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Cuando Gurney se acercaba al final de su trayecto de dos horas desde la academia de Albany hasta su granja en Walnut Crossing, el atardecer se iba asentando sigilosamente en los valles serpenteantes de los Catskills occidentales.

Al desviarse de la carretera rural al camino de tierra y grava que conducía a su propiedad, situada en lo alto de la colina, la energía que le habían proporcionado las dos tazas grandes de café cargado que se había tomado durante la pausa de la tarde del seminario se diluía. La luz agonizante generaba una imagen alterada, quizá producto de la necesidad de cafeína: el verano saliendo furtivamente del escenario como un actor anciano mientras el otoño, el sepulturero, esperaba entre bambalinas.

«Cielo santo, mi cerebro se está haciendo puré».

Aparcó el coche como de costumbre en el trozo de maleza aplastada en lo alto del prado, en paralelo a la casa, de cara a una franja de nubes crepusculares rosadas y violetas que flotaban más allá de la cima.

Entró en la casa por la puerta lateral, se sacudió los zapatos en la sala que servía de despensa y lavadero y continuó hasta la cocina. Madeleine estaba arrodillada delante de la isleta, barriendo trozos de una copa de vino rota con escoba y pala. Gurney se quedó de pie mirándola durante varios segundos antes de hablar.

—¿Qué ha pasado?

—¿A ti qué te parece?

Dejó que pasaran unos cuantos segundos más.

—¿Cómo van las cosas en la clínica?

—Bien, supongo.

Madeleine se levantó, sonrió, entró en la despensa y vació la pala ruidosamente en el oscuro cubo de basura de plástico. Dave se acercó al ventanal y contempló el paisaje monocromático, los troncos junto a la leñera, que aguardaban a ser troceados y apilados, la hierba que precisaba la última siega de la temporada, los espárragos que había que cortar para el invierno; cortarlos y luego quemarlos para evitar el riesgo de que aparecieran escarabajos de espárrago.

Después Madeleine regresó a la cocina, encendió las luces empotradas del techo y volvió a guardar la pala bajo el fregadero. La creciente iluminación en la estancia pareció oscurecer más aún el mundo exterior, convirtiendo las paredes de cristal en espejos.

—He dejado un poco de salmón en el horno —dijo—, y un poco de arroz.

—Gracias.

Dave la observó en el reflejo del cristal. Madeleine parecía estar mirando en el interior del lavaplatos. Él recordó que su mujer había dicho algo de que salía esa noche y decidió arriesgarse.

—Noche de club de lectura.

Madeleine sonrió. Dave no estaba seguro de si era porque había acertado o por lo contrario.

—¿Cómo ha ido en la academia? —preguntó ella.

—No ha ido mal. Un público variopinto: todos los tipos básicos. Siempre está el grupo cauto, los que esperan y observan, los que creen en decir lo menos posible. Los pragmáticos, que quieren saber exactamente cómo pueden usar toda la información que les das. Los minimalistas, que quieren saber lo menos posible, implicarse lo menos posible, hacer lo menos posible. Los cínicos, que quieren demostrar que cualquier idea que no se les ha ocurrido a ellos antes es una estupidez. Y, por supuesto, el grupo «positivo», que es probablemente el más numeroso, los que quieren aprender todo lo que puedan, ver más claramente, convertirse en mejores policías. —Se sentía a gusto hablando, quería continuar, pero ella estaba estudiando otra vez el lavaplatos—. Así que… sí —concluyó—, el día ha ido bien. El grupo positivo lo ha hecho interesante.

—¿Hombres o mujeres?

—¿Qué?

Madeleine sacó la espátula del agua, frunciendo el ceño como si se fijara por primera vez en lo rayada que estaba.

—¿El grupo positivo era de hombres o de mujeres?

A Gurney le resultaba curioso lo culpable que podía sentirse cuando en realidad no había nada por lo que sentirse así.

—Hombres y mujeres —respondió.

Madeleine sostuvo la espátula más cerca de la luz, arrugó la nariz en un gesto de desaprobación y la tiró en el cubo de basura que había debajo del fregadero.

—Mira —dijo él—. Sobre esta mañana. Ese asunto con Jack Hardwick. Creo que hemos de volver a empezar esa discusión otra vez.

—Vas a ver a la madre de la víctima. ¿Qué hay que discutir?

—Hay buenas razones para verla —insistió Dave a ciegas—. Y podría haber buenas razones para no verla.

—Una forma muy inteligente de contemplarlo. —Madeleine parecía divertida. O, al menos, de un humor irónico—. Aunque ahora no puedo hablar de eso. No quiero llegar tarde. Al club de lectura.

Gurney percibió un sutil énfasis en la última frase, solo lo justo, quizá, para hacerle notar que sabía que él lo había mencionado sin estar seguro. Una mujer excepcional, pensó. Y a pesar de su ansiedad y su cansancio no pudo evitar sonreír.