41
Smith Keen paseaba nervioso frente a la puerta del despacho de Feldman, mientras la secretaria vigilaba. Les vio llegar sorteando apresuradamente los escritorios de la redacción. Gray la llevaba de la mano. Era decididamente atractiva, pero eso lo apreciarían más adelante. Jadeaban.
—Smith Keen, le presento a Darby Shaw —dijo Gray entre suspiros.
Se dieron la mano.
—Hola —dijo Darby, mientras miraba a su alrededor.
—Encantado, Darby. Por lo que he oído decir, es usted una mujer extraordinaria.
—Exactamente —agregó Gray—. Después tendremos tiempo para charlar.
—Síganme —dijo Keen, al tiempo que se ponían de nuevo en marcha—. Feldman quiere que nos reunamos en la sala de conferencias.
Cruzaron la abigarrada sala de redacción y entraron en una elegante sala, con una larga mesa en el centro de la misma. Estaba llena de hombres charlando, que guardaron inmediatamente silencio cuando ella entró. Feldman cerró la puerta y le tendió la mano.
—Soy Jackson Feldman, redactor ejecutivo —dijo—. Usted debe de ser Darby.
—¿Quién si no? —exclamó Gray, con la respiración todavía entrecortada.
Feldman le ignoró, miró a su alrededor y señaló a los presentes.
—Este es Howard Krauthammer, director de redacción; Ernie DeBasio, subdirector de redacción, asuntos extranjeros; Elliot Cohen, subdirector de redacción, nacional; y Vince Litsky, nuestro abogado.
Darby asintió educadamente y olvidó todos los nombres después de oírlos. Todos tenían por lo menos cincuenta años, iban en mangas de camisa y parecían profundamente preocupados. Se respiraba la tensión en el ambiente.
—Dame la cinta —dijo Gray.
Darby la sacó del bolso y se la entregó. El televisor y el magnetoscopio estaban en unas estanterías móviles, al fondo de la sala. Gray introdujo la cinta en el magnetoscopio.
—Hemos conseguido esta cinta hace veinte minutos, de modo que no hemos tenido tiempo de verla todavía.
Darby se sentó en una silla junto a la pared. Los presentes se acercaron al televisor, a la espera de que apareciera la imagen.
Sobre la pantalla en blanco apareció una fecha: 12 de octubre. A continuación apareció Curtis Morgan, sentado junto a una mesa de cocina. Tenía un interruptor en la mano, evidentemente para operar la cámara.
«Me llamo Curtis Morgan y, puesto que están viendo esto, probablemente estoy muerto».
Vaya forma de empezar. Los presentes hicieron una mueca y se acercaron a la pantalla.
«Hoy estamos a doce de octubre y estoy grabando esto en mi casa. Estoy solo. Mi esposa ha ido al médico. Yo debería estar en el despacho, pero he llamado para decir que estaba enfermo. Mi esposa no sabe nada de todo esto. No se lo he contado a nadie. Puesto que están viendo esta cinta, también han visto esto —dijo, al tiempo que mostraba a la cámara la declaración jurada—. Se trata de una declaración jurada que he firmado y que tengo el propósito de dejar, junto con esta cinta, probablemente en una caja de seguridad de algún banco del centro de la ciudad. Leeré la declaración jurada y comentaré algunos puntos».
—Tenemos la declaración jurada —dijo rápidamente Gray, apoyado contra la pared, junto a Darby.
Nadie le miró. Estaban todos pendientes de la pantalla. Morgan leyó lentamente la declaración jurada. Su mirada subía y bajaba repetidamente, entre el objetivo y el documento.
Tardó diez minutos. Cada vez que oía la palabra «pelícano», Darby cerraba los ojos y movía lentamente la cabeza. En eso se resumía todo. Era una pesadilla. Procuraba prestar atención.
