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El despegue fue suave y el reactor emprendió rumbo oeste, supuestamente hacia Denver. El avión era adecuado pero sin lujos, lo cual era comprensible teniendo en cuenta que era propiedad de los contribuyentes y a su usufructuario no le importaban en absoluto los refinamientos. Cuando Gray abrió los armarios, descubrió que el buen whisky brillaba por su ausencia. Voyles era abstemio y, en aquel momento, Gray se sintió molesto por el hecho de ser un invitado y de estar muerto de sed. Encontró dos Sprites semifríos en la nevera y le ofreció uno a Darby, quien abrió inmediatamente la lata.

El reactor parecía volar horizontal cuando apareció el copiloto en la puerta de la cabina y se presentó con muy buenos modales.

—Se nos ha dicho que se nos comunicaría un nuevo punto de destino, poco después de despegar.

—Es cierto —respondió Darby.

—Pues… Necesitaremos saber algo dentro de unos diez minutos.

—De acuerdo.

—¿Hay algo de alcohol en este cacharro? —preguntó Gray.

—Lo siento —sonrió el copiloto, antes de regresar a la cabina de vuelo.

Darby y sus largas piernas ocupaban la mayor parte del sofá, pero Gray estaba decidido a sentarse junto a ella. Le levantó los pies y se acomodó en el extremo del sofá. Estaban ahora sobre sus rodillas. Con sus uñas rojas. Le frotó los tobillos y pensó sólo en aquel primer gran acontecimiento: acariciarle los pies. Era muy emocionante para él, pero ella parecía imperturbable. En sus labios se dibujó una pequeña sonrisa, empezaba a relajarse. Había terminado.

—¿Tenías miedo? —preguntó Gray.

—Sí. ¿Y tú?

—También, pero me sentía seguro. Es difícil sentirse vulnerable cuando te rodean seis individuos armados que te protegen con sus cuerpos. Y es fácil no mirar a tu espalda cuando viajas en una furgoneta sin ventanas.

—¿No crees que Voyles estaba encantado?

—Parecía Napoleón, haciendo planes y dirigiendo la tropa. Es un gran momento para él. Recibirá un golpe por la mañana, pero se recuperará. La única persona que puede obligarle a dimitir es el propio presidente y yo diría que, en estos momentos, Voyles lo controla.

—Y los asesinatos están resueltos. Eso debe satisfacerle.

—Creo que hemos prolongado en una década su carrera. ¡Qué hemos hecho!

—Parece simpático —dijo Darby—. Al principio no me gustaba, pero de algún modo resulta más agradable cuando se le va conociendo. Y es humanitario. Cuando mencionó a Verheek, vi que se le humedecían los ojos.

—Un verdadero encanto. Estoy seguro de que Fletcher Coal se alegrará de ver a ese amable pequeño caballero dentro de unas horas.

Los pies de Darby eran largos y delgados. A decir verdad, perfectos. Gray le acarició los tobillos y se sintió como un adolescente, que se atreve a subir más arriba de la rodilla en su segunda cita. Estaban pálidos, necesitaban tomar el sol, y sabía que dentro de unos días estarían morenos y con arena permanentemente entre los dedos. No le había invitado a visitarla más adelante y eso le preocupaba. No tenía ni idea de su destino, y eso no era intencional. Tampoco estaba seguro de que ella lo supiera.

A Darby, el juego de pies le recordaba a Thomas. Solía emborracharse y embadurnar sus uñas con esmalte rojo. Con el zumbido del reactor y su suave traqueteo, de pronto se sintió muy alejada de él. Hacía dos semanas que había fallecido, pero parecía haber transcurrido mucho más tiempo. Habían ocurrido tantas cosas. Así era preferible. Si estuviera en Tulane, caminando frente a su despacho, viendo su aula, hablando con los demás profesores, contemplando su casa desde la calle, sería terriblemente doloroso. Los pequeños recuerdos son agradables a la larga, pero durante el período de luto son un estorbo. Ahora se había convertido en otra persona, con otra vida en otro lugar.

Y otro hombre le acariciaba los pies. Al principio era un imbécil, soberbio y corrosivo, como un típico periodista. Pero no había tardado en descongelarse y, bajo su coraza, descubría a un hombre cálido que evidentemente sentía mucho afecto por ella.

—Mañana es un gran día para ti —dijo Darby.

Gray tomó un trago de Sprite. Habría pagado cualquier cosa por una cerveza helada de importación, en una botella verde.

—Un gran día —repitió Gray, mientras admiraba los dedos de los pies de su compañera.

Sería más que un gran día, pero se sentía obligado a no darle importancia. Ahora era a ella a quien dirigía toda su atención y no al caos del día siguiente.

—¿Qué ocurrirá? —preguntó Darby.

