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Para alguien acostumbrado a salirse con la suya y ver cómo los demás temblaban ante su presencia, no le resultaba fácil acercarse humildemente, sombrero en mano, en busca de clemencia. Fanfarroneaba con la mayor modestia de la que era capaz, al cruzar la sala de redacción, acompañado de K. O. Lewis y dos agentes que les seguían. Vestía su acostumbrada gabardina arrugada, con el cinturón ligeramente sujeto alrededor del centro de su rechoncho cuerpo. No era un personaje imponente, pero su manera de andar y comportarse delataban que estaba acostumbrado a salirse con la suya. Con todos sus acompañantes de chaqueta oscura, parecía un capo mafioso rodeado de guardaespaldas. Cundió el silencio en la atareada redacción cuando cruzaron. Sin llegar a imponente, la presencia de F. Denton Voyles era impresionante, con o sin humildad.

En el pequeño pasillo frente al despacho de Feldman esperaban nerviosos los redactores. Howard Krauthammer conocía a Voyles y le saludó a su llegada. Se dieron la mano y hablaron en un susurro. Feldman hablaba por teléfono con el señor Ludwig, el director del periódico, que estaba en China. Smith Keen se unió a la conversación y estrechó las manos de Voyles y Lewis. Los dos agentes guardaban una distancia prudencial.

Feldman abrió la puerta, miró hacia la redacción y vio a Denton Voyles. Le invitó a entrar en su despacho y K. O. Lewis le siguió. Intercambiaron cumplidos hasta que Smith Keen cerró la puerta y se sentaron.

—Supongo que tenéis confirmación irrefutable del informe Pelícano —dijo Voyles.

—Efectivamente —respondió Feldman—. ¿Por qué no leéis, tú y el señor Lewis, el borrador de nuestro artículo? Creo que os aclarará las cosas. Se empezará a imprimir aproximadamente dentro de una hora y el periodista, el señor Grantham, desea brindarte la oportunidad de que hagas algún comentario.

—Muy agradecido.

Feldman cogió una copia del borrador y se la entregó a Voyles, que la recibió con cautela. Lewis se le acercó y empezaron a leer inmediatamente.

—Os dejaremos solos —dijo Feldman—. No hay ninguna prisa.

Él y Keen salieron del despacho, cerraron la puerta y los agentes se acercaron.

Feldman y Keen cruzaron la redacción, para dirigirse a la sala de conferencias. Dos corpulentos guardias custodiaban la puerta. Gray y Darby estaban solos en la estancia cuando entraron.

—Tiene que llamar a White & Blazevich —dijo Feldman.

—Le esperaba a usted.

Levantaron sus supletorios. Krauthammer se había ausentado un momento y Keen le ofreció su teléfono a Darby. Gray marcó el número.

—Con Marty Velmano, por favor —dijo Gray—. Sí, soy Gray Grantham del Washington Post y necesito hablar con él. Es muy urgente.

—Un momento, por favor —respondió la secretaria.

Al cabo de un instante, apareció otra secretaria en la línea.

—Despacho del señor Velmano.

Gray se identificó de nuevo y preguntó por su jefe.

—Está reunido —respondió la secretaria.

—También yo —dijo Gray—. Interrumpa la reunión, dígale quién soy y comuníquele que su fotografía aparecerá en primera plana del Post, hoy a medianoche.

—Bien, señor.

—Sí, ¿qué ocurre? —dijo Velmano, al cabo de unos segundos.

Gray se identificó por tercera vez y explicó que grababa la conversación.

—Comprendo —respondió Velmano.

—Publicaremos un artículo por la mañana acerca de su cliente, Victor Mattiece, y su participación en los asesinatos de los jueces Rosenberg y Jensen.

—¡Magnífico! No saldrán de los juzgados en los próximos veinte años. Se mete usted en un berenjenal, amigo. Acabaremos siendo propietarios del Post.

—Sí señor. Le recuerdo que estoy grabando.

—¡Grabe lo que se le antoje! Usted será uno de los demandados. ¡Será estupendo! ¡Victor Mattiece será propietario del Washington Post! ¡Es fabuloso!

