39

Salió de la habitación de Darby alrededor de las diez, después de una botella de vino y unos huevos empanados. Había llamado a Mason Paypur, corresponsal nocturno de asuntos policíacos del Post, para pedirle que se informara a través de sus contactos acerca del asesinato callejero de Morgan. Había ocurrido en el centro de la ciudad, donde se daba algún atraco violento, pero no asesinatos.

Estaba cansado y desalentado. Y disgustado porque Darby pensaba marcharse al día siguiente. El Post le debía seis semanas de vacaciones y tenía la tentación de irse con ella. Mattiece podía quedarse con su petróleo. Pero temía que nunca volvería, lo cual no sería el fin del mundo, a no ser por el hecho preocupante de que ella tenía dinero y él no. Podrían tumbarse en la playa y disfrutar del sol durante un par de meses con su dinero, pero luego dependería de ella. Además, lo más importante era que no le había invitado a huir con ella. Estaba afligida. Cuando mencionaba a Thomas Callahan, incluso él sentía su dolor.

Ahora estaba en el hotel Jefferson en la calle Dieciséis, siguiendo evidentemente las instrucciones de Darby. Llamó a Cleve a su casa.

—¿Dónde estás? —preguntó Cleve enojado.

—En un hotel. Sería muy largo de contar. ¿Qué ocurre?

—Han dado a Sarge noventa días de baja, por razones médicas.

—¿Qué le ocurre?

—Nada. Dice que quieren deshacerse de él una temporada. Aquello es como una fortaleza. Se le ha ordenado a todo el mundo que cierre la boca y no hable con nadie. Están muertos de miedo. Han obligado a Sarge a marcharse hoy al mediodía. Cree que tal vez corras mucho peligro. Ha oído tu nombre un millar de veces esta semana. Están obsesionados contigo y lo que puedas saber.

—¿Quiénes?

—Coal, por supuesto, y su ayudante Birchfield. Dirigen el ala oeste como la Gestapo. A veces incluyen a esa pequeña ardilla de pajarita, ¿cómo se llama? ¿El de asuntos interiores?

—Emmitt Waycross.

—Exactamente. Pero son principalmente Coal y Birchfield los que amenazan y urden la estrategia.

—¿Qué clase de amenazas?

—Nadie en la Casa Blanca, a excepción del presidente, puede hablar con la prensa, oficial o extraoficialmente, sin la autorización de Coal. Incluido el secretario de prensa. Todo pasa por las manos de Coal.

—Es increíble.

—Están aterrorizados. Y Sarge cree que son peligrosos.

—De acuerdo. Estoy escondido.

—Pasé por tu casa anoche. Me gustaría que me lo dijeras cuando desapareces.

—Mañana echaré un vistazo.

—¿Qué coche conduces?

—Un Pontiac alquilado de cuatro puertas. Muy deportivo.

—Esta tarde le he echado una ojeada al Volvo. Está bien.

—Gracias, Cleve.

—¿Estás bien tú?

—Creo que sí. Díselo a Sarge.

—Llámame mañana. Estoy preocupado.

Durmió cuatro horas y despertó cuando sonó el teléfono. Estaba oscuro en la calle y así seguiría durante, por lo menos, un par de horas. Miró el teléfono y lo levantó a la quinta llamada.

—Diga —respondió con desconfianza.

—¿Hablo con Gray Grantham? —preguntó una tímida voz femenina.

—Sí. ¿Quién es usted?

—Beverly Morgan. Usted pasó por mi casa anoche.

Gray se puso inmediatamente de pie y empezó a escuchar con atención, completamente despierto.

—Sí. Lamento haberla disgustado.

—No se preocupe. Mi padre es muy protector. E iracundo. Los periodistas fueron muy impertinentes después de la muerte de Curtis. Llamaron de todas partes. Querían antiguas fotografías suyas y nuevas fotos mías y de la niña. Llamaban a todas horas. Fue terrible y mi padre se hartó. Sacó a dos de ellos a empujones.

—Supongo que tuvimos suerte.

—Espero que no les haya ofendido —decía aquella voz vacía y lejana, que intentaba ser fuerte.

—En absoluto.

—Ahora está dormido abajo, en el sofá, de modo que podemos hablar.

—¿Por qué no está usted durmiendo? —preguntó Gray.

—Tomo pastillas para dormir y he perdido la sincronización. Ahora duermo durante el día y circulo de noche.

Era evidente que estaba despierta y deseaba hablar. Gray se sentó en la cama y procuró relajarse.

—No puedo imaginar el disgusto de lo sucedido.

—Se necesitan días para asimilarlo. Al principio el dolor es terrible. Realmente insoportable. No podía mover el cuerpo sin que me doliera. Era incapaz de pensar, debido al espanto y la incredulidad. Asistí como una autómata al funeral, que ahora parece una pesadilla. ¿Le aburro?

