40

El tráfico en el centro de la ciudad era muy denso y Darby estaba encantada. No tenía prisa. El banco abría a las nueve y media y, alrededor de las siete, mientras tomaban café sin probar los panecillos en su habitación, Gray la había convencido de que debía ser ella quien visitara la caja fuerte. A ella no acababa de convencerle la idea, pero debía hacerlo una mujer y no eran tantas las disponibles. Beverly Morgan le había dicho que su banco, el First Hamilton, había congelado su caja fuerte al conocer la noticia de la muerte de Curtis, y sólo le había permitido inspeccionar su contenido y hacer un inventario del mismo. También le habían permitido copiar el testamento, pero el original había quedado en la caja custodiada por el banco. Sólo se liberaría cuando los inspectores de hacienda terminaran su trabajo.

Por consiguiente, la primera pregunta era si el First Columbia estaba al corriente de su muerte. Los Morgan nunca habían trabajado con dicho banco y Beverly no tenía ni idea de la razón que le había impulsado a elegirlo. Era un banco enorme, con millones de clientes, y decidieron que era improbable que lo supieran.

Darby estaba harta de exponerse al juego de las probabilidades. Anoche había desperdiciado una oportunidad maravillosa de coger un avión, y ahora aquí estaba, a punto de suplantar a Beverly Morgan y medir su ingenio con los funcionarios del First Columbia, para robarle a un muerto. ¿Y qué haría entretanto su acompañante? Le protegería. Llevaba consigo su revólver que a ella le daba un miedo de muerte, y también a él, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo, y se proponía actuar como guardaespaldas junto a la puerta, mientras ella desvalijaba la caja.

—¿Qué haremos si saben que está muerto y yo les digo que no lo está? —preguntó Darby.

—Le das un bofetón a esa bruja y echas a correr como el diablo. Yo te esperaré junto a la puerta. Voy armado y huiremos disparando.

—En serio, Gray. No sé si soy capaz de hacerlo.

—Lo eres, ¿de acuerdo? Conserva la serenidad. Manténte segura de ti misma. Actúa como una listilla. Compórtate con naturalidad.

—Muchas gracias. ¿Qué ocurrirá si llaman a los agentes de seguridad? De pronto siento fobia de esa gente.

—Yo te rescataré. Irrumpiré en el vestíbulo como un comando.

—Acabaremos ambos muertos.

—Tranquilízate, Darby. Todo saldrá bien.

—¿Cómo puedes ser tan optimista?

—Porque puedo olerlo. Hay algo en esa caja, Darby. Y tú tienes que sacarlo. Todo depende de ti.

—Gracias por tranquilizarme.

Estaban en la calle E, cerca de la Nueve. Gray redujo la velocidad, para aparcar ilegalmente en una zona de carga y descarga, a quince metros de la puerta principal del First Columbia. Se apeó. Darby lo hizo más despacio. Caminaron rápidamente hasta la puerta. Eran casi las diez.

—Te esperaré aquí —dijo, al tiempo que señalaba una columna de mármol—. Adelante.

—Adelante —repitió ella para sus adentros, mientras entraba por la puerta giratoria.

Siempre era ella a quien se ofrecía como pasto a los leones. El vestíbulo era amplio como un campo de fútbol, con columnas, candelabros y alfombras persas falsas.

—¿Las cajas de seguridad? —le preguntó a una joven en el mostrador de recepción.

La chica señaló hacia el fondo a la derecha.

—Gracias —respondió Darby mientras empezaba a andar.

Había colas frente a todos los cajeros a su izquierda y, a su derecha, un centenar de vicepresidentes atareados hablaban por teléfono. Era el mayor banco de la ciudad y nadie le prestó atención alguna.

La caja fuerte estaba tras unas enormes puertas de bronce, tan bruñidas que parecían casi de oro, sin duda para dar la impresión de infinita seguridad e invulnerabilidad. Las puertas estaban entreabiertas, para permitir la entrada y salida de unos pocos elegidos.

A la izquierda había una señora de unos sesenta años y aspecto importante, con un letrero sobre su escritorio en el que se leía: «CAJAS DE SEGURIDAD». Su nombre era Virginia Baskin.

Virginia Baskin miró fijamente a Darby, cuando se acercaba a su escritorio. No sonreía.

—Necesito acceder a una caja —dijo Darby sin respirar.

Hacía dos minutos y medio que se aguantaba la respiración.

—Número, por favor —dijo la señora Baskin, al tiempo que pulsaba su teclado y miraba el monitor.

—F566.

