38
Su plan de juego exigía que ella estuviera en el ascensor en este momento de la investigación, pero Darby consideraba que habían ocurrido suficientes imprevistos para justificar un cambio de planes. Él no lo creía así. Habían discutido extensamente la subida en el ascensor y ahí estaba. Gray tenía razón, aquella era la ruta más rápida para llegar hasta Curtis Morgan. Y Darby también tenía razón, era la más peligrosa. Pero las demás también podían serlo. El conjunto de su plan de juego era mortífero.
Llevaba puesto su único vestido y sus únicos zapatos de tacón. Gray dijo que estaba muy atractiva, pero eso era de esperar. Cuando el ascensor paró en el noveno piso y Darby se apeó, le dolía el estómago y apenas podía respirar.
La recepcionista estaba al otro lado de un elegante vestíbulo. Unas gruesas letras de bronce que formaban las palabras White & Blazevich cubrían la pared a su espalda. A pesar de que le temblaban las rodillas, se acercó a la recepcionista, que la recibió con la debida sonrisa. Eran las cinco menos diez.
—¿En qué puedo servirla? —preguntó Peggy Young, según proclamaba su placa de identidad.
—Tengo una cita con Curtis Morgan a las cinco —logró decir Darby, después de aclararse la garganta—. Mi nombre es Dorothy Blythe.
La recepcionista estaba desconcertada. Miró fijamente a Darby, convertida ahora en Dorothy, con la boca abierta e incapaz de pronunciar una palabra.
—¿Algún problema? —preguntó Darby, cuyo corazón había dejado de latir.
—No. Lo siento. Un momento, por favor —respondió Peggy Young antes de levantarse y desaparecer rápidamente.
¡Corre! Su corazón latía como un tambor. ¡Corre! Intentó controlar su respiración, pero tenía que esforzarse para evitar la hiperventilación. Sus piernas parecían de goma. ¡Corre!
Miró tranquilamente a su alrededor, procurando parecerse a cualquier cliente en espera de su abogado. No se atreverían a abatirla a balazos en el vestíbulo de un bufete.
Él entró primero, seguido de la recepcionista. Tenía unos cincuenta años, con una frondosa cabellera canosa y un terrible ceño.
—Hola —dijo, sólo por obligación—. Me llamo Jarreld Schwabe y soy socio de la empresa. Dice usted que tiene una cita con Curtis Morgan.
—Sí, a las cinco —insistió—. ¿Algún problema?
—¿Y su nombre es Dorothy Blythe?
Sí, pero llámeme Dot, pensó.
—Efectivamente. Eso he dicho. ¿Qué ocurre? —exclamó auténticamente enojada.
—¿Cuándo concertó la cita? —preguntó, después de acercarse.
—No lo sé. Hace un par de semanas. Conocí a Curtis en una fiesta en Georgetown. Me dijo que trabajaba en gas y petróleo, y precisamente necesitaba un abogado de dicha especialidad. Llamé a sus oficinas y concerté una cita. ¿Y ahora tendrá la bondad de decirme qué ocurre?
Le sorprendía la facilidad con que fluían las palabras de su boca seca.
—¿Para qué necesita a un especialista en gas y petróleo?
—No veo por qué tendría que darle a usted explicaciones —exclamó, verdaderamente enojada.
Se abrió la puerta del ascensor y un individuo con un traje barato se unió a la conversación. Darby le echó una mala mirada. Estaban a punto de doblársele las rodillas.
—No hay constancia alguna de que se haya concertado dicha cita —insistía Schwabe.
—Entonces sugiero que despidan a la secretaria. ¿Es así como reciben a sus nuevos clientes? —dijo indignada, ante la persistencia de Schwabe.
—No puede ver a Curtis Morgan —afirmó.
—¿Por qué no?
—Está muerto.