Gray miró a Darby y movió la cabeza con incredulidad. Los redactores sonreían. La conversación iba a ser muy divertida.

—Sí señor. ¿Ha oído usted hablar del informe Pelícano? Tenemos una copia del mismo.

Se hizo un profundo silencio. A continuación se le oyó refunfuñar en la lejanía, como si se tratara del último suspiro de un perro moribundo. Más silencio.

—Señor Velmano. ¿Está usted ahí?

—Sí.

—También tenemos una copia de una nota que usted le mandó a Sims Wakefield, con fecha del veintiocho de septiembre, en la que usted sugiere que la situación de su cliente mejorará enormemente si se elimina a Rosenberg y Jensen del Tribunal. Una de nuestras fuentes asegura que dicha idea fue investigada por alguien conocido como Einstein, que según tengo entendido está habitualmente en una biblioteca del sexto piso.

Silencio.

—El artículo está a punto de ir a imprenta —prosiguió Gray—, pero hemos querido brindarle la oportunidad de hacer algún comentario. ¿Desea declarar algo, señor Velmano?

—Me duele la cabeza.

—Tomo nota. ¿Algo más?

—¿Publicarán la nota palabra por palabra?

—Sí.

—¿Publicarán mi fotografía?

—Sí. Es una foto antigua de una vista del Senado.

—Hijo de puta.

—Gracias. ¿Algo más?

—Veo que han esperado hasta las cinco. Una hora antes habríamos tenido la oportunidad de acudir al juzgado y detener esa infamia.

—Sí señor. Estaba previsto.

—Hijo de puta.

—Muy bien.

—¿No le importa destrozar a la gente?

Su voz, convertida casi en un lamento, se perdió en la lejanía. Qué cita tan maravillosa. Gray había mencionado dos veces el magnetófono, pero estaba demasiado trastornado para recordarlo.

—No señor. ¿Algo más?

—Dígale a Jackson Feldman que el pleito se iniciará a las nueve de la mañana, cuando se abran las puertas del juzgado.

—Se lo diré. ¿Niega haber escrito la nota?

—Por supuesto.

—¿Niega la existencia de dicha nota?

—Es un invento.

—No habrá pleito, señor Velmano, y creo que usted lo sabe.

Silencio.

—Hijo de puta.

Se oyó un clic y la línea quedó interrumpida. Sonrieron con incredulidad.

—¿No le gustaría ser periodista, Darby? —preguntó Smith Keen.

—Esto es divertido —respondió—. Pero ayer estuve apunto de recibir dos palizas. No, gracias.

—Yo no utilizaría nada de todo eso —dijo Feldman señalando el magnetófono, después de ponerse de pie.

—El caso es que me ha gustado eso de destrozar a la gente. ¿Y qué me dice de sus amenazas?

—No lo necesita, Gray. El artículo ocupa ahora la totalidad de la primera plana. Tal vez más adelante.

Alguien llamó a la puerta. Era Krauthammer.

—Voyles quiere verte —le dijo a Feldman.

—Que venga aquí.

Gray se puso inmediatamente de pie y Darby se dirigió a la ventana. El sol se apagaba y las sombras se apoderaban del paisaje. El tráfico avanzaba penosamente por la calle. No había rastro de Tocón y su banda de confederados, pero estaban ahí, esperando sin duda a que oscureciera, confabulándose para intentar por última vez asesinarla, por precaución o por venganza. Gray dijo que tenía un plan para salir del edificio sin tiroteos, cuando empezaran a girar las rotativas. No había aclarado de qué se trataba.

Voyles entró en compañía de K. O. Lewis. Feldman les presentó a Gray Grantham y a Darby Shaw. Voyles se acercó a la chica con una sonrisa y la cabeza levantada.

—De modo que usted es la que empezó todo este lío —dijo, en un tono que pretendía ser admirativo.

Darby no lo interpretó como tal y sintió un desprecio inmediato por aquel individuo.

—Creo que fue Mattiece quien lo empezó.

—¿Podemos sentarnos? —preguntó Voyles en general, después de quitarse la gabardina.

