En la espaciosa cocina de la casa de Gurney había dos mesas. Una larga de cerezo fabricada por los cuáqueros shakers, que usaban sobre todo para cenas con invitados, cuando Madeleine le sacaba el polvo y la engalanaba con velas y flores apropiadas que sacaba del jardín, y la llamada mesa del desayuno, con tablero de pino redondo sobre una base de piedra, donde, solos o juntos, comían la mayoría de las veces. Esta se encontraba en el interior de la casa, pero justo al lado de las puertas cristaleras, de cara al sur. En un día despejado, quedaba iluminada por la luz del sol desde primera hora de la mañana, lo que la convertía en uno de los lugares favoritos para leer de la pareja.
A las dos y media de esa tarde, estaban sentados en sus sillas habituales cuando Madeleine levantó la mirada de su libro, una biografía de John Adams. Adams era su presidente favorito, sobre todo porque su solución a la mayoría de los problemas emocionales y físicos consistía en dar largos paseos curativos por el bosque. Madeleine frunció el ceño en un ademán de atención.
—He oído un coche.
Gurney colocó la mano abierta junto a la oreja, pero aun así pasaron diez segundos antes de que pudiera oírlo él también.
—Es Jack Hardwick. Aparentemente hay una grabación completa en vídeo de la fiesta donde mataron a la chica de los Perry. Dijo que la traería. He dicho que echaría un vistazo.
Ella cerró el libro, dejando que su mirada se perdiera en la media distancia, más allá de las puertas de cristal.
—¿Se te ha ocurrido pensar que tu futura cliente… no está del todo cuerda?
—Lo único que voy a hacer es ver el vídeo. Sin promesas a nadie. Por cierto, estás invitada a verlo conmigo.
Madeleine declinó la invitación con el rápido destello de una sonrisa. Continuó.
—Iría un poco más lejos y diría que es una psicótica destructiva que probablemente encaja con al menos media docena de códigos diagnósticos del DSM-IV. Y te haya dicho lo que te haya dicho, apuesto a que dista mucho de ser toda la verdad.
Mientras hablaba, Madeleine iba cortándose de manera inconsciente la cutícula de su pulgar con una de sus uñas, un nuevo hábito intermitente que Gurney contemplaba con alarma, como una especie de temblor en la constitución, por lo demás, estable de su mujer.
Esos momentos, por menores y de corta duración que fueran, lo agitaban, interrumpían su fantasía de la infinita resistencia de su esposa, lo dejaban temporalmente sin ese punto de referencia estable, sin esa luz nocturna que lo protegía de la oscuridad y los monstruos. De manera absurda, ese minúsculo gesto nervioso tenía el poder de suscitar la sensación de náusea y opresión que había experimentado de niño cuando su madre empezaba a fumar. Su madre chupando con ansiedad el cigarrillo, introduciéndose bocanadas de humo en los pulmones. «Contrólate, Gurney. Crece, por el amor de Dios».
—Pero estoy seguro de que todo eso ya lo sabes, ¿no?
Él la miró un momento, tratando de recuperar el hilo de conversación que había perdido.
Madeleine negó con la cabeza en un ademán de fingida desesperación.
—Estaré un rato en la sala de costura. Luego he de ir a comprar a Oneonta. No nos queda casi de nada. Si quieres alguna cosa, añádela a la lista.
Hardwick llegó acompañado de un soplo de viento y un ruidoso tubo de escape. Aparcó su antiguo tragagasolina —un GTO rojo a medio restaurar, con remiendos de resina todavía por pintar— junto al Subaru Outback verde de Gurney. El viento encauzó un remolino de hojas caídas entre los dos vehículos. Lo primero que hizo Hardwick fue toser violentamente, sacar flema y escupir en el suelo.
—¡Nunca he soportado el olor de las hojas muertas! Siempre me recuerdan la boñiga de caballo.
—Bien expresado, Jack —dijo Gurney cuando se estrecharon las manos—. Eres muy delicado con las palabras.