Sus piernas parecían de goma y estaban a punto de ceder. Un doloroso calambre le recorría el vientre. Pero pensó con rapidez y era normal que estuviera trastornada. Después de todo, se suponía que el difunto era su nuevo abogado.
—Lo siento. ¿Por qué no me lo han comunicado?
—Ya le he dicho que no existe constancia alguna de Dorothy Blythe —respondió Schwabe, todavía con suspicacia.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó, aturdida.
—Fue víctima de un ataque callejero hace una semana. Tenemos entendido que tres gamberros le dispararon.
El individuo del traje barato se acercó un paso.
—¿Tiene algún documento de identidad?
—¿Quién diablos es usted? —exclamó Darby.
—Un agente de seguridad —respondió Schwabe.
—¿Seguridad para qué? —preguntó, levantando la voz—. ¿Es esto un bufete o una cárcel?
El abogado miró al individuo del traje barato, y era evidente que ninguno de ellos sabía qué hacer en aquellas circunstancias. Era una mujer muy atractiva, a la que habían incordiado, y su versión era en cierto modo plausible. Se relajaron un poco.
—¿Por qué no se marcha, señora Blythe? —sugirió Schwabe.
—¡Inmediatamente!
—Acompáñeme —dijo el agente de seguridad, al tiempo que extendía el brazo.
—Si me toca, lo primero que haré por la mañana será denunciarle —exclamó Darby, después de golpearle la mano—. ¡Aléjese de mí!
Esto les desconcertó ligeramente. Estaba loca y golpeaba. Tal vez habían sido demasiado duros con ella.
—La acompañaré al vestíbulo —insistió el agente de seguridad.
—Conozco el camino. Me asombra que unos payasos como ustedes tengan algún cliente —exclamó mientras retrocedía con el rostro encendido, pero no de ira sino de miedo—. Tengo abogados en cuatro estados y nunca me han tratado de ese modo —chilló, desde el centro del vestíbulo—. El año pasado pagué medio millón en gastos jurídicos y para el año próximo tengo previsto un millón, pero ustedes, por idiotas, no recibirán ni un centavo.
Cuanto más cerca estaba del ascensor, mayor era el volumen de su voz. Estaba loca. La observaron hasta que se cerraron las puertas y desapareció.
Gray paseaba al pie de la cama, con el teléfono en la mano, a la espera de Smith Keen. Darby estaba tumbada sobre la cama, con los ojos cerrados.
—Hola, Smith —dijo Gray, parado—. Necesito que verifiquen algo rápidamente.
—¿Dónde está? —preguntó Keen.
—En un hotel. Busquen las necrológicas de hace seis o siete días. Necesito la de Curtis D. Morgan.
—¿Quién es?
—García.
—¡García! ¿Qué le ha ocurrido?
—Evidentemente está muerto. Le dispararon unos gamberros.
—Ahora lo recuerdo. Publicamos un artículo la semana pasada sobre un joven abogado al que habían robado y matado a tiros.
—Probablemente era él. ¿Puede verificarlo? Necesito el nombre y dirección de su esposa, si lo tenemos.
—¿Cómo lo ha encontrado?
—Sería largo de contar. Esta noche intentaremos hablar con su viuda.
—García muerto. Esto huele a chamusquina, amigo.
—Peor que chamusquina. El muchacho sabía algo y lo han eliminado.
—¿Cree que está a salvo?
—¿Quién sabe?
—¿Dónde está la chica?
—Conmigo.
—¿Y si vigilan su casa?
A Gray no se le había ocurrido.
—Tendremos que tomar ese riesgo. Volveré a llamar dentro de quince minutos.
Dejó el teléfono en el suelo y se sentó en una antigua mecedora. Había una cerveza caliente sobre la mesa y tomó un buen trago, mientras contemplaba a Darby, que se cubría los ojos con el antebrazo. Llevaba puesto un jersey y unos vaqueros. El vestido estaba tirado en un rincón y los zapatos de tacón al otro lado de la habitación.