Voyles, Lewis, Feldman, Keen, Grantham y Krauthammer se instalaron alrededor de la mesa. Darby se quedó junto a la ventana.

—Deseo hacer algunos comentarios a nivel oficial —declaró Voyles, al tiempo que recogía un papel que le entregaba Lewis y Gray se disponía a tomar notas—. En primer lugar, recibimos una copia del informe Pelícano hoy hace dos semanas y la entregamos a la Casa Blanca aquel mismo día. Fue entregada por el propio subdirector, K. O. Lewis, al señor Fletcher Coal, que la recibió junto a nuestro informe cotidiano a la Casa Blanca. El agente especial Eric East estaba presente durante la reunión. A nuestro parecer planteaba suficientes incógnitas para ser investigado, pero no lo hicimos hasta seis días más tarde, cuando el señor Gavin Verheek, asesor especial del director, fue hallado asesinado en Nueva Orleans. A partir de aquel momento, el FBI inició inmediatamente una investigación a gran escala sobre Victor Mattiece. Más de cuatrocientos agentes de veintisiete dependencias han tomado parte en la investigación, con un total de más de once mil horas de trabajo, durante las que se han interrogado a más de seiscientas personas y se han visitado cinco países extranjeros. La investigación sigue a pleno ritmo en estos momentos. Creemos que Victor Mattiece es el principal sospechoso de los asesinatos de los jueces Rosenberg y Jensen, y en estos momentos intentamos localizar su paradero.

Voyles dobló el papel y se lo devolvió a Lewis.

—¿Qué piensa hacer cuando encuentre a Mattiece? —preguntó Grantham.

—Detenerle.

—¿Tiene una orden de detención contra él?

—Pronto la tendremos.

—¿Tiene alguna idea de su paradero?

—Francamente, no. Hace una semana que le buscamos en vano.

—¿Se ha entrometido la Casa Blanca en su investigación sobre Mattiece?

—Lo comentaré extraoficialmente. ¿De acuerdo?

Gray miró al director ejecutivo.

—De acuerdo —respondió Feldman.

Voyles miró sucesivamente a Feldman, Keen, Krauthammer y finalmente a Grantham.

—Ahora hablamos extraoficialmente, ¿de acuerdo? No pueden utilizar esto bajo ninguna circunstancia. ¿Lo comprendemos todos?

Asintieron y le miraron atentamente. Darby también observaba.

Voyles miró con suspicacia a Lewis.

—Hace doce días, en el Despacho Oval, el presidente de los Estados Unidos me pidió que ignorara a Victor Mattiece como sospechoso. En sus propias palabras, me pidió que le olvidara.

—¿Le dio alguna razón para ello? —preguntó Grantham.

—La evidente. Dijo que sería muy embarazoso y que perjudicaría gravemente sus perspectivas para la reelección. No creía que el informe Pelícano fuera digno de crédito, pero si se investigaba llegaría a oídos de la prensa y él saldría políticamente perjudicado.

Krauthammer escuchaba con la boca abierta. Keen tenía la mirada fija en la mesa. Feldman no se perdía palabra.

—¿Está usted seguro? —preguntó Gray.

—Grabé la conversación. Tengo una cinta, que no dejaré escuchar a nadie, a no ser que el presidente antes lo niegue.

Se hizo un prolongado silencio, mientras admiraban a aquel pequeño cabrón y su magnetófono. ¡Una cinta!

—Acabas de leer nuestro artículo —dijo Feldman, después de aclararse la garganta—. Hubo un retraso por parte del FBI desde el momento en que recibió el informe hasta el de iniciar la investigación. Esto debe explicarse en el artículo.

—He hecho mi declaración, eso es todo.

—¿Quién asesinó a Gavin Verheek? —preguntó Gray.

—No hablaré de los detalles de la investigación.

—¿Pero usted lo sabe?

—Tenemos una idea. Pero no diré nada más.

Gray miró a su alrededor. Era evidente que Voyles no tenía nada más que decir por ahora y todo el mundo se relajó al mismo tiempo. Los redactores paladearon el momento.

