36

Pasó la noche en la habitación catorce del último piso, pero durmió poco. El restaurante abría a las seis y bajó a hurtadillas para tomar un café, antes de regresar discretamente a su habitación. El hotelito era antiguo y singular, formado por tres casas unidas entre sí. Había pequeñas puertas y estrechos pasillos por todas partes. Su ambiente era atemporal.

Sería un día largo y pesado, pero estaría siempre junto a ella y lo esperaba con ilusión. Había cometido un error, grave, pero ella le había perdonado. A las ocho y media en punto, llamó a la puerta de la habitación número 1. Darby la abrió y cerró rápidamente, después de que entrara.

Vestía de nuevo como una estudiante de Derecho, con vaqueros y camisa de franela. Después de servirle un café, se sentó junto a la mesilla, donde el teléfono estaba rodeado de notas.

—¿Has dormido bien? —preguntó Darby, pero no por cortesía.

—No.

Gray arrojó un ejemplar del Times sobre la cama, que él ya había hojeado sin encontrar nada.

Darby cogió el teléfono y marcó el número de la facultad de Derecho de Georgetown. Escuchó y, sin dejar de mirar a Gray, dijo:

—Con la oficina de empleo, por favor. Sí, soy Sandra Jernigan —agregó después de una prolongada pausa—, uno de los socios de White & Blazevich, y tenemos problemas con nuestros ordenadores. Estamos intentando reconstruir una lista de pagos y el departamento de contabilidad me ha pedido que les pregunte por los nombres de sus estudiantes que trabajaron para nosotros como pasantes el verano pasado, creo que fueron cuatro. Sí, Jernigan, Sandra Jernigan —repitió al cabo de unos segundos—. Comprendo. ¿Cuánto tardarán? Y su nombre es Joan. Gracias, Joan.

Darby cubrió el auricular y respiró hondo. Gray la miraba atentamente, con una sonrisa de admiración.

—Sí, Joan. Eran siete. Nuestros ficheros son un lío. ¿Tiene sus nombres y números de la seguridad social? Los necesitamos por cuestiones de impuestos. Por supuesto. ¿Cuánto tardarán? De acuerdo. Uno de nuestros mensajeros está en su zona. Se llama Snowden y pasará dentro de treinta minutos. Gracias, Joan.

Darby colgó y cerró los ojos.

—¿Sandra Jernigan? —preguntó Gray.

—Soy muy mala mintiendo.

—Eres maravillosa. Supongo que el mensajero soy yo.

—Puedes pasar por mensajero de un bufete. Tienes aspecto de un ex estudiante de Derecho que ha colgado la toga.

Y en cierto modo bastante atractivo, pensó para sus adentros.

—Me gusta la camisa de franela.

—Hoy podría ser un día muy largo —dijo Darby, después de tomar un largo trago de café.

—De momento todo va bien. Recojo la lista y me reúno contigo en la biblioteca. ¿No es eso?

—Sí. La oficina de empleo está en el quinto piso de la facultad. Yo estaré en la sala 336. Es una pequeña sala de conferencias en el tercer piso. Sal tú primero y coge un taxi. Me reuniré allí contigo dentro de quince minutos.

—Sí señora —dijo Gray de camino a la puerta.

Darby esperó cinco minutos y salió con su bolsa de lona.

El camino en taxi era corto, pero lento con el tráfico de la mañana. Vivir como una fugitiva era penoso, pero actuar al mismo tiempo como detective era ya demasiado. Hacía cinco minutos que viajaba en taxi, cuando se le ocurrió que tal vez pudieran seguirla. Y quizá era preferible. Puede que una jornada intensa como periodista investigadora le ayudaría a olvidar a Tocón y a los demás esbirros. Trabajaría hoy, mañana, y el miércoles por la noche estaría en alguna playa.

Empezaría por la facultad de Derecho de Georgetown. Si resultaba ser un callejón sin salida, probaría la de George Washington. Si el tiempo lo permitía, probaría la American University. Tres intentos y se largaría.

El taxi paró frente a McDonough Hall, al pie de la mugrienta colina del Capitolio. Con su bolsa y su camisa de franela, parecía uno de tantos estudiantes que iban a sus clases. Subió por la escalera hasta el tercer piso y cerró la puerta de la sala de conferencias a su espalda. Aquella sala se utilizaba de vez en cuando para alguna clase y para celebrar entrevistas de trabajo. Desparramó sus notas sobre la mesa y cualquiera la habría tomado por una estudiante más, enfrascada en sus tareas.

A los pocos minutos, entró Gray en la estancia.

—Joan es una dama encantadora —dijo, después de dejar la lista sobre la mesa—. Nombres, direcciones y números de la seguridad social. ¿No es maravilloso?

Darby contempló la lista y sacó una guía telefónica de la bolsa. Encontraron cinco de aquellos nombres en la guía. Consultó su reloj.

—Son las nueve y cinco. Apuesto a que sólo la mitad están en clase a estas horas. Algunos irán más tarde. Llamaré a estos cinco para comprobar quién está en casa. Tú ocúpate de los dos que no tienen teléfono y consigue su horario de clases en la secretaría.

