suceso más horrible de su vida, y cómo habla de la gente implicada en ello, parece desapegada. No sé cómo interpretarlo.
—¿No? Cuesta de creer.
—¿Y eso qué significa?
—Tengo la impresión, detective, de que respondería del mismo modo a la muerte de alguien cercano a usted. —Miró a Gurney con la neutralidad del terapeuta clásico—. Sugiero el paralelismo como una forma de ayudarle a comprender mi posición. Se está preguntando: «¿Está ocultando su emoción por la muerte de su mujer o no tiene ninguna emoción que ocultar?». Antes de que le dé la respuesta, piense en lo que vio en el vídeo.
—¿Se refiere a su reacción a lo que vio en la cabaña?
La voz de Ashton se endureció y habló con una rigidez que parecía vibrar con el poder de una furia apenas contenida.
—Creo que parte de la motivación de Héctor era infligirme dolor. Lo consiguió. Mi dolor está registrado en ese vídeo. Es un hecho que no puedo cambiar. No obstante, tomé la resolución de no volver a mostrar nunca ese dolor. A nadie. Nunca.
Los ojos de Gurney descansaron en la delicada taracea del tablero de ajedrez.
—¿No tiene ninguna duda sobre la identidad del asesino?
Ashton pestañeó, dando la impresión de que tenía problemas para entender la pregunta.
—¿Perdón?
—¿No tiene ninguna duda de que Héctor Flores fue la persona que mató a su mujer?
—Ninguna duda. He pensado en la insinuación que hizo ayer de que Carl Muller podría estar involucrado pero, la verdad, no lo veo.
—¿Es posible que Héctor fuera homosexual y que el motivo del crimen…?
—Eso es absurdo.
—Es una teoría que la Policía estaba considerando.
—Sé algunas cosas sobre sexualidad. Confíe en mí. Héctor no era gay. —Miró deliberadamente su reloj.
Gurney se recostó en la silla; esperó a que Ashton estableciera contacto visual con él.
—Hace falta ser una persona especial para dedicarse al campo al que se dedica.
—¿Y eso qué significa?
—Tiene que ser deprimente. He oído que los agresores sexuales son casi imposibles de curar.
Ashton se recostó como Gurney, le sostuvo la mirada y apoyó los dedos bajo la barbilla.
—Es una generalización de los medios. Mitad verdad, mitad absurdo.
—Aun así, tiene que ser un trabajo difícil.
—¿Qué clase de dificultad está imaginando?
—Toda la tensión… Hay mucho en juego. Las consecuencias del fracaso.
—Como el trabajo policial. Como la vida en general. —Ashton miró otra vez su reloj.
—Así pues, ¿cuál es el pegamento? —preguntó Gurney.
—¿El pegamento?
—Lo que lo vincula al campo del abuso sexual.
—¿Esto es relevante para encontrar a Flores?
—Podría serlo.
Ashton cerró los ojos y osciló la cabeza de manera que los dedos que tenía bajo la barbilla adoptaron una posición de plegaria.
—Tiene razón respecto a que hay mucho en juego. La energía sexual en general tiene un poder tremendo, no hay nada que tenga tanto poder para concentrar la atención en uno mismo, para convertirse en la única realidad, para torcer el juicio, para eliminar el dolor y la percepción del riesgo. El poder de hacer que todas las demás decisiones sean irrelevantes. No hay fuerza en la Tierra que se acerque a la energía sexual en su poder de cegar e impulsar al individuo. Cuando esta energía interior de una persona se concentra en un objeto inapropiado (sobre todo, en otra persona con fuerza y conocimiento inferiores), el potencial de daño es verdaderamente infinito. Porque en la intensidad de su poder y excitación primitiva, la capacidad de retorcer la realidad de la conducta sexual inapropiada puede ser tan contagiosa como la mordedura de un vampiro. En la persecución del poder mágico del abusador, el abusado puede convertirse a su vez en abusador. Hay raíces evolutivas, neurológicas y psicológicas en la fuerza abrumadora del impulso sexual. Se pueden analizar, describir y representar gráficamente sus desviaciones en canales destructivos. Pero alterar esas desviaciones es algo muy distinto. Comprender la génesis de un maremoto es una cosa; cambiar su dirección es otra. —Abrió los ojos y bajó las manos.
—¿Es ese reto lo que le atrae?
—Es la influencia.
—¿Se refiere a la capacidad de cambiar algo?
—¡Sí! —Algún reostato interno encendió la luz en los ojos de Ashton—. La capacidad de intervenir en lo que de otro modo sería una cadena sin fin de dolor que se extiende desde el abusador hasta cualquier persona que toque, y de estos a otros, y a futuras generaciones. Esto no es como extirpar un tumor que podría salvar una vida. El índice de éxito en el campo es debatible, pero incluso un solo éxito podría impedir la destrucción de cientos de vidas.
Gurney sonrió, parecía impresionado.
—¿Así que esa es la misión de Mapleshade?
Ashton percibió su sonrisa.
—Exacto. —Otra mirada a su reloj—. Y ahora tengo que irme. Puede quedarse si lo desea, eche un vistazo al terreno, mire la cabaña. La llave está debajo de la roca negra, a la derecha del umbral. Si quiere ver el lugar donde se encontró el machete, vaya hasta la ventana de la parte de atrás de la cabaña. Desde allí camine recto unos cien metros hacia el bosque y encontrará una estaca alta en el suelo. Hubo originalmente una cinta amarilla atada en la parte de arriba, pero podría haber desaparecido. Buena suerte, detective.
Acompañó a Gurney a la puerta, lo dejó en el sendero pavimentado de ladrillo y salió conduciendo un Jaguar clásico, tan evocadoramente inglés como el aroma a manzanilla en el aire húmedo.