Cuando Morgan acabó de leer la declaración jurada, dejó el documento sobre la mesa y consultó unas notas. Estaba cómodo y relajado. Era un joven apuesto, que aparentaba menos de veintinueve años. Estaba en su casa y, por consiguiente, no llevaba corbata. Sólo camisa blanca almidonada. White & Blazevich no era el lugar ideal donde trabajar, decía, pero la mayoría de sus 400 abogados eran honrados y probablemente no sabían nada acerca de Mattiece. A decir verdad, dudaba de que muchos de ellos, a excepción de Wakefield, Velmano y Einstein, formaran parte de la conspiración. Había un socio llamado Jarreld Schwabe, que era lo suficientemente siniestro para estar involucrado, pero Morgan no tenía prueba de ello. (Darby le recordaba perfectamente). Una ex secretaria había abandonado inesperadamente la empresa, unos días después de los asesinatos. Su nombre era Miriam LaRue, y había trabajado en la sección de gas y petróleo 18 años. Puede que supiera algo. Vivía en Falls Church. Otra secretaria, cuyo nombre no estaba dispuesto a revelar, le había dicho que había oído una conversación entre Wakefield y Velmano, en la que discutían si él, Morgan, era digno de confianza. Pero sólo había oído fragmentos de lo que decían. Empezaron a tratarle de otro modo, después de que la nota apareciera en su escritorio. Especialmente Schwabe y Wakefield. Era como si pretendieran acorralarlo contra la pared y amenazarlo de muerte si mencionaba la nota, pero no podían hacerlo porque no estaban seguros de que la hubiera visto. Y si habían conspirado para asesinar a Rosenberg y Jensen. Santo cielo, él no era más que un joven abogado. Podían reemplazarle en pocos segundos.
Litsky, el abogado, movía la cabeza con incredulidad. El embeleso empezaba a desaparecer y comenzaron a moverse en sus asientos.
Morgan iba y venía del despacho en coche, y en dos ocasiones le habían seguido. En una ocasión durante el almuerzo, vio a un individuo que le vigilaba. Habló un poco del tema y empezó a divagar. Era evidente que ya había revelado todo lo importante. Gray le entregó la declaración jurada y la nota a Feldman, quien a su vez las pasó a Krauthammer después de leerlas, y así sucesivamente.
Morgan concluyó con una escalofriante despedida:
«No sé quién verá esta cinta. Entonces estaré muerto, de modo que supongo que no importa. Espero que la utilicen para atrapar a Mattiece y a los granujas que tiene como abogados. Pero si son los granujas los que ven esta cinta, pueden irse todos al infierno».
Gray paró la cinta. Se frotó las manos y miró a los presentes.
—Bien, caballeros, ¿les hemos traído suficientes pruebas, o quieren más?
—Conozco a esos individuos —declaró Litsky aturdido—. El año pasado jugué al tenis con Wakefield.
—¿Cómo encontró a Morgan? —preguntó Feldman, que se había puesto de pie y caminaba por la sala.
—Es una larga historia —respondió Gray.
—Deme una versión resumida.
—Encontramos a un estudiante de derecho de Georgetown, que el verano pasado había trabajado como pasante en White & Blazevich. Él identificó la fotografía de Morgan.
—¿Cómo consiguió la fotografía? —preguntó Litsky.
—No me lo pregunte. No forma parte de la historia.
—Creo que debemos publicarlo —declaró Krauthammer.
—Publiquémoslo —agregó Elliot Cohen.
—¿Cómo descubrió que estaba muerto? —preguntó Feldman.
—Darby fue a White & Blazevich ayer. Ellos le dieron la noticia.
—¿Dónde estaban el vídeo y la declaración jurada?
—En una caja de seguridad del First Columbia. La esposa de Morgan me ha entregado la llave a las cinco de esta madrugada. No he hecho nada indebido. El informe Pelícano ha sido plenamente comprobado por una fuente independiente.
—Publiquémoslo —dijo Ernie DeBasio—. Publiquémoslo con los mayores titulares, desde «NIXON DIMITE».
Feldman se detuvo cerca de Smith Keen. Los compañeros se observaron atentamente.
—Publiquémoslo —dijo Keen.
—¿Vince? —le preguntó Feldman al abogado.
—Legalmente no hay nada que objetar. Pero me gustaría ver el artículo cuando esté escrito.
