37

Matthew Barr nunca había viajado en una lancha rápida y, después de cinco horas de ajetreada travesía por el océano, estaba empapado y dolorido. Le había quedado el cuerpo adormecido y cuando vio tierra rezó, por primera vez en muchas décadas. A continuación, siguió maldiciendo incesantemente a Fletcher Coal.

Atracaron en un pequeño embarcadero cerca de una ciudad, que en su opinión debía ser Freeport. El capitán le había dicho algo sobre Freeport a un individuo llamado Larry, al salir de Florida. No se había pronunciado otra palabra durante toda la epopeya. El papel de Larry en el viaje no estaba claro. Medía por lo menos metro ochenta y cinco, con un cuello tan grueso como un poste de teléfonos, y no hacía otra cosa más que vigilar a Barr, lo cual no le había importado al principio, pero al cabo de cinco horas empezaba a ser molesto.

Se levantaron con dificultad cuando paró la embarcación. Larry fue el primero en desembarcar y le hizo una seña a Barr para que le siguiera. Otro voluminoso individuo se les acercó por el muelle y ambos escoltaron a Barr a una furgoneta que esperaba. El vehículo se caracterizaba por una sospechosa ausencia de ventanas.

En aquel momento Barr habría preferido despedirse de sus nuevos amigos y limitarse a desaparecer en dirección a Freeport. Cogería un avión a Washington y se ensañaría con Coal cuando vislumbrara su reluciente calva. Pero debía actuar con naturalidad. No se atreverían a hacerle ningún daño.

Al cabo de unos momentos, la furgoneta paró en un pequeño aeródromo, y condujeron a Barr a un Lear negro. Lo admiró brevemente antes de seguir a Larry por la escalerilla. Estaba relajado y tranquilo; no era más que otro trabajo. Después de todo, en otra época había sido uno de los mejores agentes de la CIA en Europa. Había sido infante de marina. Sabía cuidar de sí mismo.

Se sentó a solas en la cabina. Las ventanas estaban cubiertas y eso le molestó. Pero lo comprendió. El señor Mattiece protegía celosamente su intimidad y Barr lo respetaba. Larry y su corpulento compañero estaban en la parte delantera de la cabina, hojeando revistas y sin hacerle ningún caso.

Treinta minutos después de despegar, el Lear inició su descenso y Larry se le acercó.

—Póngase esto —ordenó, al tiempo que le entregaba una gruesa venda para cubrirse los ojos.

En aquel momento, un novato se habría dejado llevar por el pánico. Un aficionado empezaría a formular preguntas. Pero a Barr no era la primera vez que le vendaban los ojos y, a pesar de que tenía serias dudas acerca de aquella misión, cogió tranquilamente la venda y se cubrió los ojos.

El individuo que le retiró la venda dijo llamarse Emil, uno de los ayudantes del señor Mattiece. Era un tipo bajo y delgado, de cabello oscuro, con un pequeño bigote pegado al labio. Se instaló en una silla a poco más de un metro y encendió un cigarrillo.

—Nuestra gente nos informa de que usted es, más o menos, legal —dijo con una amable sonrisa.

Barr miró a su alrededor. No había paredes, sólo pequeñas ventanas. Brillaba el sol y le molestaba a la vista. En el exterior, un elegante jardín rodeaba una serie de fuentes y estanques. Estaban en la parte posterior de una enorme mansión.

—He venido en nombre del presidente —dijo Barr.

—Le creemos —asintió Emil, que era evidentemente un sureño de descendencia francesa.

—¿Le importaría decirme quién es usted? —preguntó Barr.

—Me llamo Emil y eso basta. El señor Mattiece está indispuesto. Tal vez debería darme a mí el mensaje.

—Tengo órdenes de hablar directamente con él.

—Órdenes del señor Coal, por lo que tengo entendido —dijo Emil, sin dejar de sonreír.

—Exactamente.

—Comprendo. El señor Mattiece prefiere no verle. Desea que hable usted conmigo.

Barr movió la cabeza. Si la presión llegaba a ser excesiva, si las cosas se salían de quicio, hablaría gustoso con Emil. Pero de momento se mantendría firme en su actitud.

—Sólo estoy autorizado a hablar con el señor Mattiece —dijo correctamente Barr.

Casi desapareció la sonrisa. Emil señaló más allá de las fuentes y estanques, a un gran edificio en forma de glorieta, con grandes ventanales desde el suelo hasta el techo. Varias hileras de impecables setos y flores lo rodeaban.

—El señor Mattiece está en ese edificio. Sígame.

Salieron del solárium y avanzaron lentamente alrededor de un serpenteante estanque. Barr tenía un nudo en el estómago, pero siguió a su pequeño amigó como si se tratara simplemente de un día cualquiera en la oficina. El sonido de agua que caía impregnaba el ambiente. Una estrecha pasarela conducía al edificio. Se detuvieron junto a la puerta.

—Me temo que debe quitarse los zapatos —sonrió Emil, que iba descalzo.

Barr se desató los cordones y dejó los zapatos junto a la puerta.

—No pise las toallas —dijo seriamente Emil.