Tecleó el número y esperó a que aparecieran instrucciones en pantalla. Frunció el entrecejo y se acercó a escasos centímetros del monitor. «¡Corre!», pensó Darby. Aumentó su ceño y se rascó la barbilla. Corre antes de que levante el teléfono y llame a los servicios de seguridad. Corre, antes de que empiece a sonar la alarma y el imbécil de mi acompañante entre disparando en el vestíbulo.

La señora Baskin retiró la cabeza del monitor.

—Esta caja fue alquilada hace sólo dos semanas —dijo, hablando casi consigo misma.

—Efectivamente —respondió Darby, como si la hubiera alquilado ella misma.

—Supongo que usted es la señora Morgan —agregó la señora Baskin, mientras escribía en su teclado.

—Sí, Beverly Anne Morgan.

Sigue suponiendo, encanto.

—¿Y su dirección?

—891, Pembroke, Alexandria.

Asintió a la pantalla, como si pudiera verla y darle su conformidad.

—¿Teléfono? —preguntó, mientras pulsaba otras teclas.

703-664-5980.

A la señora Baskin también le gustó la respuesta, así como al ordenador.

—¿Quién alquiló la caja?

—Mi marido, Curtis D. Morgan.

—¿Y su número de la seguridad social?

Darby abrió tranquilamente su enorme bolso de cuero y sacó el monedero. ¿Cuántas esposas conocen de memoria el número de la seguridad social de su marido? Abrió el monedero.

510-96-8686.

—Muy bien —dijo con mucha corrección la señora Baskin, al tiempo que dejaba el teclado para abrir un cajón—. ¿Cuánto tiempo necesita?

—Sólo un minuto.

Colocó una tarjeta blanca sobre una carpeta en el escritorio y la señaló con el dedo.

—Firme aquí, señora Morgan.

Darby, muy nerviosa, firmó en la segunda casilla. El señor Morgan había firmado en la primera, al alquilar la caja.

La señora Baskin examinó la firma, mientras Darby se aguantaba la respiración.

—¿Tiene su llave? —preguntó.

—Por supuesto —respondió Darby con una cálida sonrisa.

La señora Baskin cogió una pequeña caja del cajón y dio la vuelta al escritorio.

—Sígame.

Entraron por la puerta de bronce. En el interior del edificio, cuya construcción recordaba la de un mausoleo y tan grande como una de las agencias del banco en los arrabales, había un laberinto de pasillos y pequeñas salas. Se cruzaron con dos individuos uniformados. Pasaron frente a cuatro salas idénticas, con las paredes cubiertas de hileras de cajas. En la quinta, evidentemente, se encontraba la F566, porque allí entró la señora Baskin y abrió su pequeña caja negra. Darby miraba intranquila a su alrededor y a su espalda.

Virginia no perdía un segundo. Se dirigió a la caja en cuestión, que estaba a la altura del hombro, introdujo su llave en la misma y miró a Darby con los párpados caídos, como para decirle: «Tu turno, imbécil». Darby se sacó la llave del bolsillo y la introdujo junto a la otra. Entonces Virginia hizo girar ambas llaves, dejó la caja entreabierta y retiró la llave del banco.

—Llévesela allí —dijo, mientras le señalaba un cubículo, con una puerta plegable de madera—. Cuando termine devuélvala a su lugar y venga a verme —agregó, cuando abandonaba la sala.

—Gracias —respondió Darby.

Esperó a que Virginia desapareciera, para retirar la caja de la pared. Pesaba poco. La parte frontal medía 15 por 25 centímetros, y 45 centímetros de profundidad. En su interior había dos artículos: un fino sobre castaño y una cinta de vídeo sin etiqueta.

No necesitó utilizar el cubículo. Guardó el sobre y la cinta en el bolso, devolvió la caja a su lugar y abandonó la sala.

No había llegado Virginia todavía a su escritorio, cuando Darby se le acercó por la espalda.

—He terminado —dijo.

—Caramba, qué rapidez.

Y que lo diga. Todo va muy rápido cuando los nervios están a flor de piel.

—He encontrado lo que buscaba —respondió Darby.

—Muy bien —dijo la señora Baskin, ahora con suma amabilidad—. En el periódico de la semana pasada había un artículo horrible sobre un abogado. ¿Lo recuerda? Al que mataron unos gamberros cerca de aquí. ¿No se llamaba también Curtis Morgan? Me parece que sí. Qué pena.

Menuda imbecilidad la de esa mujer.

—No, no lo vi —respondió Darby—. He estado en el extranjero. Gracias.