—Podemos reunirnos de nuevo aquí, dentro de quince minutos —dijo Gray, después de consultar su reloj.

Él salió primero, seguido de Darby. Ella se dirigió a las cabinas telefónicas de la planta baja y marcó el número de James Maylor.

—Diga —respondió una voz masculina.

—¿Hablo con Dennis Maylor? —preguntó Darby.

—No. Yo me llamo James Maylor.

—Usted perdone —dijo y colgó.

Su casa estaba a diez minutos de la facultad. No tenía clase a las nueve y si tenía una a las diez, no saldría hasta dentro de cuarenta minutos. Quizá.

Llamó a los otros cuatro. Dos contestaron e hizo la comprobación, y no obtuvo respuesta de los otros dos.

Gray esperaba impaciente en la secretaría, situada en el tercer piso. Una estudiante que trabajaba como oficinista a horas intentaba localizar a la secretaria, que estaba al fondo en algún lugar. La estudiante le había dicho que no estaba segura de que estuvieran autorizados a facilitar el horario de clases. Gray respondió que estaba convencido de que podían hacerlo, si lo deseaban.

—¿Puedo servirle en algo? —preguntó con suspicacia la secretaria, que acababa de asomarse por una esquina.

—Sí, soy Gray Grantham del Washington Post, e intento localizar a dos de sus estudiantes: Laura Kaas y Michael Akers.

—¿Hay algún problema?

—No, ninguno. Sólo deseo formularles unas preguntas. ¿Tienen clase esta mañana? —preguntó con una sonrisa tierna y cariñosa, que reservaba habitualmente para las mujeres mayores y casi nunca le fallaba.

—¿Tiene algún documento de identificación?

—Por supuesto —respondió al tiempo que abría la cartera y le mostraba lentamente su documento de identidad, con la confianza de un policía que sabe que lo es y no le importa deletrearlo.

—En realidad tendría que hablar con el decano, pero…

—De acuerdo. ¿Dónde está su despacho?

—No está aquí. Ha salido de la ciudad.

—Sólo necesito su horario de clases, para poder localizarlos. No le pido sus direcciones, sus notas, ni ningún documento reservado. Nada personal ni confidencial.

La secretaria miró a la oficinista, que se encogió de hombros como diciendo: «¿qué hay de malo en ello?».

—Un momento —dijo, antes de retirarse.

Darby esperaba en la pequeña sala de conferencias, cuando Gray colocó el horario sobre la mesa.

—Según parece, Akers y Kaas deberían estar en clase ahora —declaró.

—Akers tiene clase de Procedimiento criminal y Kaas de Derecho administrativo —dijo Darby, después de consultar el horario—. Ambos de nueve a diez. Intentaré localizarlos —agregó, antes de mostrarle a Gray sus notas—. Maylor, Reinhart y Wilson están en casa. No he logrado localizar a Ratliff ni a Linney.

—Maylor es el más cercano. Puedo estar en su casa dentro de unos minutos.

—¿Con qué coche? —preguntó Darby.

—He llamado a Hertz. Han dicho que me traerían uno al aparcamiento del Post, dentro de quince minutos.

El piso de Maylor estaba en la tercera planta de un almacén, convertido en alojamiento de estudiantes y personas de escasos medios. Abrió la puerta poco después de la primera llamada, sin quitar la cadena.

—Estoy buscando a James Maylor —dijo Gray como un viejo amigo.

—Soy yo.

—Me llamo Gray Grantham y trabajo para el Washington Post. Me gustaría hacerte un par de preguntas rápidas.

Retiró la cadena y abrió la puerta. Gray entró en el piso de dos habitaciones. En el centro había una bicicleta, que ocupaba la mayor parte del espacio.

—¿Qué ocurre? —preguntó Maylor intrigado, perfectamente dispuesto a contestar a sus preguntas.

—Tengo entendido que trabajaste como pasante para White & Blazevich el verano pasado.

—Correcto. Durante tres meses.

—¿En qué sección trabajabas? —preguntó Gray, mientras tomaba notas.

—Internacional. Casi todo trabajo pesado. Nada interesante. Mucha investigación y redacción de borradores de contratos.

—¿Quién era tu supervisor?

—Nadie en particular. Tres miembros asociados me mantenían ocupado. El socio que estaba por encima de ellos era Stanley Coopman.

Gray se sacó una fotografía del bolsillo. Era la de García en la acera.

—¿Reconoces este rostro?

Maylor cogió la foto, la examinó atentamente y movió negativamente la cabeza.

—Me parece que no. ¿Quién es?

—Un abogado. Creo que trabaja para White & Blazevich.

—Es un bufete muy grande. Yo no me moví del rincón de uno de sus departamentos. ¿Sabe que allí trabajan más de cuatrocientos abogados?

—Sí, eso tengo entendido. ¿Estás seguro de que no le reconoces?

—Absolutamente. Las oficinas ocupan doce pisos, la mayoría de los cuales no llegué a visitar.