—¿Cuánto tardará en escribirlo? —preguntó el redactor, dirigiéndose a Gray.
—Lo que hace referencia al informe ya está esbozado. Puedo terminarlo en un par de horas. Denme dos horas para Morgan. Tres a lo sumo.
Feldman no había sonreído desde que había estrechado la mano de Darby. Se dirigió al otro lado de la sala, para acercarse a Gray.
—¿Y si la cinta fuera falsa?
—¿Falsa? Hablamos de cadáveres, Jackson. He visto a la viuda. Es una viuda verdadera. Este periódico publicó la noticia de su muerte. Está muerto. Incluso su bufete confirma su muerte. Y este es él, en la cinta, hablando de muerte. Sé que es él. Y hemos hablado con el notario que certificó su firma en la declaración jurada. Le ha identificado —decía Gray, levantando la voz—. Todo lo que dice confirma el informe Pelícano. Todo. Mattiece, el pleito, los asesinatos. Además tenemos a Darby, autora del informe. Y más cadáveres. Y la han perseguido por todo el país. Lo tenemos todo, Jackson. La historia está completa.
—Es más que una historia —sonrió finalmente Feldman—. Termine de escribirla antes de las dos. Ahora son las once. Utilice la sala de conferencias y cierre la puerta —agregó, mientras paseaba de nuevo—. Nos reuniremos aquí exactamente a las dos y leeremos el borrador. Ni una palabra a nadie.
Los presentes se pusieron de pie y salieron de la estancia, pero no sin antes estrechar la mano de Darby Shaw. No estaban seguros de si debían felicitarla o darle las gracias, y se limitaron a sonreírle. Ella permaneció sentada.
Cuando todos se hubieron marchado, Gray se sentó junto a ella y se cogieron de la mano. Tenían ante sí la mesa despejada de conferencias. Las sillas estaban perfectamente ordenadas a su alrededor. Las paredes eran blancas y la sala estaba iluminada por luces fluorescentes y dos estrechas ventanas.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Gray.
—No lo sé. Supongo que este es el fin de la epopeya. Lo hemos logrado.
—No pareces muy contenta.
—He tenido meses mejores. Me alegro por ti.
Gray la miró.
—¿Por qué te alegras por mí?
—Tú has atado los cabos sueltos y se publicará mañana. Tiene todo lo necesario para ser un Pulitzer.
—No se me había ocurrido.
—Mentiroso.
—De acuerdo, puede que lo haya pensado una vez. Pero cuando saliste ayer del ascensor y me dijiste que García estaba muerto, dejé de pensar en el Pulitzer.
—No es justo. Yo hago todo el trabajo. Utilizamos mi cerebro, mi belleza y mis piernas, y tú eres quien se lleva la fama.
—Me encantará utilizar tu nombre. Te reconoceré como autora del informe. Publicaremos tu fotografía en primera plana, junto a las de Rosenberg, Jensen, Mattiece y el presidente, Verheek y…
—¿Thomas? ¿Publicaréis también su fotografía?
—Depende de Feldman. En este caso él tiene la última palabra.
Darby reflexionó, pero no dijo nada.
—Bien, señorita Shaw, dispongo de tres horas para escribir la historia más importante de mi vida. Una historia que conmocionará al mundo. Una historia que podría derrocar al presidente. Una historia que resolverá los asesinatos. Una historia que me hará rico y famoso.
—Será mejor que dejes que yo la escriba.
—¿Lo harías? Estoy cansado.
—Trae tus notas. Y un poco de café.
Cerraron la puerta y despejaron la mesa. Un ayudante de la redacción trajo un PC, con una impresora. Le mandaron por una cafetera. Y luego por fruta. Diagramaron la historia por secciones, empezando por los asesinatos, luego el caso pelícano en el sur de Louisiana, a continuación Mattiece y su vínculo con el presidente, seguido del informe Pelícano y todos los trastornos que había causado, Callahan, Verheek, acto seguido Curtis Morgan y sus agresores, White & Blazevich y Wakefield, Velmano y Einstein. Darby prefería escribir a mano. Resumió el pleito, el informe y lo conocido acerca de Mattiece. Gray se ocupó de lo demás y escribió borradores a máquina.