—¿Estás bien? —preguntó con ternura.
—Estupendamente.
Era una listilla y eso le encantaba en una mujer. Claro que era casi abogado y, probablemente, les enseñaban a los alumnos a ser listillos en la facultad. Sorbía su cerveza y admiraba sus vaqueros. Disfrutaba de la contemplación ininterrumpida, sin ser descubierto.
—¿Me estás mirando? —preguntó Darby.
—Sí.
—El sexo es lo más remoto de mi mente.
—¿Entonces por qué lo mencionas?
—Porque percibo el deseo lujurioso que despiertan en ti las uñas rojas de mis pies.
—Cierto.
—Tengo jaqueca. Una molesta y persistente jaqueca.
—Te la has ganado a pulso. ¿Puedo traerte algo?
—Sí. Un billete para Jamaica.
—Puedes salir esta noche. Te llevaré al aeropuerto ahora mismo.
Retiró el antebrazo que le cubría los ojos y se frotó suavemente las sienes.
—Siento haber llorado.
—Te has ganado el derecho a hacerlo —respondió Gray, después de vaciar la cerveza de un trago.
Le saltaban las lágrimas al salir del ascensor. Él la esperaba como un padre en la sala de maternidad, con la diferencia de que llevaba un revólver del calibre 38 en el bolsillo, del que ella no sabía absolutamente nada.
—¿Qué te parece la investigación periodística? —preguntó.
—Prefiero la matanza de cerdos.
—Para ser sinceros, no todos los días son tan accidentados como hoy. A veces paso el día en la redacción y me limito a hacer centenares de llamadas a burócratas que no tienen nada que decir.
—Parece maravilloso. Eso es lo que haremos mañana.
Gray se quitó los zapatos y puso los pies sobre la cama. Darby cerró los ojos y respiró hondo. Durante varios minutos no dijeron palabra.
—¿Sabías que Lousiana era conocida como el estado de los pelícanos? —preguntó Darby, sin abrir los ojos.
—No. No lo sabía.
—Es realmente una pena, porque los pelícanos llegaron casi a desaparecer a principios de los años sesenta.
—¿Qué les ocurrió?
—Pesticidas. Comen sólo pescado y el pescado vive en las aguas del río, saturadas de hidrocarburos dorados de los pesticidas. Las lluvias arrastran los pesticidas de la tierra a los torrentes, que desembocan en los ríos y que a su vez acaban en el Mississippi. Cuando los pelícanos de Louisiana comen el pescado está saturado de DDT y otros productos químicos que se concentran en los tejidos grasos de las aves. Raramente mueren de un modo inmediato, pero en condiciones difíciles de hambre o mal tiempo, los pelícanos, las águilas y los cormoranes se ven obligados a utilizar sus reservas, y se envenenan literalmente con su propia grasa. Si no llega a provocarles la muerte, generalmente no pueden reproducirse. Sus huevos son tan frágiles y delicados que se rompen durante la incubación. ¿Lo sabías?
—¿Por qué tendría que saberlo?
—A finales de los años sesenta, Louisiana empezó a ser repoblada con pelícanos castaños del sur de Florida y, a lo largo de diez años, empezaron a recuperarse dichas aves. Pero todavía corren mucho peligro. Hace cuarenta años, había millares de pelícanos. Las marismas de los cipreses que Mattiece pretende destruir albergan sólo unas docenas.
Gray reflexionó sobre el tema y Darby guardó silencio un buen rato.
—¿Qué día es hoy? —preguntó, sin abrir los ojos.
—Lunes.
—Hoy hace una semana que salí de Nueva Orleans. Thomas y Verheek cenaron juntos hace exactamente dos semanas. Y aquel fue, evidentemente, el maldito momento en que el informe Pelícano cambió de manos.
—Mañana se cumplirán tres semanas del asesinato de Rosenberg y Jensen.