Se quedaron uno frente a otro como una pareja de sujetalibros que no encajan. Hardwick, con el pelo corto pero alborotado, tez rubicunda, nariz marcada por una telaraña de pequeñas venas y ojos azules llorosos como de malamut, tenía la apariencia de un hombre entrado en años con una resaca perpetua. Gurney, en cambio, con el pelo entrecano bien peinado —demasiado bien, solía decirle Madeleine—, todavía se conservaba delgado a los cuarenta y ocho años, con el abdomen firme gracias a una rutina de ejercicios antes de la ducha matinal, y aspecto de tener apenas cuarenta.
Cuando Gurney lo hizo pasar a la casa, Hardwick sonrió.
—Te ha enganchado, ¿eh?
—No estoy seguro de a qué te refieres, Jack.
—¿Qué es lo que ha captado tu atención? ¿El amor por la verdad y la justicia? ¿La oportunidad de darle una patada en las pelotas a Rodriguez? ¿O su espléndido trasero?
—No es fácil saberlo, Jack. —Se descubrió articulando el nombre con peculiar énfasis, como si le asestara un gancho rápido a la mandíbula—. Ahora mismo tengo curiosidad por el vídeo.
—¿En serio? ¿Aún no estás muerto de aburrimiento por la jubilación? ¿No estás desesperado por volver al juego? ¿No te mueres de ganas de ayudar a ese cañón de mujer?
—Solo quiero ver el vídeo. ¿Lo has traído?
—¿El vídeo del asesinato? Nunca has visto nada igual, Davey. Un DVD de alta definición tomado en la escena del crimen mientras se comete el asesinato.
Hardwick estaba de pie en medio del gran ambiente que servía de cocina, comedor y sala de estar. Había una estufa Franklin en un extremo y una chimenea de piedra en el otro, separadas doce metros entre sí. La mirada del detective lo abarcó todo en unos pocos segundos.
—Joder, parece una foto a doble página de Mother Earth News.
—El reproductor de DVD está en el estudio —dijo Gurney, poniéndose en marcha.
El vídeo empezaba con una fascinante toma aérea del campo. Luego la cámara descendía en un ángulo abrupto hasta que empezaba a barrer las copas verdes de los árboles, el verde brillante de la primavera; después seguía el curso de una carretera estrecha y un arroyo agitado: cintas paralelas de asfalto negro y agua resplandeciente que unían una serie de casas bien cuidadas entre amplios jardines y pintorescas edificaciones anexas.
Apareció una propiedad aún más grande y lujosa que las demás y la velocidad de la cámara aerotransportada se redujo. Cuando alcanzó una posición situada justo encima de un vasto césped esmeralda con bordes de narcisos, el movimiento hacia delante cesó por completo y descendió con suavidad al nivel del suelo.
—Dios santo —exclamó Gurney—, ¿alquilaron un helicóptero para filmar la película de la boda?
—¿No lo hacen todos? —soltó Hardwick con voz rasposa—. De hecho, el helicóptero era solo para la introducción. Desde este momento, el vídeo está grabado por cuatro cámaras fijas situadas en el césped, de modo que abarcaban toda la propiedad. Así que hay un archivo completo con imagen y sonido de todo lo que ocurrió en el exterior.
La casa de piedra de color crema rodeada por patios de piedra y arriates de forma libre daban la sensación de haber sido trasplantados desde la zona de los Cotswolds: primavera en un bucólico campo inglés.
—¿Dónde está eso? —preguntó Gurney cuando él y Hardwick se sentaban en el sofá del estudio, delante del monitor del DVD.
Hardwick fingió sorpresa.
—¿No reconoces el exclusivo pequeño poblado de Tambury?
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Tambury es cuna de gente importante, y tú eres un tipo importante. Todos los que son alguien conocen a alguna persona que vive en Tambury.
—Supongo que no he llegado a ese nivel. ¿Vas a decirme dónde está?
—Una hora al noreste de aquí, a medio camino de Albany. Te explicaré cómo llegar.
—No lo necesitaré… —empezó Gurney, luego se detuvo con un ceño de incredulidad—. Espera un momento. No estará por casualidad en el condado de Sheridan Kline…
Hardwick lo cortó.
—¿El condado de Kline? Por supuesto que sí. Así tendrás una oportunidad de trabajar con viejos amigos. El fiscal siente debilidad por ti.
—Dios mío —murmuró Gurney.
—Ese hombre cree que eres un puto genio. Por supuesto, se puso las medallas por tu éxito en el caso Mellery (normal siendo el político lameculos que es), pero en el fondo sabe que te lo debe.