Darby era un modelo de organización, con notas cuidadosamente ordenadas sobre la mesa y palabras meticulosamente escritas sobre papel. Él era un torbellino desordenado: papeles en el suelo, charlas con el ordenador, y párrafos descartados apenas acababan de ser impresos. Ella no dejaba de pedirle que guardara silencio. Esto no es la biblioteca de una facultad de Derecho, respondió Gray. Sino un periódico. Aquí se trabaja con un teléfono en cada oreja y alguien dando voces.
A las doce y media, Smith Keen les mandó algo de comer. Darby comió un bocadillo frío y contempló el tráfico de la calle. Gray examinaba informes electorales.
Darby le vio. Estaba apoyado contra un edificio al otro lado de la calle Quince, y no habría tenido nada de sospechoso, a no ser porque una hora antes estaba apoyado junto al hotel Madison. Tomaba algo en un gran vaso de plástico y vigilaba la entrada principal del Post. Llevaba una gorra negra, chaqueta de lona y tejanos. Tenía menos de treinta años. Y permanecía ahí inmóvil, vigilando. Darby mordisqueó su bocadillo y le observó durante diez minutos. Tomaba sorbos de su taza, pero no se movía.
—Gray, ven aquí, por favor.
—¿Qué ocurre? —preguntó después de acercarse.
Darby señaló al individuo de la gorra negra.
—Obsérvale atentamente —dijo Darby—. Dime lo que está haciendo.
—Bebe algo, probablemente café. Está apoyado contra la pared y observa este edificio.
—¿Qué lleva puesto?
—Ropa tejana y una gorra negra. Parece que lleva botas. ¿Qué tiene de particular?
—Hace una hora le vi allí, junto al hotel. Estaba más o menos oculto tras esa furgoneta del servicio telefónico, pero sé que era él. Ahora ha cambiado de posición.
—¿Y bien?
—Desde hace por lo menos una hora está ahí sin hacer nada, aparte de vigilar este edificio.
Gray asintió. Aquel no era el momento para elucubraciones. El tipo parecía sospechoso y Darby estaba preocupada. Hacía ahora dos semanas que la seguían, desde Nueva Orleans a Nueva York, ahora tal vez en Washington, y conocía el tema mucho mejor que él.
—¿Qué me estás diciendo, Darby?
—Dame una buena razón por la que ese individuo, que evidentemente no es un pordiosero, se comporta de ese modo.
El individuo en cuestión consultó su reloj y se alejó por la acera. Darby consultó su reloj.
—Es la una en punto —dijo—. Vigilemos cada quince minutos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Dudo que sea algo importante —dijo, procurando tranquilizarla, sin lograrlo.
Darby se sentó junto a la mesa y examinó las notas. Gray la observó antes de concentrarse de nuevo en el ordenador. Después de escribir afanosamente durante quince minutos, volvió a la ventana. Darby le observaba atentamente.
—No le veo —dijo.
Pero le vio a la una y media.
—Darby —exclamó, al tiempo que señalaba el lugar donde ella le había visto por primera vez.
Darby miró por la ventana y fijó lentamente la mirada en el individuo de gorra negra. Ahora llevaba una chaqueta verde oscuro y no estaba de cara al Post. Se contemplaba las botas y, cada diez segundos más o menos, echaba una ojeada a la puerta principal. Esto le convertía todavía en más sospechoso, pero estaba parcialmente oculto tras una camioneta de reparto. La taza de plástico había desaparecido. Encendió un cigarrillo. Echó una mirada al Post y luego contempló la acera.
—¿Por qué tengo un nudo en el estómago? —preguntó Darby.
—¿Cómo pueden haberte seguido? Es imposible.
—Sabían que estaba en Nueva York. Eso también parecía imposible en aquellos momentos.
—Puede que me sigan a mí. Me han advertido que me vigilaban. Eso debe ser lo que hace ese individuo. ¿Cómo podría saber que estás tú aquí? El individuo me sigue a mí.
—Tal vez —respondió lentamente Darby.