Ahora, por segunda vez, cruzó el vestíbulo con mayor rapidez. El banco estaba lleno de gente y no había ningún guardia de seguridad a la vista. Pan comido. Ya era hora de que lograra hacer algo, sin que le atraparan.

El pistolero custodiaba la columna de mármol. La puerta giratoria la dejó en la acera y había llegado ya casi al coche, cuando la alcanzó su compañero.

—¡Sube al coche! —ordenó.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Gray.

—Larguémonos de aquí.

Abrió la puerta, subieron al coche, arrancó el motor y salieron a toda velocidad.

—Háblame —insistió Gray.

—He vaciado la caja —respondió Darby—. ¿Nos sigue alguien?

Gray miró por el retrovisor.

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿De qué se trata?

Darby abrió el bolso y sacó el sobre. Lo abrió. Gray dio un frenazo y casi chocó contra el coche que tenía delante.

—¡Mira por dónde vas! —exclamó Darby.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¿Qué hay en el sobre?

—¡No lo sé! Todavía no lo he leído y si me matas, nunca lo leeré.

El coche estaba de nuevo en marcha. Gray respiró hondo.

—Mira, dejemos de chillar, ¿de acuerdo? Actuemos con serenidad.

—Sí. Tú conduce y yo actuaré con serenidad.

—De acuerdo. Ahora. ¿Estamos tranquilos?

—Sí. Tú tranquilízate. Y mira por dónde vas. ¿Adónde vamos?

—No lo sé. ¿Qué hay en el sobre?

Sacó algún tipo de documento.

—Mira por dónde vas.

—Limítate a leer este maldito papel.

—Me mareo. No puedo leer con el coche en marcha.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

—Estás chillando otra vez.

Dio un golpe de volante a la derecha y paró en otra zona de aparcamiento prohibido en la calle E. Sonaron varias bocinas cuando frenó y miró fijamente a Darby.

—Gracias —respondió ella y empezó a leer en voz alta.

Se trataba de una declaración jurada de cuatro páginas, meticulosamente mecanografiada, y certificada por un notario. Había sido fechada el viernes, el día anterior a la última llamada a Grantham. Bajo juramento, Curtis Morgan declaraba que trabajaba en la sección de gas y petróleo de White & Blazevich desde que se había incorporado a la empresa hacía cinco años. Sus clientes eran empresas privadas de exploración petrolífera de muchos países, pero predominantemente norteamericanas. Desde su incorporación a la empresa, había trabajado para un cliente involucrado en un enorme pleito en el sur de Louisiana. El cliente en cuestión era un individuo llamado Victor Mattiece, y el señor Mattiece, a quien nunca había tenido la oportunidad de conocer, pero que era muy conocido de los socios decanos de White & Blazevich, tenía muchísimo interés en ganar el pleito, para poder extraer millones de barriles de petróleo de las marismas de Terrebonne Parish, en Louisiana. En el mismo lugar había también centenares de millones de metros cúbicos de gas natural. El decano que supervisaba el caso en White & Blazevich era F. Sims Wakefield, íntimo amigo de Victor Mattiece, a quien visitaba a menudo en las Bahamas.

Estaban parados en una zona de aparcamiento prohibido, con el parachoques del Pontiac que invadía peligrosamente el carril derecho de la calzada y sin prestar atención a los coches que se veían obligados a maniobrar para eludirlo. Darby leía lentamente y Gray escuchaba con los ojos cerrados.

El pleito era muy importante para White & Blazevich. El bufete no participaba directamente en el juicio ni en la apelación, pero todo pasaba por las manos de Wakefield. Trabajaba exclusivamente en lo conocido como caso pelícano. Pasaba la mayor parte del tiempo al teléfono, hablando con Mattiece, o con alguno de los muchísimos abogados que trabajaban en el caso. Morgan dedicaba una media de diez horas semanales al caso, pero siempre a aspectos periféricos. Sus minutas iban directamente a Wakefield, lo cual era inusual, porque las demás pasaban al encargado de cuentas de gas y petróleo, que las mandaba al departamento de contabilidad. A lo largo de los años había oído rumores, en su opinión dignos de crédito, según los cuales Mattiece no pagaba a White & Blazevich por horas como era habitual. Estaba convencido de que el bufete había aceptado el caso, a cambio de un porcentaje de la extracción. Había oído mencionar la cifra del 10 por ciento, de los beneficios netos de los pozos. Aquello era algo inaudito en la industria petrolífera.

Se oyó un fuerte frenazo y se prepararon para el impacto, que no se produjo por los pelos.

—Aquí van a matarnos —exclamó Darby.