—¿Conociste a otros pasantes? —preguntó Gray, después de guardarse la fotografía en el bolsillo.

—Por supuesto. Dos de Georgetown que ya conocía, Laura Kaas y JoAnne Ratliff. Dos individuos de George Washington, Patrick Franks y un tipo llamado Vanlandingham. Una chica de Harvard llamada Elizabeth Larson, otra de Michigan llamada Amy MacGregor, y un individuo de Emeroy llamado Moke, a quien creo que despidieron. En verano hay siempre muchos pasantes.

—¿Piensas trabajar allí cuando termines?

—No lo sé. No estoy seguro de que los grandes bufetes sean lo mío.

Gray sonrió y se guardó el cuaderno en el bolsillo trasero.

—Habiendo trabajado allí, ¿qué me aconsejarías para encontrar a ese individuo?

—Supongo que ir a formular preguntas en el bufete está descartado —dijo Maylor, después de unos segundos de reflexión.

—Efectivamente.

—¿Y la única pista es la fotografía?

—Así es.

—Entonces creo que este es el mejor método. Algún pasante le reconocerá.

—Gracias.

—¿Está metido en algún lío?

—No. Puede que haya sido testigo de algo. Una posibilidad entre mil —dijo Gray desde la puerta—. Repito, gracias.

Darby examinó los horarios lectivos de otoño en el tablón de anuncios del vestíbulo, frente a las cabinas telefónicas. No estaba exactamente segura de lo que haría cuando acabaran las clases de las nueve, pero hacía un enorme esfuerzo para pensar en algo. El tablón de anuncios era igual al de Tulane: el horario lectivo meticulosamente ordenado, avisos de empleos, anuncios de libros, bicicletas, habitaciones, compañeros de alojamiento y otro sinfín de comunicados desparramados por el tablón, invitaciones a fiestas, juegos y reuniones. Una joven con mochila y botas de montaña se acercó al tablón de anuncios. Se trataba indudablemente de una estudiante.

—Discúlpame —sonrió Darby—. ¿Conoces por casualidad a Laura Kaas?

—Desde luego.

—He de darle un recado. ¿Podrías decirme quién es?

—Sí, ahora tiene clase de Derecho administrativo con Ship, en el aula 207.

Caminaron juntas y charlaron, en dirección al aula en cuestión. De pronto se llenó el pasillo cuando terminó la clase, y la montañista señaló a una chica alta y robusta que venía hacia ellas. Darby le dio las gracias y siguió a Laura Kaas hasta que empezó a dispersarse la muchedumbre.

—Disculpa, Laura. ¿Eres Laura Kaas?

—Sí —respondió la corpulenta chica, después de detenerse y mirarla fijamente.

Ahora venía la parte que no le gustaba, la de mentir.

—Me llamo Sara Jacobs y preparo un artículo para el Washington Post. ¿Me permites que te formule unas preguntas?

Había elegido a Laura Kaas en primer lugar porque no tenía clase a las diez, al contrario de Michael Akers, con quien procuraría hablar a las once.

—¿Sobre qué?

—Sólo será un minuto. ¿Podemos entrar aquí? —preguntó Darby, al tiempo que entraba en una clase vacía, seguida lentamente de Laura.

»El verano pasado trabajaste como pasante para White & Blazevich.

—Así es —respondió con lentitud y suspicacia.

Sara Jacobs se esforzaba para controlar los nervios. Aquello era terrible.

—¿En qué sección?

—Impuestos.

—De modo que te gustan los impuestos, ¿eh? —intentó bromear.

—Me gustaban. Ahora los odio.

Darby sonrió, como si aquello fuera lo más gracioso que había oído en mucho tiempo. Se sacó una fotografía del bolsillo y se la ofreció a Laura Kaas.

—¿Le reconoces?

—No.

—Creo que trabaja como abogado en White & Blazevich.

—Allí trabajan muchos abogados.

—¿Estás segura?

—Sí —respondió, después de devolverle la foto—. No salí nunca del quinto piso. Se necesitan años para reconocer a todo el mundo y cambian de personal con mucha frecuencia. Ya sabes cómo son los abogados.

Laura miró a su alrededor y la conversación había concluido.

—Te estoy muy agradecida —dijo Darby.

—Encantada —respondió Laura, de camino hacia la puerta.

A las diez y media en punto, se reunieron de nuevo en la sala 336. Gray había encontrado a Ellen Reinhart en la puerta de su casa, cuando se dirigía a clase. Había trabajado en la sección de litigación, a las órdenes de un socio llamado Daniel O’Malley y había pasado la mayor parte del verano en un juicio en Miami. Había estado ausente dos meses y había pasado muy poco tiempo en la oficina de Washington. White & Blazevich tenía oficinas en cuatro ciudades, incluida Tampa. No reconoció a García y tenía prisa.

Judith Wilson no estaba en su casa, pero la chica con la que compartía el piso dijo que volvería a eso de la una.