—Yo era entonces una ingenua estudiante de Derecho que no se metía con nadie, y mantenía una maravillosa relación amorosa con mi profesor. Supongo que esos días ya nunca volverán.
La facultad y el profesor puede que no vuelvan, pensó Gray.
—¿Qué planes tienes?
—Ninguno. Sólo pretendo salir de este maldito lío y seguir viviendo. Huiré a algún lugar y me ocultaré algunos meses, tal vez años. Tengo bastante dinero para vivir mucho tiempo. Si llega el día en que no tenga que mirar por encima del hombro, puede que regrese.
—¿A la facultad de Derecho?
—No lo creo. El Derecho ha perdido su atractivo.
—¿Por qué querías ser abogado?
—Por idealismo y dinero. Creía poder cambiar el mundo y cobrar por ello.
—Pero el mundo está ya lleno de malditos abogados. ¿Qué atractivo tiene para esos jóvenes inteligentes la facultad de Derecho?
—Muy sencillo. La avaricia. Quieren un BMW y una tarjeta de crédito ilimitada. Si estudias Derecho, te licencias entre el diez por ciento de los mejores y consigues un trabajo en un gran bufete, en pocos años estarás ganando cifras con seis ceros, que sólo van en aumento. Está garantizado. A los treinta y cinco años habrás alcanzado el rango de socio, con unos ingresos no inferiores a los doscientos mil dólares anuales. Algunos ganan mucho más.
—¿Qué ocurre con el otro noventa por ciento?
—No les van tan bien las cosas. Reciben las sobras.
—La mayoría de los abogados a los que conozco odian la profesión. Preferirían hacer cualquier otra cosa.
—Pero no pueden dejarlo debido al dinero. Incluso un abogaducho en un pequeño bufete puede ganar cien mil dólares anuales, con diez años de experiencia, y puede que deteste su trabajo, ¿pero dónde podría ir para ganar una suma parecida?
—Odio a los abogados.
—Y supongo que crees que la gente adora a los periodistas.
Tenía razón. Gray consultó su reloj y levantó el teléfono para marcar el número de Keen. Keen le leyó la necrológica y el artículo publicado en el Post, sobre el absurdo asesinato de aquel joven abogado. Gray tomaba notas.
—Un par de cosas más —dijo Keen—. A Feldman le preocupa su seguridad. Esperaba un informe hoy en su despacho y le ha molestado no recibirlo. Procure hablar con él mañana, antes del mediodía. ¿Comprendido?
—Lo procuraré.
—No basta con procurarlo. Hágalo, Gray. Aquí estamos muy nerviosos.
—¿Es el Times lo que les inquieta?
—En estos momentos el Times no me preocupa. Me interesa mucho más su seguridad y la de la chica.
—Estamos bien. Todo es encantador. ¿Hay algo más?
—Se han recibido tres mensajes para usted en las últimas dos horas, de un individuo llamado Cleve. Dice que es policía. ¿Le conoce?
—Sí.
—Quiere hablar con usted esta noche. Dice que es urgente.
—Luego le llamaré.
—De acuerdo. Tengan cuidado. Estaremos aquí hasta tarde, póngase en contacto.
Gray colgó y examinó las notas. Eran casi las siete.
—Voy a visitar a la señora Morgan. Quiero que te quedes aquí.
Darby se sentó entre las almohadas y cruzó los brazos sobre las rodillas.
—Prefiero acompañarte.
—¿Y si vigilan la casa?
—¿Por qué tendrían que hacerlo? Está muerto.
—Puede que ahora sospechen algo, después de la aparición de una cliente misteriosa que preguntaba por él. A pesar de estar muerto, todavía llama la atención.
—No. Voy contigo —declaró, después de reflexionar unos instantes.
—Es demasiado arriesgado, Darby.
—No me hables de riesgos. He sobrevivido doce días en los campos minados. Esto es fácil.
—Por cierto —dijo Gray, cuando la esperaba junto a la puerta—, ¿dónde voy a dormir esta noche?