—¿Le has visto antes?
—No suelen presentarse.
—Escúchame. Disponemos de treinta minutos, antes de que lleguen con sus dagas a descuartizar nuestra historia. Acabemos de escribirla y luego vigilaremos a ese individuo.
Regresaron a su trabajo. A las dos menos cuarto, Gray se acercó de nuevo a la ventana y el individuo había desaparecido. De la impresora salía el primer borrador y ella lo corregía.
Los redactores leyeron lápiz en mano. Litsky, el abogado, leía por puro placer. Parecía disfrutar más que los demás.
Era un artículo muy largo y Feldman se ocupaba de amputarlo como un cirujano. Smith Keen escribía notas al margen. A Krauthammer le gustaba lo que veía.
Leían atentamente y en silencio. Gray volvió a corregirlo. Darby miraba por la ventana. El individuo había regresado, ahora con una chaqueta azul y tejanos. Estaba nublado, con una temperatura de unos 16 grados, y tenía una taza en la mano. La acariciaba para ahuyentar el frío. Tomó un sorbo, miró hacia el Post, de nuevo a la calle y luego a la taza. Ahora estaba frente a otro edificio y, a las dos y cuarto en punto, empezó a mirar hacia el norte por la calle Quince.
Paró un coche junto a él. Se abrió la puerta posterior y ahí estaba. El coche se alejó y miró a su alrededor. Con una ligera renquera, Tocón se acercó al individuo de la gorra negra. Hablaron unos segundos, luego Tocón se dirigió hacia la intersección de las calles L y Quince, y el individuo permaneció en el mismo lugar.
Darby miró a su alrededor. Estaban todos sumergidos en la historia. Tocón había desaparecido, de modo que no podía mostrárselo a Gray, que leía y sonreía. No, no vigilaban al periodista. Querían apresar a la chica.
Y debían estar desesperados. Estaban en la calle a la espera de que ocurriera algún milagro, la chica saliera de algún modo del edificio y pudieran deshacerse de ella. Estaban asustados. Ella estaba dentro del edificio, contando todo lo que sabía y distribuyendo copias del maldito informe. Mañana por la mañana el juego habría acabado. De algún modo tenían que detenerla. Habían recibido órdenes.
Estaba en una habitación llena de hombres y, de pronto, dejó de sentirse segura.
Feldman fue el último en terminar y le entregó su copia a Gray.
—Pocas modificaciones. Debería estar listo dentro de aproximadamente una hora. Hablemos de llamadas telefónicas.
—Creo que sólo tres —dijo Gray—. La Casa Blanca, el FBI y White & Blazevich.
—Sólo menciona a Sims Wakefield del bufete. ¿Por qué? —preguntó Krauthammer.
—Morgan habla de él más que de los demás.
—Pero la nota es de Velmano. Creo que habría que mencionarlo.
—Estoy de acuerdo —dijo Smith Keen.
—Yo también —agregó DeBasio.
—He introducido su nombre —dijo Feldman—. Más adelante nos ocuparemos de Einstein. Espere a las cuatro y media o las cinco antes de llamar a la Casa Blanca y a White & Blazevich. Si lo hace antes, puede que se suban por las paredes y acudan al juzgado.
—Estoy de acuerdo —dijo Litsky, el abogado—. No pueden impedir que lo publiquemos, pero podrían intentarlo. Yo esperaría hasta las cinco para llamarles.
—De acuerdo —respondió Gray—. Lo habré redactado de nuevo a las tres y media. Luego llamaré al FBI, por si tienen algo que decir. A continuación a la Casa Blanca y por último a White & Blazevich.
—Nos reuniremos aquí de nuevo a las tres y media —dijo Feldman casi desde la puerta—. No se alejen de sus teléfonos.
Cuando la sala quedó de nuevo vacía, Darby cerró la puerta y señaló la ventana.
—¿Te he mencionado a Tocón?
—No me lo digas.
Observaron la calle.
—Eso me temo. Habló con nuestro amigo y desapareció. Sé que era él.
—Supongo que quedo eliminado.
—Eso creo. Quiero largarme de aquí.
