Después de despejar justo el espacio suficiente para su portátil, entre un par de pilas de documentos en la mesa larga, Gurney introdujo en Google Earth la dirección de Ashton en Tambury. Centró la imagen en la cabaña y en el bosquecillo que se hallaba detrás, y aumentó la resolución al máximo disponible. Con la ayuda de los datos de escala anexos a la imagen y la información de dirección y distancia desde la parte de atrás de la cabaña que constaba en el expediente del caso, logró reducir la localización del hallazgo del arma del crimen a una zona bastante pequeña de la arboleda, a unos treinta metros de Badger Lane. Así que después de salir de la cabaña por la ventana, Flores caminó o corrió hacia allí, cubrió parcialmente la hoja del arma todavía ensangrentada con algo de tierra y hojas, y luego… ¿qué? ¿Logró llegar a la carretera sin dejar ningún otro olor que pudieran seguir los perros? ¿Se dirigió colina abajo a la casa de Kiki Muller? ¿O ella estaba en su coche, esperando en la carretera para ayudarlo a escapar, esperando para huir a una nueva vida que habían estado planeando juntos?
¿O simplemente Flores volvió caminando a la cabaña? ¿Era ese el motivo de que el rastro de olor no fuera más allá del machete? ¿Era concebible que se escondiera en la cabaña o en sus alrededores? ¿Se ocultó de una forma tan eficaz que un enjambre de agentes de patrulla, detectives y técnicos de la escena del crimen no lograron descubrirlo? Parecía poco probable.
Cuando Gurney levantó la mirada de su portátil, le sobresaltó ver a Madeleine sentada al extremo de la mesa, observándolo; le sorprendió tanto que saltó en su silla.
—¡Dios! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Ella se encogió de hombros y no hizo ningún esfuerzo por responder.
—¿Qué hora es? —preguntó Dave, y de inmediato reparó en lo absurdo de la pregunta.
Tenía a la vista el reloj colgado sobre la encimera, pero ella no. La hora, 22.55, también aparecía en la pantalla del ordenador que tenía delante.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Madeleine. Sonó más a desafío que a pregunta.
Él vaciló.
—Solo estaba tratando de dar sentido a este material.
—Hum. —Fue como una risa sin humor, monosilábica.
Dave trató de devolverle la mirada fija, pero le costó.
—¿Qué estás pensando tú? —preguntó.
—Estoy pensando que la vida es corta —dijo ella por fin, del modo en que lo haría alguien que se ha encontrado cara a cara con una verdad triste.
—Y por lo tanto… —le instó él, tratando de atravesar el extraño humor de su mujer.
Ella parecía estar sopesando su tono, sus palabras.
Justo cuando concluyó que Madeleine no iba a responderle, lo hizo.
—Por lo tanto nos estamos quedando sin tiempo. —Ladeó la cabeza, o quizá fue un pequeño espasmo involuntario, y lo miró con curiosidad.
«¿Tiempo para qué?», estuvo tentado de preguntar Gurney, sintiendo el impulso de convertir esa conversación deslavazada en una discusión más manejable, pero algo en los ojos de su mujer lo detuvo. En cambio, preguntó:
—¿Quieres que hablemos de eso?
Ella negó con la cabeza.
—La vida es corta. Nada más. Es algo que se ha de considerar.