—En absoluto.

—Debo dejar de tomar esas pastillas. Duermo tanto que no llego a hablar con personas adultas. Además, mi padre tiende a mantenerme aislada de la gente. ¿Está usted grabando esta conversación?

—No. Sólo la escucho.

—Hoy hace una semana que fue asesinado. Creí que se había quedado hasta muy tarde en el despacho, lo cual no era inusual. Le dispararon y le robaron la cartera, de modo que la policía no pudo identificarlo. Vi en las noticias de la noche donde habían asesinado a un joven abogado y supe que se trataba de Curtis. No me pregunte cómo sabían que era abogado, sin conocer su nombre. Es extraño, todos los detalles curiosos que rodean un crimen.

—¿Por qué trabajaba tarde?

—Trabajaba ochenta horas semanales, a veces más. En White & Blazevich son unos negreros. Intentan matar a los jóvenes asociados durante siete años y si no lo logran, los convierten en socios. Curtís odiaba aquel lugar. Estaba harto de ser abogado.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la empresa?

—Cinco años. Ganaba noventa mil anuales y se aguantaba las molestias.

—¿Sabía usted que me había llamado?

—No. Mi padre lo ha mencionado y he pensado en ello toda la noche. ¿Qué le dijo?

—No se identificó. Utilizó el sobrenombre de García. No me pregunte cómo he averiguado su identidad, tardaría horas en contárselo. Me dijo que tal vez sabía algo relacionado con el asesinato de los jueces Rosenberg y Jensen, y quería contarme lo que sabía.

—Randy García era su mejor amigo en la escuela.

—Me dio la impresión de que había visto algo en la oficina y tal vez alguien de la empresa sabía que lo había visto. Estaba muy nervioso y llamaba siempre desde una cabina telefónica. Creía que le seguían. Habíamos quedado en vernos el sábado de la semana pasada, pero me llamó por la mañana para anular la cita. Tenía miedo y dijo que debía proteger a su familia. ¿Sabía usted algo de todo esto?

—No. Sabía que estaba muy intranquilo, pero eso ocurría desde hacía cinco años. Nunca hablaba del trabajo en casa. En realidad, detestaba aquel lugar.

—¿Por qué lo detestaba?

—Trabajaba para un puñado de sanguijuelas, un montón de bandidos capaces de ver cómo se desangra alguien por un dólar. Gastan un montón de dinero en su maravillosa fachada de respetabilidad, pero son pura escoria. Curtís fue un estudiante excelente y pudo elegir entre muchos trabajos. Eran unos tipos maravillosos cuando le reclutaron y unos auténticos monstruos a la hora de trabajar con ellos. Muy inmorales.

—¿Por qué permaneció en la empresa?

—Cada vez ganaba más dinero. Estuvo a punto de marcharse hace un año, pero el trabajo que le habían ofrecido no se materializó. Se sentía muy desgraciado, pero procuraba disimularlo. Creo que se sentía culpable de haber cometido un error tan descomunal. Aquí teníamos cierta rutina. Cuando llegaba a casa le preguntaba cómo le había ido el día en la oficina. A veces esto ocurría a las diez de la noche y, por consiguiente, sabía que había tenido un mal día. Pero siempre respondía que había sido provechoso: esa era la palabra que utilizaba, provechoso. A continuación hablábamos de nuestra hija. A él no le apetecía hablar del trabajo y yo no quería enterarme.

Vaya con el pobre García. Estaba muerto y no le había contado nada a su mujer.

—¿Quién recogió las cosas de su despacho?

—Alguien de la oficina. Lo trajeron todo el viernes, cuidadosamente empaquetado y precintado en cajas de cartón. Está a su disposición si desea examinarlo.

—No, gracias. Estoy seguro de que ha sido meticulosamente inspeccionado. ¿En cuánto tenía asegurada la vida?

—Es usted muy astuto, señor Grantham —respondió, después de una pausa momentánea—. Hace dos semanas que contrató una póliza de un millón de dólares, con doble indemnización en el caso de muerte accidental.

—Eso son dos millones de dólares.

—Sí señor. Creo que está en lo cierto. Supongo que algo sospechaba.

—Creo que no fueron gamberros los que le asesinaron, señora Morgan.

—No puedo creerlo —dijo con la respiración entrecortada, pero esforzándose para no llorar.

—¿Le ha formulado la policía muchas preguntas?

—No. Lo han tratado como uno de tantos atracos callejeros de Washington, que ha ido un poco más allá. Nada importante. Ocurre todos los días.

La cuestión del seguro era interesante, pero inútil. Gray empezaba a hartarse de la señora Morgan y de su parsimoniosa monotonía. Sentía compasión por ella, pero si no sabía nada, había llegado el momento de despedirse.