Gray puso el coche en marcha, giró el volante a la derecha y subió el vehículo a la acera. Ahora ya no molestaban al tráfico. El coche estaba aparcado en zona prohibida, con el parachoques delantero en plena acera y el trasero a escaso centímetros de la calzada.

—Sigue leyendo —insistió Gray.

El día veintiocho de setiembre aproximadamente, Morgan había estado en el despacho de Wakefield. Entró con dos sumarios y un montón de documentos, ajenos al caso pelícano. Wakefield hablaba por teléfono. Como de costumbre, las secretarias entraban y salían. Había siempre ajetreo en el despacho. Esperó unos minutos a que Wakefield acabara de hablar por teléfono, pero la conversación se prolongaba. Por último, después de esperar quince minutos, Morgan cogió los sumarios y demás documentos que había dejado sobre el escritorio de Wakefield, y se marchó. Regresó a su despacho, al otro extremo del edificio, y se puso a trabajar en su escritorio. Eran aproximadamente las dos de la tarde. Al ir a coger un sumario, encontró una nota escrita a mano, debajo de los documentos que acababa de recoger, traída inadvertidamente del escritorio de Wakefield. Se puso inmediatamente en pie, con la intención de devolverla. Entonces la leyó. Y la leyó de nuevo. Miró el teléfono. La línea de Wakefield seguía ocupada. Había una copia de dicha nota, junto a la declaración jurada.

—Lee la nota —exclamó Gray.

—No he acabado con la declaración jurada —replicó Darby.

De nada serviría discutir con ella. Era la mente jurídica, se trataba de un documento jurídico y lo leería exactamente como se le antojara.

La nota le había dejado atónito. Inmediatamente se sintió aterrorizado. Salió de su despacho, acudió a la fotocopiadora más cercana y sacó una copia. Regresó a su despacho y devolvió la nota a su posición inicial. Juraría no haberla visto.

La nota constaba de dos párrafos escritos a mano, en papel timbrado de White & Blazevich para uso interno. Era de M. Velmano, es decir Marty Velmano, socio decano del bufete. Fechada el veintiocho de setiembre, dirigida a Wakefield, y decía así:

Sims:

Comuníquele al cliente que la investigación ha terminado y que el tribunal será mucho más suave si se retira a Rosenberg. El segundo retiro es un poco inusual. Einstein ha encontrado un vínculo precisamente con Jensen. Ese muchacho, evidentemente, tiene otros problemas.

Comuníquele también que el asunto pelícano debería llegar aquí dentro de cuatro años, teniendo en cuenta otros factores.

No llevaba firma.

Gray se reía y fruncía el entrecejo simultáneamente. Tenía la boca abierta. Darby leía ahora con mayor rapidez.

Marty Velmano era un buitre despiadado, que trabajaba dieciocho horas diarias, y se sentía inútil si no tenía a alguien cerca de él que se desangrara. Era el alma y corazón de White & Blazevich. Para los poderosos de Washington, era un operador duro cargado de dinero. Almorzaba con congresistas y jugaba al golf con los miembros del gabinete. Hacía el trabajo sucio tras la puerta cerrada de su despacho.

Einstein era el apodo de Nathaniel Jones, un demencial genio jurídico, al que tenían encerrado en su propia biblioteca del sexto piso. Leía todos los casos fallados por el Tribunal Supremo, los 11 tribunales de apelación y los tribunales supremos de los 50 estados. Morgan no había visto nunca a Einstein. Los encuentros eran inusuales en la empresa.

Después de fotocopiar la nota, dobló la copia y la guardó en un cajón de su escritorio. Al cabo de diez minutos, Wakefield irrumpió en su despacho, muy pálido y trastornado. Buscaron sobre el escritorio de Morgan y encontraron la nota. Wakefield estaba furioso, lo cual no era inusual. Le preguntó a Morgan si la había leído. Insistió en que no lo había hecho. Evidentemente la había cogido por error, al salir de su despacho. ¿Qué importancia tenía? Wakefield estaba furioso. Sermoneó a Morgan sobre el respeto que se debe observar por los escritorios de los demás. Actuaba como un idiota, chillando y gesticulando en el despacho de Morgan. Por último se percató de que su reacción era desmesurada, e intentó calmarse; demasiado tarde para evitar el impacto causado. Se retiró con la nota.

Morgan escondió la fotocopia en un libro de la biblioteca del noveno piso. La paranoia e histeria de Wakefield le habían dejado atónito. Antes de abandonar su despacho, ordenó cuidadosamente los artículos de su escritorio y estanterías. Al día siguiente comprobó que alguien los había tocado durante la noche.