—Algo se nos ocurrirá. Avisaré al servicio de seguridad. ¿Quieres que hable con Feldman?
—No. Todavía no.
—Conozco a algunos policías.
—Maravilloso. Y crees que podrán venir y pegarle una paliza a ese individuo.
—Los policías que yo conozco sí.
—No pueden meterse con esa gente. ¿Qué hacen de malo?
—Sólo piensan en asesinar a alguien.
—¿Estamos a salvo en este edificio?
—Deja que hable con Feldman —respondió Gray, después de reflexionar unos instantes—. Pondrán dos guardias de seguridad en la puerta.
—De acuerdo.
Feldman dio el visto bueno al segundo borrador a las tres y media, y concedió permiso a Gray para que llamara al FBI. Se trajeron cuatro teléfonos a las salas de conferencias y conectaron un magnetófono. Feldman, Smith Keen y Krauthammer escuchaban por los teléfonos supletorios.
Gray llamó a Phil Norvell, buen amigo y a veces contacto en el FBI, si tal cosa existía. Norvell tenía su propia línea.
—Phil, soy Gray Grantham, del Post.
—Creo que sé quien eres, Gray.
—Estoy grabando la conversación.
—Debe de ser grave. ¿De qué se trata?
—Vamos a publicar un artículo por la mañana, en el que se detalla una conspiración en los asesinatos de Rosenberg y Jensen. Mencionamos a Victor Mattiece, un especulador petrolífero, y a dos de sus abogados aquí en la capital. También mencionamos a Verheek, evidentemente no como conspirador. Creemos que el FBI tenía conocimiento de Mattiece en los primeros momentos, pero se negó a investigar a instancias de la Casa Blanca. Deseamos brindaros la oportunidad de hacer algún comentario.
El silencio era absoluto al otro extremo de la línea.
—Phil, ¿estás ahí?
—Sí. Creo que sí.
—¿Algún comentario?
—Seguro que tendremos algo que decir, pero tendré que llamarte luego.
—No tardaremos en empezar a imprimir, de modo que debes darte prisa.
—Bueno, Gray, esto es como una puñalada por la espalda. ¿Podéis esperar un día?
—De ningún modo.
—De acuerdo —dijo Norvell tras una pausa—. Déjame hablar con el señor Voyles y volveré a llamarte.
—Gracias.
—No, gracias a ti, Gray. Esto es maravilloso. El señor Voyles estará encantado.
—Esperamos tu llamada —respondió Gray, antes de pulsar un botón para cerrar la línea.
Keen paró el magnetófono.
Al cabo de ocho minutos, el propio Voyles estaba al teléfono. Insistió en hablar con Jackson Feldman. El magnetófono funcionaba de nuevo.
—¿Señor Voyles? —dijo calurosamente Feldman.
Se habían visto muchas veces y, por consiguiente, el «señor» era innecesario.
—Llámame Denton, maldita sea. Dime, Jackson, ¿qué ha descubierto tu muchacho? Esto es una locura. Os estáis arrojando a un precipicio. Nosotros hemos investigado a Mattiece, todavía le investigamos, y es demasiado pronto para actuar. Dime, ¿con qué pruebas cuenta tu muchacho?
—¿Te suena el nombre de Darby Shaw? —dijo Feldman con una sonrisa a Darby, que estaba de pie junto a la pared, mientras formulaba la pregunta.
—Sí —se limitó a responder, después de una pausa.
—Mi muchacho tiene el informe Pelícano, Denton, y en estos momentos Darby Shaw está junto a mí.
—Temía que estuviera muerta.
—No. Está muy viva. Ella y Grantham han confirmado a través de otra fuente los hechos descritos en el informe. Es una historia monumental, Denton.
Voyles emitió un profundo suspiro y arrojó la toalla.
—Investigamos a Mattiece como sospechoso —dijo.
—El magnetófono está grabando, Denton, ten cuidado.
—Tenemos que hablar. Me refiero cara a cara. Tengo cosas muy importantes que contarte.
—Me encantará que vengas a mi despacho.