Gurney negó con la cabeza y volvió a mirar a la pantalla mientras hablaba.
—Detrás de Sheridan Kline no hay nada más que un agujero negro.
—Davey, Davey, Davey, tienes opiniones muy crueles sobre los hijos de Dios.
Y a continuación, sin esperar respuesta, Hardwick se volvió hacia la pantalla y empezó a narrar el vídeo.
—El cátering —dijo cuando un grupo de hombres jóvenes de pelo engominado y mujeres con pantalones negros y blusa blanca almidonada preparaban una barra de servir y media docena de mesas calientes—. El anfitrión —soltó, señalando a la pantalla cuando un hombre sonriente, vestido de traje azul marino con una flor roja en la solapa, emergió de una puerta en arco en la parte de atrás de la casa y salió al jardín—. Prometido, novio, marido, viudo… Todo cierto en un mismo día, así que llámalo como quieras.
—¿Scott Ashton?
—El mismo que viste y calza.
El hombre avanzó con paso decidido por el borde de un arriate hacia el lado derecho de la pantalla, pero, justo antes de que desapareciera, el ángulo de la escena cambió, y lo mostró caminando hacia lo que parecía una pequeña cabaña situada al final del césped, donde este lindaba con el bosque, a unos treinta metros de la casa.
—¿Con cuántas cámaras has dicho que lo grabaron? —preguntó Gurney.
—Cuatro en trípodes, además de la del helicóptero.
—¿Quién hizo la edición?
—El equipo de vídeo del departamento.
Gurney vio a Ashton llamando a la puerta de la cabaña; observó y oyó, aunque el sonido no era tan bueno como la imagen. La puerta delantera y la espalda del hombre estaban a unos cuarenta y cinco grados de la cámara. Llamó otra vez: «Héctor».
Gurney luego oyó lo que le sonaba como una voz con acento español, demasiado débil para que las palabras fueran reconocibles. Miró inquisitivamente a Hardwick.
—Mejoramos el audio en el laboratorio. «Está abierta», le dice en español. Confirma lo que Ashton recordaba que le dijo Héctor.
Ashton abrió la puerta, entró y cerró tras de sí.
Hardwick cogió el mando a distancia, apretó el botón de avance rápido.
—Está ahí dentro cinco o seis minutos —explicó—. Después abre la puerta, y se oye a Ashton diciendo: «Si cambias de opinión…». Luego sale, vuelve a cerrar y se aleja. —Hardwick soltó el botón de avance rápido cuando Ashton estaba saliendo de la cabaña, con cara menos alegre que cuando había entrado.
—¿Es así como hablaban entre ellos? —preguntó Gurney—. Ashton habla en inglés y Flores en español.
—Yo también me lo pregunté. Ashton me dijo que era un cambio reciente, que hasta un mes o dos antes ambos hablaban en inglés. Dijo que creía que era una forma de regresión hostil, que volver a su lengua materna era la forma de Héctor de rechazar a Ashton, al no emplear con él el idioma que le había enseñado. O algún rollo psicológico por el estilo.
En la pantalla, cuando Ashton estaba a punto de salir del encuadre, la imagen pasó a otra cámara que lo mostró caminando hacia un cenador de columnas griegas —la clase de estructura de Partenón en miniatura popularizada por la arquitectura paisajística victoriana—, donde cuatro hombres de esmoquin estaban colocando los puestos de música y sillas plegables. Ashton habló brevemente con los hombres de esmoquin, pero ninguna de las voces era audible.
—¿Cuarteto de cuerda en lugar de un disc jockey corriente? —preguntó Gurney.
—Esto es Tambury: no hay nada corriente —respondió Hardwick.
Pasó a cámara rápida el resto de la conversación de Ashton con los músicos, tomas del exterior señorial y la casa principal, el personal de cátering preparando platos y cubertería para la cena sobre manteles blancos, un par de camareras esbeltas colocando botellas y vasos, primeros planos de petunias rojas y blancas que se derramaban desde maceteros de piedra labrada.
—¿Eso fue hace justo cuatro meses? —preguntó Gurney.
Hardwick asintió.
—Casi. El segundo domingo de mayo. La fecha perfecta para una boda. Esplendor primaveral, brisa balsámica, aves construyendo sus nidos, palomas zureando.