Tacharon los nombres de Maylor, Kaas y Reinhart. Confirmaron sus planes en un susurro y volvieron a separarse. Gray fue en busca de Edward Linney, que según la lista había trabajado como pasante en White & Blazevich los dos últimos veranos. No estaba en la guía telefónica, pero vivía en Wesley Heights, al norte del campus principal de Georgetown.

A las once menos cuarto, Darby deambulaba de nuevo frente al tablón de anuncios, a la espera de otro milagro. Akers era varón y había diferentes formas de acercarse a él. Esperaba que estuviera donde se suponía que debía estar, en la clase de Procedimiento criminal en el aula 201. Se acercó a la misma, las puertas se abrieron, y una cincuentena de estudiantes salieron al pasillo. Nunca podría ser periodista. Era incapaz de acercarse a un desconocido y formularle un montón de preguntas. Le resultaba incómodo y desagradable. No obstante, se acercó a un joven de aspecto tímido, mirada triste y gafas, y le dijo:

—Discúlpame. ¿Conoces por casualidad a Michael Akers? Creo que está en esta clase.

El muchacho sonrió. Era agradable que alguien se percatara de su existencia.

—Es aquel —respondió, mientras señalaba a un grupo de chicos que se dirigía a la puerta principal—. El del jersey gris.

—Gracias —dijo Darby y le dejó plantado.

El grupo se dispersó al salir del edificio y Akers permaneció en la acera con un amigo.

—Señor Akers —exclamó Darby.

Ambos volvieron la cabeza y sonrieron cuando ella se les acercaba.

—¿Eres Michael Akers? —preguntó.

—Efectivamente. ¿Y tú quién eres?

—Me llamo Sara Jacobs y estoy preparando un artículo para el Washington Post. ¿Puedo hablar contigo a solas?

—Desde luego.

Su amigo captó la indirecta y se retiró.

—¿Sobre qué? —preguntó Akers.

—¿Trabajaste como pasante para White & Blazevich el verano pasado?

—Sí —respondió amablemente Akers.

Aquello le gustaba.

—¿En qué sección?

—Transacciones inmobiliarias. Terriblemente aburrido, pero era un trabajo. ¿Por qué te interesa?

—¿Reconoces a este hombre? —preguntó Darby, después de darle la fotografía—. Trabaja para White & Blazevich.

Akers quería reconocerle. Deseaba cooperar y mantener una larga conversación con ella, pero aquel rostro no le decía nada.

—Parece una foto bastante sospechosa, ¿verdad?

—Supongo. ¿Le reconoces?

—No. Nunca le he visto. Es un bufete muy grande. Los socios llevan etiquetas con su nombre cuando acuden a una reunión. ¿No te parece increíble? Los propietarios de la empresa no se conocen entre sí. Debe haber un centenar de socios.

81 para ser exactos.

—¿Tenías algún supervisor?

—Sí, un socio llamado Walter Welch. Un verdadero bribón. A decir verdad, no me gustó la empresa.

—¿Recuerdas a algún otro pasante?

—Por supuesto. El bufete estaba lleno de pasantes eventuales.

—Si necesitara sus nombres, ¿te importaría que volviera a ponerme en contacto contigo?

—Estoy a tu disposición. ¿Se ha metido en algún lío ese individuo?

—Creo que no. Puede que sepa algo.

—Espero que los expulsen a todos del Colegio de abogados. No son más que un puñado de ladrones. Es un lugar horrible. Todo gira en torno a la política.

—Gracias —sonrió Darby, antes de dar media vuelta para retirarse.

—Llámame cuando quieras —dijo Akers, mientras admiraba su trasero.

—Gracias.

Darby, en su capacidad de periodista investigadora, entró en la biblioteca situada en el edificio adjunto, y subió por la escalera hasta el quinto piso, donde se encontraban las abigarradas oficinas del Georgetown Law Journal. Había visto el último ejemplar de la revista en la biblioteca y se había percatado de que JoAnne Ratliff era ayudante de redacción. Suponía que la mayoría de las revistas y periódicos jurídicos eran muy parecidos; lugares frecuentados por los mejores estudiantes, donde preparan sus eruditos artículos y comentarios. Se consideraban superiores a los demás estudiantes y formaban un círculo cerrado en el que admiraban sus mentes privilegiadas. Solían pulular por las salas de la redacción. Era como su segundo domicilio.

Darby entró y le preguntó al primero que vio por JoAnne Ratliff. Indicó que se dirigiera a la vuelta de la esquina, segunda puerta a la derecha. La puerta daba a un despacho repleto de estanterías de libros, donde había dos mujeres inmersas en su trabajo.

—JoAnne Ratliff —dijo Darby.

—Soy yo —respondió la mayor; tal vez de unos cuarenta años.

—Hola. Me llamo Sara Jacobs y preparo un artículo para el Washington Post. ¿Puedo hacerte unas preguntas?

Dejó lentamente la pluma sobre la mesa y miró a la otra mujer con el entrecejo fruncido. Lo que estuvieran haciendo era terriblemente importante y aquella interrupción les causaba una verdadera molestia. Eran estudiantes de élite.