Voyles se aflojó la corbata y casi sonrió.

—Esto es extraoficial, por supuesto, ¿pero cómo se las arreglaron para descubrir lo de Morgan, el abogado muerto?

—No hablaré de los detalles de la investigación —respondió Gray, con una pícara sonrisa.

Todos se rieron.

—¿Y ahora qué pensáis hacer? —preguntó Krauthammer.

—Habrá un gran jurado mañana al mediodía. Se extenderán rápidamente autos de procesamiento. Intentaremos encontrar a Mattiece, pero no será fácil. No tenemos ni idea de su paradero. Ha pasado la mayor parte de los últimos cinco años en las Bahamas, pero tiene domicilios en México, Panamá y Paraguay —respondió Voyles, mientras miraba por segunda vez a Darby, que escuchaba atentamente apoyada contra la pared, junto a la ventana—. ¿A qué hora sale de la imprenta la primera edición? —preguntó.

—Imprimen toda la noche, a partir de las diez y media —respondió Keen.

—¿En qué edición saldrá este artículo?

—La última de la ciudad, poco antes de la medianoche. Es la de mayor tirada.

—¿Aparecerá la fotografía de Coal en primera plana?

Keen miró a Krauthammer, quien a su vez miró a Feldman.

—Supongo que sí. Te citaremos diciendo que el informe se entregó personalmente a Fletcher Coal, y le citaremos a él diciendo que Mattiece le dio al presidente cuatro coma dos millones. Sí, creo que el rostro del señor Coal debe aparecer en primera plana, junto a los demás.

—Yo también lo creo —agregó Voyles—. Si mando a alguien a medianoche, ¿podrá recoger unos cuantos ejemplares?

—Por supuesto —respondió Feldman—. ¿Por qué?

—Porque quiero entregárselo personalmente a Coal. A medianoche quiero llamar a la puerta de su casa, verle en pijama y mostrarle el periódico. Entonces quiero decirle que volveré con la orden del gran jurado y poco después con el auto de procesamiento. Y poco después con unas esposas.

Era aterrador ver el placer con que se expresaba.

—Me alegra comprobar que no es usted vengativo —dijo Gray.

Sólo a Smith Keen le hizo gracia.

—¿Crees que se dictará auto de procesamiento contra él? —preguntó ingenuamente Krauthammer.

—Hará de cabeza de turco para el presidente —respondió Voyles, al tiempo que miraba nuevamente a Darby—. Se ofrecería a aparecer ante un pelotón de ejecución para salvar a su jefe.

Feldman consultó su reloj y se levantó de la mesa.

—¿Puedo pediros un favor? —preguntó Voyles.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—Me gustaría pasar unos minutos a solas con la señorita Shaw. En el supuesto, claro está, de que a ella no le importe.

Todos miraron a Darby, que manifestó su aprobación encogiéndose de hombros. Los redactores y K. O. Lewis se levantaron simultáneamente y abandonaron la sala. Darby cogió a Gray de la mano y le pidió que se quedará. Se sentaron frente a Voyles.

—Deseaba hablar en privado —dijo Voyles, mirando a Gray.

—Él se queda —dijo Darby—. Lo que se diga es extraoficial.

—Muy bien.

Darby le tomó la delantera.

—Si va a interrogarme, exijo que lo haga en presencia de un abogado.

Voyles movía la cabeza.

—En absoluto. Sólo me preguntaba que haría usted a partir de ahora.

—¿Por qué debería contárselo?

—Porque nosotros podríamos ayudarla.

—¿Quién asesinó a Gavin?

—Extraoficialmente —titubeó Voyles.

—Extraoficialmente —afirmó Gray.

—Les diré quién creemos que le asesinó, pero antes dígame cuánto habló con él antes de su muerte.

—Hablamos varias veces durante el fin de semana. Habíamos decidido reunirnos el lunes pasado y salir de Nueva Orleans.

—¿Cuándo habló con él por última vez?

—El domingo por la noche.

—¿Y él dónde estaba?

—En su habitación del Hilton.

Voyles respiró hondo y levantó la mirada al techo.