El tono implacablemente sarcástico estaba sacando de quicio a Gurney.
Cuando Hardwick detuvo el avance rápido y volvió a la reproducción normal del DVD, la cámara estaba enfocando una elaborada pérgola de hiedra que servía de entrada a la zona principal de césped. Invitados de la boda caminaban por allí en una fila dispersa. Había música de fondo, algo agradablemente barroco.
Cuando cada pareja pasaba por la pérgola, Hardwick los fue identificando, consultando una lista arrugada que había sacado del bolsillo del pantalón.
—El jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz, y su esposa… Presidenta del Dartwell College y su marido… Agente literaria de Ashton y su marido… Presidente de la British Heritage Society de Tambury y su mujer… Congresista Liz Laughton y su marido… Filántropo Angus Boyd y el joven que lo acompaña, al que llama su «asistente»… Director del International Journal of Clinical Psychology y su esposa… Vicegobernador y su mujer… Decano de…
Gurney lo interrumpió.
—¿Son todos así?
—¿Todos apestan a dinero, poder y conexiones? Sí. Directores de empresas, políticos importantes, directores de periódicos, ¡hasta un obispo!
Durante los diez minutos siguientes, la marea de exitosos privilegiados fue entrando en el jardín botánico que Scott Ashton tenía detrás de su casa. Ninguno parecía fuera de lugar en el entorno enrarecido. Pero ninguno parecía particularmente entusiasmado por estar ahí.
—Estamos llegando al final de la fila —dijo Hardwick—. A continuación están los padres de la novia. El doctor Withrow Perry, neurocirujano famoso en todo el mundo, y Val Perry, su mujer trofeo.
El médico, con aspecto de tener poco más de sesenta años, tenía una boca carnosa de expresión despectiva, la papada de un gourmet y una mirada intensa. Se movía con una rapidez y una elegancia sorprendentes; como si hubiera sido instructor de esgrima, pensó Gurney, recordando las lecciones que él y Madeleine habían tomado juntos en el segundo o tercer año de su matrimonio, cuando todavía estaban buscando activamente cosas que podrían disfrutar haciendo juntos.
La Val Perry que se hallaba junto al médico en la pantalla como una fantasía cinematográfica de Cleopatra irradiaba una satisfacción que no estaba presente en la Val Perry que había visitado a Gurney esa mañana.
—Y ahora —dijo Hardwick—, el novio y la que pronto será su novia decapitada.
—Dios —murmuró Gurney.
Había veces en que la falta de sensibilidad de Hardwick parecía ir mucho más allá del cinismo de rutina del policía para elevarse a la categoría de sociópata marginal. Pero no era ni el momento ni el lugar para…, ¿para qué? Para decirle que era un capullo. ¿Para sugerirle que debería psicoanalizarse?
Gurney respiró hondo y puso toda su atención en el vídeo, en el doctor Scott Ashton y Jillian Perry Ashton caminando hacia la cámara, sonriendo; una salva de aplausos, unos pocos gritos de «¡Bravo!» y un gozoso crescendo barroco en el fondo.
Gurney estaba mirando a la novia, asombrado.
—¿Cuál es el problema?
—No es como la imaginaba.
—¿Qué demonios imaginabas?
—Por lo que me había contado su madre, no esperaba que pareciera una foto de portada de la revista Novias.
Hardwick estudió la imagen de radiante belleza de la joven: vestido de cola hasta el suelo, cuello modesto punteado de lentejuelas, guantes blancos en las manos sosteniendo un ramo de rosas de té, cabello dorado recogido en un moño y coronado por un brillante tiara, ojos almendrados acentuados con un toque de perfilador, boca perfecta animada con lápiz de labios que hacía juego con el rosa de las rosas de té.
Hardwick se encogió de hombros.
—¿No quieren todas tener este aspecto?
Gurney torció el gesto, inquieto por la convencionalidad de la apariencia de Jillian.
—Joder, si lo tienen en los genes —insistió Hardwick.
—Sí, quizá —dijo Gurney, sin estar convencido.
Hardwick avanzó a cámara rápida las escenas en las que el novio y la novia pasaban entre la multitud, el cuarteto de cuerda atacando sus instrumentos con gran entusiasmo, el personal de cátering deslizándose entre los invitados con el ruido de fondo de gente que comía y bebía.