A Darby le habría gustado mofarse y hacer algún comentario ingenioso. ¡Maldita sea, ella ocupaba el segundo lugar en su promoción! No tenía por qué tolerar que la trataran con desdén.

—¿De qué trata el artículo? —preguntó Ratliff.

—¿Podemos hablar en privado?

Volvieron a mirarse entre sí con el entrecejo fruncido.

—Estoy muy ocupada —dijo Ratliff.

También yo, pensó Darby. Vosotras estáis ahí verificando citas para algún artículo insignificante y yo intento atrapar al individuo que asesinó a dos jueces del Tribunal Supremo.

—Lo siento —dijo Darby—. Te prometo que sólo tardaremos un minuto. Lamento mucho molestarte —agregó cuando salieron juntas al pasillo—, pero tengo bastante prisa.

—¿Y eres periodista del Post? —dijo, más en tono de reto que de pregunta, obligando a Darby a seguir mintiendo.

Se había prometido a sí misma que mentiría, engañaría y robaría durante dos días, pero a continuación se iría al Caribe y lo dejaría todo en manos de Grantham.

—Sí. ¿Trabajaste para White & Blazevich el verano pasado?

—Sí, ¿por qué?

Le mostró rápidamente la fotografía. Ratliff la tomó para examinarla detenidamente.

—¿Le reconoces?

—Creo que no —respondió, mientras movía lentamente la cabeza—. ¿Quién es?

Esa zorra se convertiría en un buen abogado. Tantas preguntas. Si supiera quién era, no estaría en ese diminuto pasillo fingiendo ser periodista y soportando a ese presuntuoso buitre.

—Es un abogado de White & Blazevich —respondió Darby, con toda la sinceridad de la que fue capaz—. Creí que le reconocerías.

—No —dijo, al tiempo que le devolvía la foto.

Basta.

—Bien, gracias. Lamento haberte molestado.

—De nada —dijo Ratliff, cuando Darby desaparecía por la puerta.

Se subió al nuevo Pontiac de Hertz cuando paró en la esquina y se perdieron en el tráfico. Estaba harta de la facultad de Derecho de Georgetown.

—No ha habido suerte —dijo Gray—. Linney no estaba en casa.

—Yo he hablado con Akers y con Ratliff, y ambos han dicho que no. Cinco de los siete no han reconocido a García.

—Tengo hambre. ¿Te apetece comer algo?

—Desde luego.

—¿Es posible que cinco pasantes que hayan trabajado tres meses en un bufete no reconozcan a un joven asociado?

—Sí. No sólo es posible, sino muy probable. No olvides que esto es un palo a tientas. Cuatrocientos abogados significa un millar de personas, si uno incluye a las secretarias, los ayudantes, los pasantes, oficinistas, multicopistas, encargados de la correspondencia, empleados diversos y personal de apoyo. Los abogados suelen mantenerse aislados en sus propios despachos.

—¿Las distintas secciones están físicamente separadas?

—Sí. Es perfectamente posible que un abogado bancario del tercer piso pase varias semanas sin ver a un compañero de litigación que trabaje en el décimo piso. No olvides que están muy ocupados.

—¿Crees que nos hemos equivocado de bufete?

—Tal vez de bufete y tal vez de facultad.

—El primer individuo, Maylor, me ha dado los nombres de dos estudiantes de George Washington que trabajaron allí como pasantes el verano pasado. Vayamos a por ellos después del almuerzo.

Redujo la velocidad y aparcó en zona prohibida, tras una hilera de pequeños edificios.

—¿Dónde estamos? —preguntó Darby.

—A una manzana de Mount Vernon Square, en el centro de la ciudad. El Post está a seis manzanas de aquí. Mi banco a cuatro manzanas. Y hay un pequeño restaurante a la vuelta de la esquina.

Anduvieron hasta el restaurante, al que llegaba bastante gente para almorzar. Darby se dirigió a una mesa junto a la ventana, mientras Gray pedía unos bocadillos en la barra. La mitad del día había volado y, aunque no le gustaba aquel tipo de trabajo, era agradable estar ocupada y olvidar los duendes. No quería ser periodista y, en aquellos momentos, parecía dudoso que se dedicara a la abogacía. Hacía poco había pensado en llegar a juez, después de ejercer unos años como abogado. Olvídalo. Era demasiado peligroso.

Gray llegó con una bandeja llena de comida y té helado, y empezaron a comer.

—¿Es este un día normal para ti? —preguntó Darby.

—Así es como me gano la vida. Paso todo el día husmeando, escribo mis artículos ya avanzada la tarde, e investigo hasta la noche.

—¿Cuántos artículos por semana?

—A veces tres o cuatro, a veces ninguno. Yo elijo, con muy poca supervisión. Pero esto es distinto. No he publicado nada desde hace diez días.

—¿Qué ocurrirá si no logras implicar a Mattiece? ¿Qué escribirás sobre el caso?