—Probablemente regresaré a la redacción y esperaré a que estalle la bomba. Smith Keen ha dicho que pasaría allí la noche. Mucha gente vendrá temprano. Nos reuniremos en la sala de conferencias y traerán más aparatos de televisión. Pasaremos la mañana viendo cómo se divulga la noticia. Será muy divertido ver la reacción oficial de la Casa Blanca. White & Blazevich también hará alguna declaración. Quién sabe si Mattiece reaccionará. El presidente Runyan tendrá algo que decir. Voyles estará en la candilejas. Los abogados reunirán un gran jurado. Y los políticos andarán como locos. Durante todo el día celebrarán conferencias de prensa en el Capitolio. Las noticias de hoy serán bastante significativas. Siento que te las pierdas.

—¿De qué tratará tu próximo artículo? —preguntó Darby, con una risita sarcástica.

—Probablemente de Voyles y su cinta. Cabe anticipar que la Casa Blanca negará toda intromisión en el caso y, si el asunto se pone demasiado feo para el gusto de Voyles, atacará con virulencia. Me encantaría tener su cinta.

—¿Y luego?

—Depende de muchas incógnitas. Después de las seis de la mañana, la competencia es mucho más fuerte. Habrá un millar de rumores y un sinfín de historias, pero todos los periódicos del país tocarán el tema.

—Pero tú serás la estrella —dijo, no con sarcasmo, sino admiración.

—Sí, tendré mis quince minutos.

El copiloto asomó la cabeza por la puerta y miró a Darby.

—Atlanta —dijo, antes de que el copiloto volviera a retirarse.

—¿Por qué Atlanta? —preguntó Gray.

—¿Has hecho algún transbordo en Atlanta?

—Creo que sí.

—Entonces no tengo nada más que decir. Es un aeropuerto enorme y muy ajetreado.

Gray vació la lata y la dejó en el suelo.

—¿Y luego dónde?

Sabía que no debía preguntárselo, puesto que ella no se lo había dicho por iniciativa propia. Pero deseaba saberlo.

—Cogeré un vuelo rápido a algún lugar. Pondré en práctica mi acostumbrado truco de cuatro aeropuertos en una noche. Probablemente no sea necesario, pero me sentiré más segura. Y por último acabaré en algún lugar del Caribe.

Algún lugar del Caribe. Esto lo limitaba a un millar de islas. ¿Por qué era tan imprecisa? ¿No confiaba en él? Estaba ahí, acariciándole los pies, y no estaba dispuesta a revelarle su destino.

—¿Qué le digo a Voyles? —preguntó Gray.

—Te llamaré cuando llegue. O puede que te escriba.

¡Estupendo! Podrían ser amigos por correspondencia. Él podría mandarle sus artículos y ella le mandaría postales de la playa.

—¿Te ocultarás de mí? —preguntó, mirándola a los ojos.

—No sé cuál será mi destino, Gray. Lo sabré cuando llegue.

—¿Pero me llamarás?

—Tarde o temprano, sí. Te lo prometo.

A las once de la noche sólo quedaban cinco abogados en las oficinas de White & Blazevich, reunidos en el despacho de Marty Velmano, en el décimo piso. Eran el propio Velmano, Sims Wakefield, Jarreld Schwabe, Nathaniel (Einstein) Jones, y un socio retirado, llamado Frank Cortz. Sobre el escritorio de Velmano había dos botellas de whisky escocés. Una estaba vacía y la otra casi. Einstein estaba sentado solo, en un rincón, farfullando para sus adentros. Tenía una cabellera rizada y despeinada, llena de canas, la nariz puntiaguda y parecía estar realmente loco. Especialmente ahora. Sims Wakefield y Jarreld Schwabe estaban sentados frente al escritorio, sin corbata, y con las mangas arremangadas.

Cortz acabó de hablar por teléfono con un ayudante de Víctor Mattiece, le entregó el auricular a Velmano y este lo dejó sobre la mesa.

—Acabo de hablar con Strider —dijo Cortz—. Están en El Cairo, hospedados en algún hotel. Mattiece no desea hablar con nosotros. Strider dice que se ha trastocado y actúa de un modo muy peculiar. Se ha encerrado en una habitación y, por supuesto, no tiene intención alguna de viajar a este lado del océano. Strider dice que les han ordenado a sus pistoleros que abandonen inmediatamente la ciudad. La persecución ha terminado. La orquesta ha empezado a sonar.

—¿Entonces, qué se supone que debemos hacer? —preguntó Wakefield.

—Estamos solos —respondió Cortz—; Mattiece se ha desentendido de nosotros.

Hablaban con lentitud y precisión. Las voces habían terminado hacía unas horas. Wakefield había culpado a Velmano de la nota. Velmano culpaba a Cortz por haber traído al bufete a un cliente tan corrupto como Mattiece. Esto había ocurrido hacía doce años, respondía a voces Cortz, y desde entonces se habían aprovechado de sus dilatadas minutas. Schwabe culpaba a Velmano y Wakefield, por ser tan descuidados con la nota. Se ensañaron contra Morgan una y mil veces. Había sido él. Einstein les observaba desde su rincón. Pero ahora todo había concluido.

—Grantham sólo nos a mencionado a mí y a Sims —dijo Velmano—. Puede que los demás no corráis ningún peligro.

—¿Por qué tú y Sims no abandonáis el país? —sugirió Schwabe.