—De acuerdo. Estaré ahí dentro de veinte minutos.
A los redactores les divirtió muchísimo la idea de que el gran F. Denton Voyles cogiera su limusina para acudir a toda prisa al Post. Hacía muchos años que le observaban y sabían que era un maestro en el arte de nadar y guardar la ropa. Odiaba la prensa, y el hecho de que estuviera dispuesto a hablar en su campo y bajo sus condiciones sólo podía justificar una cosa: se proponía inculpar a otras personas. Y el objetivo más probable era la Casa Blanca.
Darby no sentía deseo alguno de conocerle. En lo que pensaba era en huir. Podía mostrarle al individuo de la gorra negra, pero ahora hacía treinta minutos que había desaparecido. Además, ¿qué podía hacer el FBI? Primero tendrían que encontrarle, ¿y luego qué? ¿Acusarle de vagabundear y de planificar una emboscada? ¿Torturarle y obligarle a hablar? Con toda probabilidad, no la creerían.
No sentía deseo alguno de tener tratos con el FBI. No quería su protección. Estaba a punto de emprender un viaje y nadie sabría adónde. A excepción tal vez de Gray. O tal vez no.
Gray marcó el número de la Casa Blanca y los demás levantaron sus supletorios. Keen puso el magnetófono en funcionamiento.
—Con Fletcher Coal, por favor. Habla Gray Grantham del Washington Post y es muy urgente.
—¿Por qué Coal? —preguntó Keen, mientras esperaba.
—Todo tiene que pasar por sus manos —respondió Gray, con la mano sobre el auricular.
—¿Quién lo dice?
—Un contacto.
La secretaria regresó al teléfono, para decir que Coal se pondría dentro de un momento. No cuelgue. Gray sonrió. Le subía la adrenalina.
—Fletcher Coal —se oyó finalmente por la línea.
—Oiga, señor Coal, le habla Gray Grantham del Post. Estoy grabando la conversación. ¿Me comprende?
—Sí.
—¿Es cierto que ha ordenado a todo el personal de la Casa Blanca, a excepción del presidente, que obtengan su aprobación antes de hablar con la prensa?
—Completamente falso. Esto es competencia del secretario de prensa.
—Comprendo. Vamos a publicar un artículo por la mañana que, en resumen, confirma los hechos descritos en el informe Pelícano. ¿Está usted familiarizado con dicho informe?
—Sí —respondió lentamente.
—Hemos comprobado que el señor Mattiece aportó más de cuatro millones de dólares a la campaña presidencial, hace tres años.
—Cuatro millones doscientos mil dólares, por conductos perfectamente legales.
—También creemos que la Casa Blanca intervino e intentó entorpecer la investigación del FBI respecto al señor Mattiece, y nos gustaría oír su comentario.
—¿Es esto algo que creen o que van a imprimir?
—Intentamos confirmarlo en estos momentos.
—¿Y quién cree que se lo confirmará?
—Tenemos nuestras fuentes, señor Coal.
—Qué duda cabe. La Casa Blanca niega rotundamente todo contacto con dicha investigación. El presidente expresó su deseo de ser informado del progreso de la misma, después de la muerte de los jueces Rosenberg y Jensen, pero no ha habido ninguna participación directa o indirecta por parte de la Casa Blanca en ningún aspecto de la investigación. Le han informado mal.
—¿Considera el presidente a Victor Mattiece como amigo?
—No. Hablaron en una ocasión y, como ya le he dicho, el señor Mattiece ha aportado una cantidad significativa, pero no es amigo del presidente.
—¿No es cierto que la suya fue la mayor de todas las aportaciones?
—No puedo confirmárselo.
—¿Algún otro comentario?
—No. Estoy seguro de que el secretario de prensa se ocupará de este asunto por la mañana.
Colgaron y Keen paró el magnetófono. Feldman estaba de pie y se frotaba las manos.
—Daría un año de mi sueldo por estar ahora en la Casa Blanca —dijo.
—Menuda frialdad la suya, ¿no les parece? —exclamó Gray con admiración.
—Sí, pero su frío trasero está ahora en una olla de agua hirviendo.