—Vamos al tajo —dijo—, directamente al trozo donde pasa todo.
—¿Te refieres al asesinato?
—Además de cierto material interesante justo antes y justo después.
Tras unos segundos de distorsiones digitales, la pantalla se llenó con un plano medio de tres personas conversando en un triángulo. Algunas palabras eran más audibles que otras, en parte enterradas en el zumbido de otras conversaciones, en parte aplastadas por la exuberancia de Vivaldi.
Hardwick sacó del bolsillo otra hoja doblada, la abrió y se la pasó a Gurney, quien reconoció un formato que le era familiar: la transcripción de una conversación grabada.
—Mira el vídeo y escucha la pista sonora —dijo Hardwick—. Te avisaré cuando puedas empezar a seguirlo en la transcripción, por si no entiendes algo del audio. Los tres que hablan son el jefe Luntz y su mujer, Carol, los dos de cara, y Ashton, que está de espaldas.
Los Luntz sostenían vasos altos con rodajas de lima. El jefe estaba equilibrando un par de canapés en la palma de su mano libre. Ashton sostenía su bebida delante de él, fuera del encuadre de la cámara fija. Los fragmentos audibles de diálogo parecían conscientemente trillados y todos ellos procedentes de la señora Luntz.
—Sí, sí […] es el día sí […] por fortuna el pronóstico del tiempo, que era muy […] flores […] la época del año que hace que vivir en los Catskills merezca la pena […] música, muy diferente, perfecta para la ocasión […] mosquito, no uno solo […] la altitud lo hace imposible, gracias a Dios […] la borrielosis, qué horrible […] error de diagnóstico […] tenía náuseas, dolor, estaba completamente desesperada, quería matarse, el suplicio…
Cuando Gurney miró de reojo a Hardwick en el sofá, levantando una ceja interrogadora para preguntar la pertinencia de todo aquello, oyó la voz más alta del jefe por primera vez.
—Carol, no es hora de hablar de garrapatas. Es un día feliz…, ¿verdad, doctor?
Hardwick señaló con el dedo índice la línea superior de la página de la transcripción que Gurney tenía en el regazo.
Gurney bajó la mirada y descubrió que resultaba útil, ante la confusa pista sonora.
SCOTT ASHTON. Muy feliz, sin duda, jefe.
CAROL LUNTZ. Solo estaba tratando de decir lo perfecto que ha sido todo hoy. Ni mosquitos ni lluvia ni ningún problema. Y qué encantadora historia, la música, hombres atractivos por todas partes…
JEFE LUNTZ. ¿Cómo le va con su genio mexicano?
SCOTT ASHTON. Ojalá lo supiera, jefe. A veces…
CAROL LUNTZ. He oído que hubo algunos… extraños… No lo sé, no me gusta repetirlo…
SCOTT ASHTON. Héctor está pasando alguna clase de dificultad emocional. Su conducta ha cambiado últimamente. Supongo que se ha notado. Estoy muy interesado en cualquier cosa que usted haya podido ver, cualquier cosa que captara su atención.
CAROL LUNTZ. Bueno, no he sido testigo directa, solo…, bueno, hay rumores, pero no me gusta escuchar rumores.
SCOTT ASHTON. Oh. Oh, un segundo. Discúlpeme un momento. Me parece que Jillian está haciéndome señas.
Hardwick pulsó el botón de pausa.
—¿Lo ves? —dijo—. A la izquierda de la imagen, al fondo. Congelada en el fotograma estaba Jillian, mirando en dirección a Ashton, levantando el reloj de oro en la muñeca izquierda y señalándolo. Hardwick volvió a pulsar el play, y la acción se reanudó. Cuando Ashton avanzó por el césped entre los espectadores dispersos, los Luntz continuaron la conversación sin él. La mayor parte de ella estaba lo suficientemente clara para Gurney con solo una mirada ocasional a la transcripción.
JEFE LUNTZ. ¿Estás pensando en contarle ese asunto con Kiki Muller?
CAROL LUNTZ. ¿No crees que tiene derecho a saberlo?
JEFE LUNTZ. Ni siquiera sabes cómo ha empezado ese rumor.