—En el hotel Jefferson.
—¿Tienes el número de teléfono?
—¿Tú qué crees?
—Que es una pregunta estúpida.
El reactor privado en el que viajaba Edwin Sneller aterrizó en el aeropuerto National de Washington, pocos minutos después de las siete. Estaba encantado de haber abandonado Nueva York. Había pasado allí seis días, volviéndose loco, en sus habitaciones del Plaza. Durante casi una semana sus hombres habían comprobado hoteles, vigilado aeropuertos y caminado por las calles, convencidos de que perdían el tiempo, pero obedecían órdenes. Se les había dicho que no se movieran de allí hasta que ocurriera algo y pudieran actuar. Era absurdo intentar encontrar a la chica en Manhattan, pero tenían que estar cerca por si cometía un error como llamar por teléfono o efectuar alguna transacción con tarjeta de crédito que fuera localizable, y de pronto se necesitaran sus servicios.
No había cometido ningún error hasta las dos y media de esta tarde, cuando necesitó dinero y lo sacó de su cuenta. Sabían que ocurriría, especialmente si se proponía abandonar el país y tenía miedo de utilizar tarjetas de crédito. En algún momento necesitaría dinero y tendría que hacer una transferencia, porque su banco estaba en Nueva Orleans, pero ella no. El cliente de Sneller era propietario del 8 por ciento del banco; no era mucho, una pequeña inversión de doce millones de dólares, con la que se podían conseguir ciertas cosas. Poco después de las tres había recibido una llamada de Freeport.
No sospechaban que estuviera en Washington. Era una chica inteligente que huía de los problemas, no hacia ellos. Tampoco esperaban que se relacionara con un periodista. No se les había ocurrido, pero ahora parecía perfectamente lógico. Y era sumamente grave.
Quince mil dólares pasaron de la cuenta de la chica a la del periodista y Sneller entró de nuevo en acción. Dos hombres le acompañaban. Otro reactor privado estaba en camino desde Miami. Había pedido una docena de hombres inmediatamente. El trabajo se efectuaría con rapidez, o no se llevaría a cabo. No podían perder ni un segundo.
Sneller no tenía demasiadas esperanzas. Cuando Khamel formaba parte del equipo, todo parecía posible. Había asesinado con toda pulcritud a Rosenberg y Jensen, para luego desaparecer sin dejar rastro. Pero ahora estaba muerto, de un disparo en la nuca, a causa de una inocente estudiante de derecho.
La casa de Morgan estaba en una agradable zona residencial de Alexandria. Sus habitantes eran jóvenes y ricos, con bicicletas y triciclos en todos los jardines.
Había tres coches frente a la casa. Uno con matrícula de Ohio. Gray llamó a la puerta y observó desde la calle. Nada sospechoso.
Un hombre mayor entreabrió la puerta. Su voz era suave.
—Diga.
—Soy Gray Grantham, del Washington Post, y esta es mi ayudante, Sara Jacobs —dijo Gray, mientras Darby forzaba una sonrisa—. Desearíamos hablar con la señora Morgan.
—Me parece que no.
—Se lo ruego. Es muy importante.
—Esperen un momento —dijo después de mirarles atentamente.
Cerró la puerta y desapareció.
La casa tenía un estrecho pórtico de madera, con una pequeña terraza encima del mismo. Estaban a oscuras y se les podía ver desde la calle. Un coche pasó lentamente frente a la casa.
—Soy Tom Kupcheck, su padre —dijo el anciano, después de abrir nuevamente la puerta—. Mi hija no quiere hablar con ustedes.
Gray asintió, como si lo comprendiera.
—Tardaremos menos de cinco minutos. Se lo prometo.
Cerró la puerta y se les acercó.
—Parece usted duro de oído. Acabo de decirle que no quiere hablar.
—Le he oído, señor Kupcheck. Respeto su voluntad y comprendo por lo que ha pasado.