—Depende de dónde llegue. Podíamos haber publicado un artículo sobre Verheek y Callahan, pero para qué molestarse. Fue un gran artículo, pero sin nada para sustanciarlo. Sólo escarbaba la superficie.

—Y tú vas a por todas.

—Eso espero. Si logramos verificar tu pequeño informe, publicaremos una historia fabulosa.

—Ya ves los titulares, ¿no es cierto?

—Efectivamente. Circula la adrenalina. Esta será la historia más sensacional desde…

—¿Watergate?

—No. Watergate fueron una serie de artículos, modestos al principio pero que fueron creciendo. Aquellos individuos siguieron pistas durante muchos meses y no dejaron de hurgar hasta componer el rompecabezas. Mucha gente conocía distintas partes de la historia. Esto, querida, es muy diferente. Es una historia de mucho más peso y la verdad la conoce sólo un pequeño grupo de gente. Watergate fue un robo estúpido y una torpe tapadera. Estos son crímenes magistralmente organizados, por personas muy ricas e inteligentes.

—¿Y la tapadera?

—Eso viene a continuación. Cuando logremos vincular a Mattiece con los asesinatos publicaremos la gran historia. Una vez revelado el secreto, se desencadenarán media docena de investigaciones de un día para otro. Habrá una enorme conmoción, particularmente ante la noticia de que el presidente y Mattiece son viejos amigos. Cuando empiecen a calmarse los ánimos, iremos a por la administración, e intentaremos determinar quién sabía qué y cuándo.

—Pero lo primero es García.

—Sí, claro. Sé que está ahí. Es uno de los abogados de esta ciudad y sabe algo muy importante.

—¿Qué ocurrirá si le encontramos y se niega a hablar?

—Tenemos medios de obligarle a que lo haga.

—¿Por ejemplo?

—La tortura, el secuestro, la extorsión, toda clase de amenazas.

—¡Dense prisa! —exclamó de pronto un tipo corpulento junto a su mesa—. Hablan demasiado.

—Gracias, Pete —dijo Gray, sin levantar la mirada.

Pete se retiró y se le oyó chillar junto a otra mesa. A Darby se le cayó el bocadillo de las manos.

—Es el propietario —aclaró Gray—. Forma parte de la ambivalencia del lugar.

—Encantador. ¿Hay que pagar algún suplemento?

—Todo lo contrario. La comida es barata y, por consiguiente, depende del volumen de ventas. Se niega a servir café, para que los clientes no se entretengan. Espera que comamos como refugiados y nos larguemos.

—He terminado.

—Son las doce y cuarto —dijo Gray, después de consultar su reloj—. Tenemos que estar en el piso de Judith Wilson a la una. ¿Quieres ocuparte ahora de tu transferencia?

—¿Cuánto tardará?

—Podemos iniciarla ahora y recoger el dinero más tarde.

—Vamos.

—¿Cuánto quieres transferir?

—Quince mil.

Judith Wilson vivía en el segundo piso de un edificio viejo y decrépito, lleno de pisos de dos habitaciones para estudiantes. A la una no había llegado y pasaron una hora dando vueltas en el coche. Gray hacía de guía de la ciudad. Condujo lentamente hasta el cine Montrose, todavía en ruinas y rodeado de andamios. Le mostró el espectáculo cotidiano de Dupont Circle.

Estaban aparcados en la calle a las dos y cuarto, cuando un Mazda rojo paró frente a la casa.

—Ahí está —dijo Gray, al tiempo que se apeaba.

Darby se quedó en el coche. Gray alcanzó a Judith, que resultó ser bastante amable, junto a la puerta principal. Charlaron, le mostró la fotografía, la contempló unos segundos y empezó a mover la cabeza. Al cabo de unos momentos, estaba de nuevo en el coche.

—Cero entre seis —dijo.

—Ya sólo nos queda Edward Linney, que seguramente es nuestra mejor probabilidad, porque ha trabajado allí dos veranos.

Encontraron un teléfono público a tres manzanas en unos almacenes y Gray marcó el número de Linney. Nada. Colgó el teléfono y regresó al coche.

—No estaba en su casa a las diez de esta mañana y ahora tampoco está.

—Podría estar en clase —dijo Darby—. Necesitamos su horario. Debías haberlo recogido junto con los demás.

—Entonces no me lo sugeriste.

—¿Quién es el detective? ¿Quién es el famoso periodista investigador del Washington Post? Yo no soy más que una modesta ex estudiante de Derecho, emocionada de estar aquí sentada y verte actuar.

Podrías instalarte en el asiento trasero, estuvo a punto de decir.

—Lo que tú digas. ¿Y ahora adónde?

—De nuevo a la facultad —respondió Darby—. Esperaré en el coche, mientras tú entras en la secretaría y consigues el horario de Linney.

—Sí señora.

En esta ocasión había otro estudiante tras el mostrador de la secretaria. Gray le pidió el horario de Edward Linney y él fue en busca de la secretaria. Al cabo de cinco minutos esta se asomó y le miró fijamente.

—Hola, ¿me recuerda? —sonrió—. Soy Gray Grantham, del Post. Necesito otro horario.