CAROL LUNTZ. Creo que es más que un rumor.
JEFE LUNTZ. Sí, sí, tú crees. No lo sabes. Lo crees.
CAROL LUNTZ. Si tuvieras a alguien viviendo en tu casa, alimentándose con tu comida y tirándose en secreto a la mujer de tu vecino, ¿no te gustaría saberlo?
JEFE LUNTZ. Lo que estoy diciendo es que no lo sabes.
CAROL LUNTZ. ¿Qué necesito? ¿Fotos?
JEFE LUNTZ. Las fotos ayudarían.
CAROL LUNTZ. Burt, puedes ser muy ridículo cuando quieres, pero si un bicho raro mexicano estuviera viviendo en tu casa y tirándose a la mujer de Charley Maxon, ¿qué harías? ¿Esperar las fotos?
JEFE LUNTZ. Me cago en Dios, Carol…
CAROL LUNTZ. Burt, eso es blasfemia. Te tengo dicho que no hables así. JEFE LUNTZ. Entendido, sin blasfemar. Escucha, esta es la cuestión: has oído algo de alguien que ha oído algo de alguien que ha oído algo de alguien…
CAROL LUNTZ. Muy bien, Burt, ¡ahórrate el sarcasmo!
Se quedaron en silencio. Al cabo de aproximadamente un minuto, el jefe trató de coger uno de los canapés que sostenía en la mano izquierda y llevárselo a la boca. Por fin lo logró, utilizando la base de su copa como una palita. Su mujer puso mala cara, apartó la mirada, se acabó la copa y empezó a marcar con el pie los ritmos que procedían del mini-Partenón. Su expresión se tornó festiva, bordeando en lo maniaco, y su mirada vagó entre la multitud como buscando algún famoso. Cuando uno de los camareros se acercó con una bandeja de bebidas variadas, cambió la copa vacía por otra llena. El jefe de Policía ahora estaba observándola con labios apretados, en una expresión dura.
JEFE LUNTZ. ¿Qué tal si frenas un poco?
CAROL LUNTZ. ¿Perdón?
JEFE LUNTZ. Ya me has oído.
CAROL LUNTZ. Alguien tenía que decir la verdad.
JEFE LUNTZ. ¿Qué verdad?
CAROL LUNTZ. La verdad sobre el mexicano viscoso de Scott.
JEFE LUNTZ. ¿La verdad? Puede que sea solo un pequeño y estúpido rumor embellecido por una de tus amigas idiotas: una mentira absoluta, una calumnia digna de denunciarse.
Mientras los ánimos de los Luntz se caldeaban, al fondo se veía a Ashton y a Jillian, a la izquierda de la escena, a una distancia de la cámara que hacía que su conversación no se pudiera oír. Al final, Jillian se volvió y caminó en dirección a la cabaña, cuya fachada posterior lindaba con el bosque, y Ashton se dirigió de nuevo hacia los Luntz con expresión de inquietud.
Cuando Carol Luntz vio que Ashton se acercaba, apuró su margarita de un par de tragos rápidos. Su marido reaccionó con una palabra inaudible murmurada entre dientes. (Gurney bajó la mirada a la transcripción de audio, pero no había interpretación).
El jefe de Policía, cambiando de expresión cuando Ashton se unió a ellos, preguntó:
—Bueno, Scott, ¿todo va bien? ¿Todo en orden?
—Eso espero —dijo Ashton—. Bueno, ojalá Jillian simplemente… —Negó con la cabeza y su voz se fue apagando.
—Oh, Dios —exclamó Carol Luntz, con bastante esperanza—. No pasa nada, ¿verdad?
Ashton negó con la cabeza.
—Jillian quiere que Héctor se una a nosotros para el brindis nupcial. Antes nos ha dicho que no quiere y…, en fin, eso es todo. —Sonrió de manera extraña, bajando la mirada a la hierba.
—¿Y él qué problema tiene? —preguntó Carol, inclinándose hacia Ashton.
Hardwick pulsó el botón de pausa, congelando a Carol en una pose conspirativa. Se volvió hacia Gurney con la pasión de un hombre que comparte una revelación.
—Esta es la clásica zorra que disfruta con los problemas. Le gusta saborear cada detalle, simula que está rebosando empatía. Llora por tu dolor y espera que mueras para poder llorar más y mostrar al mundo lo mucho que le importa.