—¿Y usted habló con él de su encuentro previsto para el lunes?

—Sí.

—¿Le había visto antes?

—No.

—El hombre que le mató es el mismo con el que iba cogida de la mano cuando le volaron la tapa de los sesos.

Darby no se atrevía a formular la pregunta. Gray lo hizo en su lugar.

—¿Quién era?

—El gran Khamel.

Se le agarrotó la garganta, se cubrió los ojos, e intentó hablar. Pero no pudo.

—Esto es bastante confuso —dijo Gray, en honor a la razón.

—Sí, bastante. El individuo que mató a Khamel es un profesional independiente contratado por la CIA. Estaba presente cuando Callahan fue asesinado y creo que estuvo en contacto con Darby.

—Rupert —susurró Darby.

—Evidentemente, este no es su nombre verdadero, pero llamémosle Rupert. Probablemente tiene unos veinte nombres. Si es quien yo supongo, es un británico digno de toda confianza.

—¿Se da usted cuenta de lo confuso que es todo esto? —preguntó Darby.

—Me lo imagino.

—¿Qué hacía Rupert en Nueva Orleans? ¿Por qué seguía a Darby? —preguntó Gray.

—Es muy largo de contar y no conozco todos los detalles. Procuro mantenerme alejado de la CIA, créanme. Ya tengo bastantes dolores de cabeza. Todo va relacionado con Mattiece. Hace algunos años necesitó dinero para avanzar en su grandioso proyecto, y vendió una participación al gobierno libio. No sé si la operación fue legal, pero intervino la CIA. Evidentemente, observaban a Mattiece y a los libios con un enorme interés, y cuando se inició el pleito, la CIA pasó a inspeccionarlo. No creo que considerara a Mattiece sospechoso de los asesinatos de los jueces, pero Bob Gminski recibió una copia de su pequeño informe, a las pocas horas de que nosotros entregáramos un ejemplar del mismo a la Casa Blanca. Fletcher Coal se lo dio. No tengo ni idea a quién se lo mencionó Gminski, pero la información llegó a quien no debía haberla recibido, y al cabo de veinticuatro horas el señor Callahan estaba muerto. Y usted, señorita, tuvo mucha suerte.

—¿Por qué será que no me siento afortunada?

—Esto no explica lo de Rupert —dijo Gray.

—Sí.

—No lo sé con seguridad, pero sospecho que Gminski mandó inmediatamente a Rupert para que siguiera a Darby. Creo que inicialmente el informe asustó a Gminski más que a los demás. Probablemente le ordenó a Rupert que la siguiera, en parte para vigilarla y en parte para protegerla. Entonces estalló el coche y de pronto Mattiece acababa de ratificar la veracidad del informe. ¿Qué otra razón podía haber para asesinar a Callahan y a Darby? Tengo buenas razones para creer que, a las pocas horas de la explosión del coche, había docenas de agentes de la CIA en Nueva Orleans.

—Pero ¿por qué? —preguntó Gray.

—El informe había sido legitimizado y Mattiece estaba matando gente. La mayor parte de su negocio está en Nueva Orleans. Y creo que la CIA estaba muy preocupada por Darby. Afortunadamente para ella. Intervinieron en el momento preciso.

—Si la CIA fue capaz de movilizarse con tanta rapidez, ¿por qué no lo hicieron ustedes? —preguntó Darby.

—Buena pregunta. No le habíamos dado tanta importancia al informe, ni sabíamos la mitad de lo que sabía la CIA. Le juro que me pareció un palo a ciegas y teníamos ya una docena de sospechosos. Lo subestimamos. Así de simple. Además, el presidente nos había pedido que no investigáramos, lo cual no resultó difícil, porque nunca había oído hablar de Mattiece. No tenía por qué haberlo hecho. Entonces mi amigo Gavin cayó asesinado, y mandé la tropa.

—¿Por qué le entregaría Coal el informe a Gminski? —preguntó Gray.

