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Gray y Smith Keen estaban solos en la sala de conferencias, leyendo el artículo impreso. Hacía muchos años que había dejado de emocionarle ver sus trabajos en primera plana, pero este era distinto. No había habido otro más sensacional. Los rostros estaban alineados en la parte superior: Mattiece abrazado al presidente, Coal ostentosamente al teléfono en una fotografía oficial de la Casa Blanca, Velmano ante una subcomisión del Senado, Wakefield extraído de una foto de una convención de abogados, Verheek sonriente ante la cámara en una fotografía facilitada por el FBI, Callahan sacado del anuario de la universidad y Morgan en una fotografía obtenida del vídeo. La señora Morgan había otorgado su consentimiento. Paypur, el corresponsal de noche de asuntos policíacos, hacía una hora que les había comunicado lo de Wakefield. A Gray le deprimía lo sucedido, pero no se responsabilizaba de ello.

Los demás empezaron a llegar a las tres de la madrugada. Krauthammer trajo una docena de buñuelos y se comió inmediatamente cuatro, mientras admiraba la primera plana. Ernie DeBasio estaba junto a él. Dijo que no había pegado ojo. Feldman llegó alegre y animado. A las cuatro y media la sala estaba llena y había cuatro televisores en funcionamiento. La CNN fue la primera en dar la noticia y, a los pocos minutos, las cadenas nacionales transmitían en directo desde la Casa Blanca, que en aquel momento no tenía nada que decir, pero Zikman haría una declaración a las siete.

A excepción de la muerte de Wakefield, de momento no había nada nuevo. Las cadenas de televisión alternaban sus transmisiones entre la Casa Blanca, el Tribunal Supremo y sus estudios. Esperaban en el edificio Hoover, que de momento estaba muy tranquilo. Transmitían fotografías del periódico. No lograban encontrar a Velmano. Especulaban acerca de Mattiece. La CNN transmitió en directo desde la casa de los Morgan en Alexandria, pero el suegro de Morgan ordenó a los cámaras que abandonaran su propiedad. La NBC tenía a un periodista frente al edificio donde estaban situadas las oficinas de White & Blazevich, pero no había descubierto nada nuevo. Y a pesar de que no se mencionaba su nombre en el artículo, la identidad de la autora del informe no era un secreto para nadie. Se especulaba mucho acerca de Darby Shaw.

A las siete la sala estaba abarrotada y silenciosa. La imagen en las cuatro pantallas era idéntica, cuando Zikman se acercó con nerviosismo al estrado, en la sala de prensa de la Casa Blanca. Estaba cansado y macilento. Leyó un breve comunicado, en el que la Casa Blanca admitía haber recibido fondos para la campaña electoral de diversas fuentes controladas por Victor Mattiece, pero negaba categóricamente que el dinero fuera sucio. El presidente había hablado con el señor Mattiece una sola vez en su vida, cuando ocupaba la vicepresidencia. No había hablado con él desde su elección a la presidencia, ni le consideraba amigo suyo, a pesar de sus aportaciones económicas. Se habían recibido más de cincuenta millones para la campaña, de los que el presidente no había administrado un solo centavo. Disponía de una junta que se ocupaba de ello. Ningún miembro de la Casa Blanca había intentado entorpecer la investigación de Victor Mattiece como sospechoso y cualquier alegación a dicho efecto era completamente falsa. A juzgar por su limitado conocimiento del caso, el señor Mattiece había dejado de residir en Estados Unidos. El presidente deseaba que se llevara a cabo una investigación a fondo, en cuanto a las alegaciones publicadas en el artículo del Post y si el señor Mattiece había perpetrado aquellos repugnantes crímenes, debía responder de ellos ante los tribunales. Eso fue todo por el momento. Más adelante se celebraría una conferencia de prensa. Zikman abandonó apresuradamente el estrado.

Fue una actuación pobre, por parte de un secretario de prensa trastornado, y Gray se sentía aliviado. De pronto sintió claustrofobia y decidió salir la calle. En la puerta se encontró con Smith Keen.

—Vamos a desayunar —susurró.

—Claro.

—También he de pasar por mi casa, si no le importa. Hace cuatro días que no voy por allí.

Llamaron un taxi en la calle Quince y paladearon el aire fresco otoñal que entraba por las ventanas abiertas.

—¿Dónde está la chica? —preguntó Keen.

—No tengo ni idea. La vi por última vez en Atlanta, hace aproximadamente nueve horas. Dijo que se dirigía al Caribe.

—Supongo que querrá tomarse unas largas vacaciones —sonrió Keen.

—¿Cómo lo sabe?

—Hay mucho que hacer, Gray. Ahora estamos en plena explosión y pronto empezarán a caer residuos. Usted es el hombre del momento, debe seguir presionando. Ha de recoger las piezas sueltas.

—Conozco mi trabajo, Smith.

—Sí, pero tiene una mirada lejana en los ojos. Me preocupa.

—Usted es redactor. Le pagan para que se preocupe.

Pararon en el cruce de la avenida de Pennsylvania. Ante ellos se levantaba el majestuoso edificio de la Casa Blanca. Era casi noviembre y el viento arrastraba las hojas secas por el césped.