—Yo estaré en Nueva York a las seis de la madrugada —respondió Velmano—. Y de allí a Europa, para pasar un mes viajando en tren.

—Yo no puedo huir —decía Wakefield—. Tengo mujer y seis hijos.

Hacía horas que se quejaba de sus seis hijos. Como si los demás no tuvieran también una familia. Velmano estaba divorciado y sus dos hijos eran mayores. Sabrían defenderse. Tenía mucho dinero escondido y le encantaba Europa, particularmente España, y por tanto para él aquello era un adiós. En cierto modo sentía compasión por Wakefield, que tenía sólo cuarenta y dos años y su fortuna era escasa. Ganaba mucho, pero tenía una esposa derrochadora con debilidad por los niños. Wakefield estaba ahora trastornado.

—No sé qué haré —decía Wakefield por duodécima vez—. Simplemente no lo sé.

Schwabe intentaba ayudarle.

—Creo que deberías ir a tu casa y contárselo a tu mujer. Yo no tengo esposa, pero si la tuviera procuraría prepararla para el golpe.

—No puedo hacerlo —se lamentaba Wakefield.

—Claro que puedes. Puedes contárselo ahora, o esperar seis horas a que vea tu fotografía en primera plana. Debes ir a contárselo, Sims.

—No puedo hacerlo —respondió, una vez más, casi llorando.

Schwabe miró a Velmano y a Cortz.

—¿Y mis hijos? —exclamó otra vez—. El mayor tiene trece años —agregó, al tiempo que se frotaba los ojos.

—Vamos, Sims, contrólate —dijo Cortz.

Einstein se puso de pie y se dirigió a la puerta.

—Estaré en mi casa de Florida. No me llaméis si no es urgente —dijo antes de salir y dar un portazo a su espalda.

Wakefield se levantó lentamente y empezó a dirigirse a la puerta.

—¿Dónde vas, Sims? —preguntó Schwabe.

—A mi despacho.

—¿Para qué?

—Quiero descansar un poco. Estoy bien.

—Deja que te lleve a casa —dijo Schwabe.

Todos le observaron atentamente mientras abría la puerta.

—Estoy bien —repitió, con la voz un poco más fuerte, antes de salir y cerrar la puerta.

—¿Crees que está bien? —le preguntó Schwabe a Velmano—. Me preocupa.

—Yo no diría que estuviera bien —respondió Velmano—. Todos hemos tenido días mejores. ¿Por qué no vas a verle dentro de unos minutos?

Wakefield avanzó decididamente hacia la escalera y descendió al noveno piso. Aceleró al acercarse a su despacho. Estaba llorando cuando cerró la puerta con llave a su espalda.

¡Hazlo rápido! Olvídate de la nota. Si empiezas a escribir, te convencerás a ti mismo de no hacerlo. Tienes un seguro de vida por un millón de dólares. Abrió un cajón de su escritorio. No pienses en los hijos. Sería igual que morir en un accidente de aviación. Sacó una arma corta calibre 38 de debajo de un sumario. ¡Hazlo rápido! No mires las fotografías de la pared.

Puede que algún día lo comprendan. Introdujo el cañón en la boca y apretó el gatillo.

La limusina paró de pronto frente a una casa de dos plantas en Dumbarton Oaks, en la zona alta de Georgetown. Estaba en medio de la calle, pero eso no importaba, porque eran las doce y veinte de la madrugada y no había tráfico. Voyles y dos agentes se apearon del vehículo y se dirigieron apresuradamente a la puerta principal de la casa. Voyles llevaba un periódico en la mano. Golpeó la puerta con el puño.

Coal no dormía. Estaba sentado en su estudio, a oscuras, con pijama y albornoz, y Voyles se alegró de verle cuando abrió la puerta.

—Bonito pijama —exclamó Voyles, admirando su pantalón.

Coal salió al pequeño recibidor, mientras los agentes vigilaban desde la acera.

—¿Qué diablos desea? —preguntó lentamente.

—Sólo he venido para traerle esto —respondió Voyles, al tiempo que levantaba el periódico ante sus narices—. Hay una bonita foto suya, junto a la del presidente abrazado a Mattiece. Sé lo mucho que le gustan los periódicos y he querido traérselo personalmente.

—Mañana será su fotografía la que aparecerá —dijo Coal, como si ya hubiera escrito el artículo.

Voyles arrojó el periódico a sus pies y empezó a retirarse.

—Tengo unas cintas, Coal. Si empieza a mentir, le bajaré los pantalones en público.

Coal le miró fijamente, pero sin decir palabra.

—Volveré dentro de dos días con una orden del gran jurado —agregó Voyles, casi desde la calle—. Vendré a eso de las dos de la madrugada, para entregársela personalmente —exclamó desde el coche—. Luego volveré con el auto de procesamiento. Claro que para entonces ya formará parte de la historia, y el presidente tendrá un nuevo puñado de imbéciles que le digan lo que debe hacer.

Subió a su limusina y se alejó a toda velocidad.

Coal cogió el periódico y entró en su casa.