—¿Qué cree usted que sabía? —preguntó la señora Morgan.

—No lo sé —respondió Gray, al tiempo que consultaba su reloj y pensaba que aquello podía durar muchas horas—. Dijo que sabía algo acerca de los asesinatos, pero eso fue todo lo que me reveló. Yo estaba convencido de que nos reuniríamos en algún lugar, me contaría todo lo que sabía y me mostraría algo. Estaba equivocado.

—¿Cómo podía saber algo relacionado con la muerte de esos jueces?

—No lo sé. Me llamó inesperadamente.

—Si tenía algo que mostrarle, ¿de qué podía tratarse? —preguntó la señora Morgan.

Él era el periodista. Las preguntas debería formularlas él.

—No tengo ni idea. No me dio ninguna pista.

—¿Dónde escondería lo que quisiera mostrarle?

La pregunta era sincera, pero irritante. De pronto se dio cuenta de que el interrogatorio no era en vano.

—No lo sé. ¿Dónde guardaba sus documentos importantes?

—Tenemos una caja en el banco para escrituras, testamentos y cosas por el estilo. Siempre he sabido que existía. Él se ocupaba de todos los aspectos legales, señor Grantham. El jueves pasado fui a ver la caja con mi padre y no había nada inusual en la misma.

—¿Esperaba usted que hubiera algo inusual?

—No. Luego, a primera hora del sábado por la mañana, antes del amanecer, me dediqué a repasar los documentos de su escritorio en el dormitorio. Tenemos un antiguo escritorio de persiana, que él utilizaba para su correspondencia y documentos personales, en el que encontré algo un poco inusual.

Gray se había puesto nuevamente de pie, con el teléfono en la mano y la mirada fija en el suelo. La señora Morgan le había llamado a las cuatro de la madrugada, había charlado durante veinte minutos, y había esperado hasta que estaba a punto de colgar el teléfono para soltar la bomba.

—¿De qué se trata? —preguntó Gray, con la mayor serenidad posible.

—De una llave.

—¿Qué tipo de llave? —preguntó, con un nudo en la garganta.

—De otra caja de seguridad.

—¿De qué banco?

—First Columbia. Nunca hemos trabajado con él.

—Comprendo. ¿Y usted no sabía nada acerca de esta segunda caja?

—Desde luego que no. Hasta el sábado por la mañana. Me intrigó, y todavía siento curiosidad, pero como había encontrado todos nuestros documentos en la antigua caja, no tenía ninguna razón para inspeccionarla. Pensé que algún día, sin prisas, iría a verla.

—¿Le parece bien que vaya con usted?

—Supuse que me lo propondría. ¿Y si encuentra lo que anda buscando?

—No sé lo que busco. Pero supongamos que dejó algo, que resulta ser muy importante, digamos, como noticia.

—Utilícelo.

—¿Incondicionalmente?

—Con una condición. Si de algún modo desacredita a mi marido, no podrá utilizarlo.

—Trato hecho. Se lo juro.

—¿Cuándo quiere la llave?

—¿La tiene a mano?

—Sí.

—Vaya a la puerta, llegaré dentro de unos tres segundos.

El reactor privado de Miami había traído sólo a cinco hombres, de modo que Edwin Sneller disponía exclusivamente de siete para llevar a cabo sus planes. Siete hombres, poco tiempo y una carencia casi absoluta de instrumental. No había dormido el lunes por la noche. Sus habitaciones en el hotel eran un pequeño centro de mando, donde habían pasado la noche consultando planos, e intentando planificar las próximas veinticuatro horas. Algunas cosas eran seguras. Grantham tenía un piso, pero no estaba allí. Tenía un coche que no utilizaba. Trabajaba en el Post y su despacho estaba en la calle Quince. White & Blazevich estaba en un edificio de la calle Diez, cerca de New York, pero la chica no volvería por allí. La viuda de Morgan vivía en Alexandria. Por otra parte, buscaban a dos personas entre tres millones de habitantes.

Sus hombres no eran de los que uno puede sacar de las trincheras y ordenarles que se lancen al campo de batalla. Primero había que encontrarlos, contratarlos y le habían prometido tantos como fueran posibles al final del día.

Sneller no era un novato en el campo del asesinato y aquello era imposible. Desesperante. Se hundía el firmamento. Haría todo lo posible dadas las circunstancias, pero Edwin Sneller estaba con un pie en la calle.

Pensaba en ella. Se había reunido con Khamel en condiciones aceptadas por él, y había huido. Había eludido balas, bombas, y burlado a los mejores profesionales. Le encantaría conocerla, no para matarla, sino para felicitarla. Una novata que andaba suelta y sobrevivía para contarlo.

Se concentrarían en el edificio del Post. Era el lugar al que tendría que regresar.