—El decano dice que no.

—Creí que el decano había salido de la ciudad.

—Así es. El decano adjunto es quien dice que no. No más horarios. Ha logrado ya meterme en un buen lío.

—No comprendo. No le he pedido nada confidencial.

—El decano adjunto dice que no.

—¿Dónde está el decano adjunto?

—Está ocupado.

—Esperaré. ¿Dónde está su despacho?

—Estará ocupado durante mucho rato.

—Esperaré el tiempo que sea necesario.

—No le facilitará ningún otro horario —afirmó categóricamente la secretaria, después de cruzarse de brazos—. Nuestros estudiantes tienen derecho a que se respete su intimidad.

—Por supuesto. ¿Qué clase de problemas he causado?

—Bien, se lo diré.

—Se lo ruego.

El estudiante que trabajaba como ayudante desapareció.

—Uno de los estudiantes con los que he hablado esta mañana ha llamado a White & Blazevich, ellos han llamado al decano adjunto, el decano adjunto me ha llamado a mí y me ha ordenado que no vuelva a facilitar horarios a ningún periodista.

—¿Por qué les preocupa?

—Les preocupa y basta. Hace mucho tiempo que mantenemos relaciones con White & Blazevich. Contratan a muchos de nuestros estudiantes.

—Lo único que me propongo es encontrar a Edward Linney —dijo Gray, procurando inspirar lástima y compasión—. Le juro que no está metido en ningún lío. Sólo deseo hacerle unas preguntas.

La secretaria empezó a sentirse victoriosa. Había logrado dominar a un periodista del Post y se sentía bastante orgullosa. ¿Por qué no ofrecerle unas migajas?

—El señor Linney ya no está matriculado en esta facultad. Eso es todo lo que puedo decirle.

—Gracias —farfulló de camino a la puerta.

Casi había llegado al coche, cuando alguien le llamó por su nombre. Era el estudiante de la secretaría.

—Señor Grantham —dijo, mientras se acercaba corriendo—. Yo conozco a Edward. Más o menos ha abandonado los estudios por algún tiempo. Problemas personales.

—¿Dónde está?

—Sus padres le han ingresado en una clínica privada. Se está desintoxicando.

—¿Dónde?

—En Silver Spring. En una clínica llamada Parklane.

—¿Cuánto hace que está allí?

—Aproximadamente un mes.

—Gracias —dijo Grantham, al tiempo que le estrechaba la mano—. No le diré a nadie que me lo has contado.

—¿No se habrá metido en algún lío?

—No. Te lo prometo.

Pararon en el banco y Darby salió con quince mil al contado. Llevar el dinero encima le daba miedo. Linney le daba miedo. White & Blazevich de pronto le daba miedo.

Parklane era un centro de desintoxicación para los ricos, o para quienes tuvieran un seguro caro. Estaba en un pequeño edificio, rodeado de árboles, a un kilómetro de la carretera. «Aquello podría ser difícil», pensaron.

Gray entró primero en el vestíbulo y le preguntó a la recepcionista por Edward Linney.

—Es uno de nuestros pacientes —respondió en un tono bastante formal.

—Sí, lo sé —dijo Gray, con su mejor sonrisa—. Me lo han dicho en la facultad. ¿Cuál es el número de su habitación?

Darby entró entonces en el vestíbulo y se acercó lentamente a la fuente, para tomar un largo trago de agua.

—Está en la habitación 22, pero no puede verle.

—En la facultad me han dicho que podría verle.

—¿Quién es usted?

—Gray Grantham, del Washington Post. En la facultad me han dicho que podría formularle un par de preguntas —declaró con suma dulzura.

—Lamento que se lo hayan dicho, señor Grantham. Verá usted, la clínica la dirigimos nosotros, ellos dirigen la facultad.

Darby cogió una revista y se sentó en un sofá.

—Comprendo —dijo todavía con cortesía, pero con la sonrisa considerablemente menguada—. ¿Puedo hablar con el administrador?

—¿Para qué?

—Porque este es un asunto sumamente importante y es preciso que vea al señor Linney esta tarde. No me marcharé sin haber hablado con el administrador.

La recepcionista le brindó su mejor sonrisa de «váyase a freír espárragos» y se retiró del mostrador.

—Un momento. Tome asiento.

—Gracias.

Cuando se ausentó la recepcionista, Gray volvió la cabeza para mirar a Darby y señalar una doble puerta, que parecía conducir al único pasillo. Respiró hondo y la cruzó. Daba a un recibidor, del que salían tres estériles pasillos. Una placa de bronce indicaba la dirección de las habitaciones 18 a la 30. Era el ala central de la clínica, con un pasillo oscuro y silencioso, con una gruesa moqueta industrial y papel pintado con un motivo floral en las paredes.

Acabaría en manos de la policía. Se encontraría de pronto con un robusto guardia de seguridad o un fornido enfermero que la encerraría bajo llave en una habitación hasta que llegara la policía para maltratarla y luego llevársela encadenada, ante la mirada impotente de su compañero. Su nombre aparecería en el periódico, el Post, y Tocón, si no era analfabeto, lo vería y la capturarían.