Gurney percibía la verdad en el diagnóstico, pero le costaba digerir el exceso de Hardwick.
—¿Y luego? —preguntó, volviéndose de manera impaciente hacia la pantalla.
—Tranquilo. Mejora. —Hardwick pulsó el botón de play, reanimando la conversación entre Carol Luntz y Scott Ashton.
Ashton estaba diciendo:
—Es una estupidez, no quiero aburrirles con eso.
—Pero ¿qué pasa con ese hombre? —insistió Carol, hablando como en un gemido.
Ashton se encogió de hombros, como si estuviera exhausto para poder mantener el secreto por más tiempo.
—Héctor tiene una actitud negativa hacia Jillian. Ella, por su parte, está decidida a resolver sea lo que sea que haya ocurrido entre ellos. Por esa razón insistió en que yo lo invitara a nuestra recepción, y he intentado hacerlo en dos ocasiones, hace una semana y de nuevo esta mañana. En ambas ocasiones rechazó la invitación. Ahora mismo Jillian me ha llamado para decirme que pretende sacarlo de su cabaña para el brindis nupcial. En mi opinión, es una pérdida de tiempo y ya se lo he dicho.
—¿Por qué se molesta con… él? —Carol Luntz trastabilló al final, como si hubiera buscado un epíteto desagradable sin encontrarlo.
—Buena pregunta, Carol, pero no tengo respuesta.
Su comentario fue seguido por un cambio al encuadre de otra cámara, una cámara posicionada para cubrir un cuadrante de la propiedad que incluía la cabaña, el jardín de rosas y la mitad de la mansión. Jillian, la novia de álbum de fotos, estaba llamando a la puerta de la cabaña.
Una vez más, Hardwick paró el vídeo, por lo que la imagen se distorsionó en una especie de mosaico en la pantalla.
—Muy bien —dijo—. Aquí estamos. Ahora empiezan los catorce minutos críticos. Los catorce minutos en los que Héctor Flores mata a Jillian Perry Ashton. Los catorce minutos en los cuales le corta la cabeza con un machete, sale por la ventana de atrás y escapa sin dejar rastro. Esos catorce minutos empiezan cuando ella entra y cierra la puerta.
Hardwick soltó el botón de pausa y la acción se reanudó. Jillian abrió la puerta de la cabaña, entró y cerró la puerta tras de sí.
—Esta —dijo Hardwick, señalando la pantalla— es la última vez que la vieron viva.
La imagen permanecía en la cabaña mientras Gurney imaginaba el asesinato que estaba a punto de ocurrir detrás de las ventanas con cortinas de flores.
—Has dicho que Flores sale por la ventana de detrás y escapa sin dejar rastro después de matarla. ¿Estás hablando literalmente?
—Bueno —dijo Hardwick, haciendo una pausa teatral—, he de decir… sí y no.
Gurney suspiró y esperó.
—La cuestión es que la desaparición de Flores tiene un eco familiar. —Hardwick hizo otra pausa acentuada por una sonrisa artera—. Había un rastro desde la ventana de atrás de la cabaña que se adentraba en el bosque.
—¿Qué quieres decirme, Jack?
—Ese rastro hacia el bosque se interrumpe a ciento cincuenta metros de la casa.
—¿Qué estás diciendo?
—¿No te recuerda nada?
Gurney lo miró con incredulidad.
—¿Te refieres al caso Mellery?
—No conozco muchos más casos donde las huellas se interrumpan en medio del bosque sin ninguna explicación clara.
—Entonces, ¿qué estás diciendo?
—Nada en concreto. Solo me preguntaba si habías pasado por alto un cabo suelto cuando resolviste la locura del caso Mellery.
—¿Qué clase de cabo suelto?
—¿La posibilidad de un cómplice?
—¿Un cómplice? ¿Estás loco? Sabes tan bien como yo que no había nada en el caso Mellery que sugiriera siquiera la posibilidad remota de más de un culpable.
—¿No será que estás un poco susceptible con ese tema?
—¿Susceptible? Me ponen susceptible las sugerencias que son una pérdida de tiempo y que no se basan en nada más que tu desquiciado sentido del humor.