—¿Desde cuándo respetan ustedes la voluntad de alguien?
Evidentemente al señor Kupcheck le costaba poco perder los estribos. Estaba a punto de ocurrir.
Gray conservó la serenidad. Darby se echó atrás. Había estado metida en suficientes altercados por un día.
—Su marido me llamó tres veces antes de morir. Hablé con él por teléfono y no creo que su muerte haya sido accidental.
—Está muerto. Mi hija está afligida. No quiere hablar con ustedes. Y ahora lárguense.
—Señor Kupcheck —dijo Darby con ternura—. Tenemos razones para creer que su yerno fue testigo de ciertas actividades criminales sumamente organizadas.
Esto le tranquilizó un poco y miró fijamente a Darby.
—¿En serio? Pues ahora no podrán preguntárselo, ¿no le parece? Mi hija no sabe nada. Ha pasado muy mal día y tomado algunos medicamentos. Y ahora márchense.
—¿Podremos verla mañana? —preguntó Darby.
—Lo dudo. Llamen antes por teléfono.
Gray le entregó su tarjeta de visita.
—Si decide hablar, que llame al número del reverso. Me hospedo en un hotel. Llamaré mañana alrededor de las doce.
—Hágalo. Pero ahora márchense. Ya la han disgustado bastante.
—Lo siento —dijo Gray cuando ya se marchaban, bajo la atenta mirada del señor Kupcheck desde el umbral de la puerta.
—Por cierto —agregó, después de volver la cabeza—, ¿ha venido algún otro periodista?
—Un montón al día siguiente del asesinato. Querían conocer toda clase de detalles. Eran unos impertinentes.
—¿Pero ninguno en los últimos días?
—No. Y ahora márchense.
—¿Alguno del New York Times?
—No.
Entró y dio un portazo.
Regresaron apresuradamente al coche, aparcado cuatro puertas más allá. No circulaba ningún vehículo por la calle. Gray zigzagueó por las pequeñas calles de la urbanización, hasta abandonar aquella zona residencial, sin dejar de mirar por el retrovisor para convencerse de que no les seguía nadie.
—Este es el fin de García —dijo Darby, cuando entraron en la carretera 395 en dirección a la ciudad.
—No necesariamente. Volveremos a intentarlo mañana y puede que hable con nosotros.
—Si ella supiera algo, también lo sabría su padre. Y si su padre lo supiera, ¿por qué no cooperaría? No saben nada, Gray.
Era perfectamente lógico. Condujeron en silencio unos minutos. Empezaba a dominarles la fatiga.
—Podemos estar en el aeropuerto en quince minutos —dijo Gray—. Puedo llevarte y dentro de media hora habrás abandonado el país. Puedes subirte a cualquier avión, desaparecer.
—Me iré mañana. Necesito descansar y quiero pensar adónde ir. Gracias.
—¿Te sientes segura?
—En este momento sí. Pero puede cambiar en cualquier momento.
—Estaré encantado de dormir en tu habitación esta noche. Igual que en Nueva York.
—En Nueva York no dormiste en mi habitación, sino en el sofá de la salita —sonrió, lo cual era una buena señal.
—De acuerdo —sonrió también Gray—. Esta noche dormiré en la salita.
—No tengo salita.
—Pues entonces… ¿Dónde dormiré?
De pronto Darby dejó de sonreír. Se mordió el labio y se le llenaron los ojos de lágrimas. Había ido demasiado lejos. Pensaba nuevamente en Callahan.
—No estoy en condiciones —dijo Darby.
—¿Cuándo lo estarás?
—Por favor, Gray. Déjalo.
Darby contempló el tráfico, sin decir palabra.
—Lo siento —dijo Gray.
Darby se tumbó lentamente sobre el asiento y apoyó la cabeza en sus rodillas. Él le acarició suavemente el hombro y ella le cogió la mano.
—Estoy muerta de miedo —susurró.