—Le dio miedo. Y a decir verdad, esa fue una de las razones para mandárselo. Pero Gminski es Gminski, y a veces hace cosas sin demasiada consideración por los pequeños obstáculos, por ejemplo la ley. Coal pretendía que se verificara el informe, y calculó que Gminski lo haría con rapidez y discreción.

—De modo que Gminski no habló sinceramente con Coal.

—Detesta a Coal, lo cual es perfectamente comprensible. Gminski trató con el presidente y no, no le habló con toda franqueza. Todo ocurrió con mucha rapidez. Recuerden que Gminski, Coal, el presidente y yo vimos el informe por primera vez hoy hace sólo dos semanas. Gminski probablemente iba a contarle parte de la historia al presidente, pero no ha tenido oportunidad de hacerlo.

Darby se levantó de la mesa, para dirigirse de nuevo a la ventana. Ahora había oscurecido, pero el tráfico era todavía lento y denso. Era agradable que le revelaran aquellos misterios, pero sólo servía para abrir otras incógnitas. Lo único que deseaba era marcharse. Estaba cansada de huir y de que la persiguieran, cansada de jugar a periodistas con Gray, cansada de preguntarse quién hacía qué y por qué, cansada de comprar un cepillo de dientes cada tres días. Sentía anhelo de una pequeña casa en una playa desierta, sin teléfonos ni gente, especialmente de la que se oculta detrás de los vehículos y los edificios. Quería pasar tres días en la cama sin pesadillas y sin duendes. Había llegado el momento de marcharse.

Gray la observaba atentamente.

—La siguieron a Nueva York y luego la han seguido hasta aquí —le dijo a Voyles—. ¿De quién se trata?

—¿Están seguros? —preguntó Voyles.

—Han estado todo el día en la calle, vigilando este edificio —respondió Darby, indicando la ventana.

—Les hemos visto —agregó Gray—. Estaban ahí.

—¿Los había visto antes? —preguntó Voyles con cierto escepticismo, dirigiéndose a Darby.

—A uno de ellos. Vi cómo vigilaba el funeral de Thomas en Nueva Orleans. Me persiguió por el barrio francés. Casi me descubrió en Manhattan, y le he visto hablando con otro individuo, hace unas cinco horas. Sé que es él.

—¿De quién se trata? —preguntó nuevamente Gray.

—No creo que la CIA la persiga.

—No le quepa duda de que me persiguió.

—¿Pueden verlos ahora?

—No. Desaparecieron hace un par de horas. Pero estaban ahí.

Voyles se levantó y estiró sus gruesos brazos. Rodeó lentamente la mesa, mientras abría el envoltorio de un cigarro.

—¿Les importa que fume?

—Sí, me importa —respondió Darby sin mirarle, y Voyles dejó el cigarro sobre la mesa.

—Podemos ayudarla —dijo.

—No quiero su ayuda —respondió, como si hablara con la ventana.

—¿Qué es lo que quiere?

—Quiero marcharme del país. Pero cuando lo haga, asegurarme de que nadie me sigue. Ni ustedes ni ellos, ni Rupert, ni ninguno de sus amigos.

—Tendrá que volver para declarar ante el gran jurado.

—Sólo si logran encontrarme. Voy a ir a un lugar donde no simpatizan con las órdenes judiciales.

—¿Qué me dice del juicio? Su presencia será necesaria entonces.

—Para eso tiene que transcurrir por lo menos un año. Me lo pensaré.

Voyles se llevó el cigarro a la boca, pero sin encenderlo. Caminaba y pensaba mejor con un cigarro entre los dientes.

—Le haré un trato.

—No estoy de humor para tratos —respondió, apoyada ahora contra la pared, sin dejar de mirar alternativamente a ambos hombres.

—Es un buen trato. Tengo aviones, helicópteros y un montón de hombres armados que no les tienen ningún miedo a esos muchachos que juegan al escondite. En primer lugar, la sacaremos del edificio sin que nadie lo sepa. En segundo lugar, la instalaremos en mi avión para que la lleve donde usted quiera. En tercer lugar, puede desaparecer a partir de allí. Le doy mi palabra de que no la seguiremos. Pero, en cuarto lugar, me permitirá que me ponga en contacto con usted a través del señor Grantham aquí presente, en caso de extrema necesidad.