—¿Así que es todo una coincidencia? —Hardwick estaba haciendo sonar la nota precisa de desdén que Gurney sentía como unas uñas que rascaran una pizarra.
—¿Qué es todo, Jack?
—Las similitudes del modus operandi.
—Será mejor que me digas enseguida de qué estamos hablando.
La boca de Hardwick se alargaba a ambos lados, quizás en una sonrisa, tal vez en una mueca.
—Mira la película —dijo—. Solo quedan unos minutos.
Pasaron unos pocos minutos. En la pantalla no estaba ocurriendo nada significativo. Varios invitados caminaron hacia el arriate que bordeaba la cabaña y una de las mujeres del grupo, la que antes Hardwick había identificado como la mujer del vicegobernador, parecía estar llevando a cabo una especie de visita botánica, hablando enérgicamente mientras señalaba distintas flores. El grupo salió poco a poco del encuadre como si estuviera unido por hilos invisibles a su guía. La cámara permaneció enfocada en la cabaña. Las ventanas con cortinas no dejaban ver nada.
Justo cuando Gurney estaba a punto de preguntar el propósito de esta parte del vídeo, la imagen cambió de nuevo para mostrar a Scott Ashton y a los Luntz en primer plano, y la cabaña en el fondo.
—Es la hora del brindis —estaba diciendo Ashton.
Los tres estaban mirando hacia la cabaña. Ashton echó un vistazo a su reloj, levantó la mano y llamó a una joven del personal de servicio. Esta se apresuró a acercarse con una sonrisa servil.
—¿Sí, señor?
Ashton señaló hacia la cabaña.
—Dile a mi mujer que son más de las cuatro.
—¿Está en esa cabaña junto a los árboles?
—Sí, por favor, dile que es hora del brindis nupcial.
Al salir para cumplir su encargo, Ashton se volvió hacia los Luntz.
—Jillian tiende a perder la noción del tiempo, sobre todo cuando está tratando de conseguir que alguien haga lo que ella quiere.
El vídeo mostró a aquella mujer joven cruzando el césped, llegando a la puerta de la cabaña y llamando. Al cabo de unos segundos, llamó otra vez, luego intentó hacer girar el pomo sin éxito. Se volvió a mirar hacia Ashton, poniendo las palmas hacia arriba en un ademán de desconcierto. Como respuesta, Ashton hizo gestos para que llamara de manera más enérgica. La joven frunció el ceño, pero obedeció de todos modos. (Esta vez el sonido fue lo bastante fuerte para que la cámara, que Gurney calculaba que estaría a unos quince metros de la cabaña, lo registrara en la pista de sonido). Al no recibir respuesta a su intento final, la mujer volvió a poner las palmas hacia arriba y negó con la cabeza.
Ashton murmuró algo, en apariencia más para sus adentros que para los Luntz, y caminó hacia la cabaña. Fue directamente a la puerta, llamó con brío, luego tiró con fuerza y empujó el pomo al mismo tiempo que gritaba:
—¡Jilli! ¡Jilli, la puerta está cerrada! ¡Jillian!
Se quedó mirando a la puerta, parecía frustrado y confuso. A continuación se volvió y caminó con determinación hacia la puerta de atrás de la casa principal.
Sentado en el brazo del sofá de Gurney, Hardwick explicó:
—Fue a buscar una llave. Nos dijo que siempre guardaba una copia en la despensa.
Al cabo de un momento, el vídeo mostraba a Ashton saliendo de la casa principal y volviendo a la puerta de la cabaña. Llamó de nuevo, al parecer no recibió respuesta; introdujo una llave y abrió la puerta hacia dentro. Desde la perspectiva de la cámara que lo grababa, a unos cuarenta y cinco grados de la cabaña, apenas se veía el interior del edificio y solo el perfil de la cara de Ashton, pero se apreció una inmediata tensión en su cuerpo. Al cabo de un momento de vacilación, entró. Varios segundos después se oyó un horrible sonido, un gruñido de asombro y angustia, la palabra «ayuda» gritada desesperadamente una, dos, tres veces, y luego, unos segundos más tarde, Scott Ashton salió por la puerta tambaleándose, tropezando con sus propios pies, cayendo de lado en un arriate, gritando «¡Ayuda!», de manera tan primigenia y repetida que dejó de ser una palabra.