¿Las toallas?

Emil le abrió la puerta y Barr entró solo. La sala formaba un círculo perfecto, de unos 16 metros de diámetro. Había tres sillones y un sofá, todos cubiertos con sábanas blancas. En el suelo había gruesas toallas de algodón, perfectamente alineadas alrededor de la sala. El sol brillaba con fuerza a través de las claraboyas. Se abrió una puerta y apareció Victor Mattiece de un pequeño cuarto.

Barr permaneció inmóvil, con la mirada fija en aquel individuo. Estaba delgado y demacrado, con una larga cabellera canosa y una sucia barba. Llevaba sólo un pantalón corto blanco y caminaba cautelosamente sobre las toallas, sin mirar a Barr.

—Siéntese ahí —dijo, señalando un sillón—. No pise las toallas.

Barr obedeció. Mattiece se volvió de espaldas y miró por las ventanas. Su piel era apergaminada y oscura como el bronce. Sus pies desnudos estaban llenos de horribles venas. Las uñas de sus pies eran largas y amarillas. Estaba como un cencerro.

—¿Qué quiere? —preguntó en voz baja frente a la ventana.

—Me ha mandado el presidente.

—No es cierto. Le ha mandado Coal. Dudo que el presidente sepa que está aquí.

Tal vez no estaba loco.

Hablaba sin mover un solo músculo.

—Fletcher Coal es el jefe del gabinete. Él me ha mandado.

—Sé quien es Coal. Y también sé quién es usted. Y conozco su pequeña unidad. Y ahora, ¿qué quiere?

—Información.

—No juegue conmigo. ¿Qué quiere?

—¿Ha leído el informe Pelícano? —preguntó Bárr.

—¿Lo ha leído usted? —replicó, sin alterarse en absoluto.

—Sí —respondió inmediatamente Barr.

—¿Cree que es cierto?

—Tal vez. Esa es la razón de mi visita.

—¿Por qué está el señor Coal tan preocupado por el informe Pelícano?

—Porque ha llegado a oídos de un par de periodistas. Y si es cierto, debemos saberlo inmediatamente.

—¿Quiénes son esos periodistas?

—Gray Grantham, del Washington Post, ha sido el primero en enterarse y el que está mejor informado. Investiga con mucho ahínco. Coal cree que está a punto de publicar algo.

—Podemos ocuparnos de él, ¿no es cierto? —dijo Mattiece, sin dejar de mirar por la ventana—. ¿Quién es el otro?

—Rifkin, del Times.

Mattiece todavía no se había movido ni un centímetro. Barr contempló las sábanas y las toallas. Sí, tenía que estar loco. El lugar había sido desinfectado y olía a alcohol. Puede que estuviera enfermo.

—¿Cree el señor Coal que es cierto?

—No lo sé. Le preocupa muchísimo. Esa es la razón de mi visita, señor Mattiece. Debemos saberlo.

—¿Qué ocurre si es cierto?

—Tendríamos problemas.

Por fin Mattiece se movió. Trasladó el peso de su cuerpo a la pierna derecha y cruzó los brazos sobre su estrechó tórax. Pero sus ojos permanecieron inmóviles. A lo lejos se vislumbraban dunas y algas, pero no el océano.

—¿Sabe lo que pienso? —dijo lentamente.

—¿Qué?

—Creo que Coal es el problema. Le dio el informe a demasiada gente. Se lo entregó a la CIA. Permitió que usted lo viera. Esto realmente me preocupa.

Barr no sabía qué decir. Era absurdo sugerir que Coal quería divulgar el informe. El problema es usted, señor Mattiece. Asesinó a dos jueces. Arrastrado por el pánico, asesinó a Callahan. No es más que un cabrón avaricioso, que no se contenta con sus meros cincuenta millones.

Mattiece se volvió lentamente, para mirar a Barr. Tenía los ojos oscuros e irritados. No se parecía en nada a la fotografía con el vicepresidente, pero desde entonces habían transcurrido 7 años. Había envejecido 20 años en los últimos 7, y tal vez había perdido los cabales por el camino.

—Ustedes en Washington son unos payasos y tienen la culpa de todo esto —dijo, levantando un poco la voz.

—¿Es cierto, señor Mattiece? Es lo único que deseo saber —preguntó Barr, sin poder mirarle.

A la espalda de Barr, se abrió silenciosamente una puerta. Larry, con calcetines y sin pisar las toallas, dio un par de pasos antes de detenerse.

Mattiece caminó por las toallas hasta una puerta de cristal y la abrió.

—Claro que es cierto —dijo en un tono muy suave, mientras miraba al exterior.

Salió y cerró lentamente la puerta a su espalda. Barr contempló a aquel imbécil, que avanzaba lentamente por una acera hacia las dunas.

¿Y ahora qué?, pensó. Tal vez Emil vendría a buscarle. Tal vez.

Larry avanzó sigilosamente con una cuerda y Barr no oyó ni sintió nada, hasta que era demasiado tarde. Mattiece no quería sangre en su glorieta, de modo que Larry se limitó a desnucarle y estrangularle hasta dejarlo sin vida.