Miraba a Gray mientras se le hacía la oferta, y era evidente que a él le gustaba. No cambió la expresión de su rostro pero, maldita sea, parecía una buena oferta. Si hubiera confiado en Gavin después de la primera llamada telefónica, hoy seguiría vivo y ella nunca habría ido cogida de la mano de Khamel. Si se hubiera limitado a abandonar Nueva Orleans con él cuando se lo sugirió, no le habrían asesinado. Había pensado en ello cada cinco minutos durante los siete últimos días.

Aquello era superior a sus fuerzas. Llega un momento en el que una persona se da por vencida y empieza a confiar en los demás. Aquel hombre no le gustaba, pero durante los diez últimos minutos había sido enormemente sincero con ella.

—¿Es su avión y sus pilotos?

—Sí.

—¿Dónde está?

—En la base aérea de Andrews.

—Hagámoslo de la forma siguiente. Subo al avión y despega con dirección a Denver. Sin que haya nadie a bordo, a excepción de Gray, yo y los pilotos. Y media hora después de despegar, les digo a los pilotos que me lleven, por ejemplo, a Chicago. ¿Es factible?

—El piloto debe entregar un plan de vuelo antes de despegar.

—Lo sé. Pero usted es el director del FBI y tiene numerosos medios a su disposición.

—De acuerdo. ¿Qué hará cuando llegue a Chicago?

—Me apearé del avión sola y el aparato regresará a Andrews con Gray.

—¿Y qué piensa hacer en Chicago?

—Perderme en un ajetreado aeropuerto y coger el primer avión.

—Puede hacerse, pero le he dado mi palabra de que no la seguiremos.

—Lo sé. Disculpe mi cautela.

—Trato hecho. ¿Cuándo quiere marcharse?

—¿Cuándo? —repitió Darby, mirando a Gray.

—Tardaré una hora en revisarlo de nuevo y agregar los comentarios del señor Voyles.

—Dentro de una hora —dijo Darby.

—Esperaré.

—¿Le importaría dejarnos un momento a solas? —le preguntó Darby a Voyles, al tiempo que señalaba a Gray con la cabeza.

—Por supuesto —respondió de camino ya hacia la puerta, con la gabardina en la mano—. Es usted una mujer extraordinaria, señorita Shaw —sonrió desde el umbral—. Su cerebro y su valentía han provocado la caída de uno de los hombres más siniestros de este país. La admiro. Y le prometo que siempre seré sincero con usted.

Introdujo el cigarro en medio de su rechoncha sonrisa y abandonó la estancia.

—¿Crees que estaré a salvo? —preguntó Darby, después de ver como se cerraba la puerta.

—Sí. Creo que es sincero. Además, dispone de hombres armados que pueden sacarte de aquí. Puedes estar tranquila, Darby.

—¿Vendrás conmigo, verdad?

—Desde luego.

Se le acercó y le rodeó la cintura con sus brazos. Gray la abrazó y cerró los ojos.

A las siete, los redactores se reunieron alrededor de la mesa, por última vez el martes por la noche. Leyeron rápidamente la sección que Gray había agregado, que incluía los comentarios de Voyles. Feldman llegó tarde, con una enorme sonrisa en los labios.

—Les parecerá increíble —declaró—. Acabo de recibir dos llamadas telefónicas. Ludwig ha llamado desde China. El presidente le ha localizado y le ha suplicado que postergue la publicación del artículo veinticuatro horas. Ludwig dice que al presidente estaban a punto de saltarle las lágrimas. Como corresponde a un caballero, le ha escuchado con atención y se ha negado respetuosamente. La segunda llamada ha sido del juez Roland, un viejo amigo mío. Al parecer los muchachos de White & Blazevich le han obligado a levantarse de la mesa cuando estaba cenando para solicitar la presentación de un interdicto esta misma noche, seguido de una vista inmediata. El juez Roland les ha escuchado de mala gana y ha denegado sin contemplaciones su solicitud.

—¡Publiquémoslo! —exclamó Krauthammer.