Morgan empezó a ser muy cauteloso. Dos días después encontró un pequeño destornillador, detrás de un libro en su escritorio. Más adelante vio un poco de cinta aislante en el cubo de la basura. Supuso que habían instalado micrófonos en su despacho, e intervenido sus teléfonos. Descubrió que Wakefield le miraba de un modo extraño. Vio a Velmano en el despacho de Wakefield con mayor frecuencia que antes.

Entonces los jueces Rosenberg y Jensen fueron asesinados. No le cabía ninguna duda de que era obra de Mattiece y sus colaboradores. La nota no mencionaba a Mattiece, pero se refería a un «cliente». Wakefield tenía un solo cliente. Además, ningún cliente se beneficiaria tanto de un nuevo tribunal como Mattiece.

El último párrafo de la declaración jurada era aterrador. En dos ocasiones después de los asesinatos, Morgan comprobó que le seguían. Le retiraron del caso pelícano. Le dieron más trabajo, más horas y más exigencias. Temía que le mataran. Si eran capaces de asesinar a dos jueces del Tribunal Supremo, no les importaría deshacerse de un joven abogado sin importancia.

Lo firmó bajo juramento ante Emily Stanford, notario público. La dirección de la señora Stanford figuraba bajo su firma.

—No te muevas, ahora vuelvo —exclamó Gray después de abrir la puerta del coche y apearse.

Sorteó los coches de la calle E. Había una cabina telefónica, junto a una panadería. Marcó el número de Smith Keen y observó su coche alquilado, aparcado precariamente al otro lado de la calle.

—Smith, soy Gray, Escúcheme atentamente y haga lo que le digo. Tengo otra fuente acerca del informe Pelícano. Es descomunal, Smith, y necesito que usted y Krauthammer se reúnan conmigo en el despacho de Feldman, dentro de quince minutos.

—¿De qué se trata?

—García dejó un mensaje de despedida. Nos queda una sola cosa por hacer y venimos.

—¿En plural? ¿Viene también la chica?

—Sí. Asegúrese de que haya un televisor y un magnetoscopio en la sala de conferencias. Creo que García quiere hablarnos.

—¿Ha dejado una cinta?

—Sí. Dentro de quince minutos.

—¿Corren peligro?

—Creo que no. Sólo estoy muy nervioso, Smith.

Colgó y regresó al coche.

La señora Stanford era propietaria de un servicio de información judicial en Vermont. Estaba sacando el polvo de las estanterías, cuando llegaron Gray y Darby. Tenían prisa.

—¿Es usted Emily Stanford? —preguntó Gray.

—Sí. ¿Por qué?

Gray le mostró la última página de la declaración jurada.

—¿Ha certificado usted este documento?

—¿Quién es usted?

—Soy Gray Grantham, del Washington Post. ¿Es esta su firma?

—Sí. Yo lo he certificado.

Darby le entregó la fotografía de García, ahora Morgan, en la acera.

—¿Es este el hombre que firmó la declaración? —preguntó.

—Sí. Este es Curtis Morgan. Sí. Es él.

—Gracias —dijo Gray.

—Está muerto, ¿no es cierto? —preguntó la señora Stanford—. Lo leí en el periódico.

—Sí. Está muerto —respondió Gray—. ¿Tuvo usted oportunidad de leer esta declaración?

—Claro que no. Yo sólo presencié su firma. Pero supe que había algún problema.

—Gracias, señora Stanford.

Salieron tan rápido como habían llegado.

El hombre delgado ocultaba su despejada frente bajo un harapiento sombrero de fieltro. Sus pantalones eran trapos y llevaba los zapatos destrozados, sentado en una viejísima silla de ruedas frente al edificio del Post, con un cartel que le proclamaba «HAMBRIENTO Y SIN CASA». Movía la cabeza de hombro a hombro, como si su cuello hubiera colapsado de hambre. Un cuenco de cartón, con unos pocos dólares y algunas monedas, descansaba sobre sus rodillas, pero se trataba de su propio dinero. Tal vez le iría mejor el negocio, si fuera ciego.

Daba lástima, sentado ahí como un vegetal, con la cabeza dando tumbos de un lado para otro, y con sus gafas de Kermit, corresponsal de Barrio Sésamo. Observaba todo lo que ocurría en la calle.

Vio un coche que doblaba la esquina a toda velocidad y aparcaba en zona prohibida. Un hombre y una mujer saltaron del vehículo y corrieron hacia él. Tenía una pistola bajo la harapienta manta, pero se movían con excesiva rapidez. Además, había demasiada gente en la acera. Entraron en el edificio del Post.

Esperó un momento y empezó a alejarse en su silla de ruedas.