Mientras avanzaba entre puertas cerradas, las playas y las piñas coladas parecían inalcanzables. La puerta número 22 estaba cerrada, y sobre la misma figuraban los nombres de Edward Linney y del doctor Wayne McLatchee. Llamó.

El administrador era más imbécil que la recepcionista. Pero también era superior su sueldo. Explicó que tenían una política muy rigurosa en cuanto a las visitas. Sus pacientes eran personas muy enfermas y vulnerables, a las que debían proteger. Y sus médicos, que eran los mejores de su especialidad, eran muy particulares en cuanto a quién podía visitar a los pacientes. Sólo los sábados y domingos eran días de visita, e incluso entonces se permitía exclusivamente la entrada a un grupo cuidadosamente seleccionado de personas, por regla general parientes y amigos, que podían pasar sólo treinta minutos con los pacientes. Tenían que ser muy rigurosos.

Eran personas muy vulnerables, indudablemente incapaces de soportar un interrogatorio por parte de un periodista, por graves que fueran las circunstancias.

El señor Grantham preguntó cuándo esperaban dar de alta al señor Linney. Absolutamente confidencial, afirmó el administrador. Probablemente cuando el seguro dejara de pagar, sugirió el señor Grantham, que hablaba para ganar tiempo, medio a la expectativa de oír ruidos y voces del otro lado de la doble puerta.

La mención del seguro perturbó realmente al administrador. El señor Grantham le preguntó si estaría dispuesto a decirle al señor Linney que el señor Grantham deseaba formularle un par de preguntas, y que tardarían menos de treinta segundos.

Ni soñarlo, replicó el administrador. Su política era muy rigurosa.

Una voz respondió suavemente y Darby entró en la habitación. La moqueta era todavía más gruesa y el mobiliario de madera. Estaba sentado en la cama, con vaqueros, sin camisa, y una gruesa novela en las manos. Le asombró ver lo atractivo que era.

—Discúlpame —dijo cariñosamente Darby, después de cerrar la puerta a su espalda.

—Pasa —sonrió con ternura.

Era el primer rostro no médico que veía en dos días. Y era hermoso. Cerró el libro.

—Me llamo Sara Jacobs y preparo un artículo para el Washington Post —dijo, mientras se acercaba a los pies de la cama.

—¿Cómo has logrado entrar aquí? —preguntó, evidentemente contento de que lo hubiera conseguido.

—Andando. ¿Trabajaste como pasante el verano pasado para White & Blazevich?

—Sí, y el verano anterior. Me han ofrecido trabajo para cuando me licencie. Si acabo la carrera.

—¿Reconoces a este hombre? —preguntó, después de entregarle la fotografía.

—Sí —sonrió—. Se llama… espera un momento. Trabaja en la sección de gas y petróleo del noveno piso. ¿Cómo se llama?

Darby se aguantaba la respiración.

Linney cerró los ojos e intentó recordar.

—Morgan —dijo después de volver a mirar la foto—. Sí. Creo que se llama Morgan.

—¿Morgan de apellido?

—Efectivamente. No recuerdo su primer nombre. Es algo parecido a Charles, pero distinto. Creo que empieza por C.

—¿Y estás seguro de que trabaja en la sección de gas y petróleo?

Aunque no recordaba exactamente cuántos, estaba segura de que había más de un Morgan en White & Blazevich.

—Sí.

—¿En el noveno piso?

—Sí. Yo trabajé en la sección de quiebras, en el octavo piso, y gas y petróleo ocupa la mitad del octavo y la totalidad del noveno.

Le devolvió la fotografía.

—¿Cuándo te darán de alta? —preguntó, para no marcharse sin decir nada.

—Espero que la próxima semana. ¿Qué ha hecho ese tipo?

—Nada. Sólo queremos hablar con él —respondió ya cerca de la puerta—. Debo marcharme. Gracias. Y buena suerte.

—No hay de qué.

Cerró silenciosamente la puerta y empezó a dirigirse hacia el vestíbulo, cuando oyó una voz a su espalda.

—¡Eh! ¡Oiga! ¿Qué hace aquí?

Darby se dio la vuelta, para encontrarse frente a un robusto guardia de seguridad negro, con una pistola al cinto. Tenía el aspecto de ser completamente culpable.

—¿Qué hace aquí? —repitió, al tiempo que la acorralaba contra la pared.

—He venido a ver a mi hermano —respondió—. Y no vuelva a chillarme.

—¿Quién es su hermano?

—Está en la habitación 22.

—Ahora no es hora de visita. Está prohibido estar aquí.

—Era importante y ya me voy, ¿de acuerdo?

Se abrió la puerta de la habitación veintidós y Linney asomó la cabeza.

—¿Es esta su hermana? —preguntó el guardia.

Darby le suplicó con la mirada.

—Sí, no la moleste —respondió Linney—. Ya se va.

Darby suspiró y le sonrió a Linney.

—Mamá vendrá el fin de semana.

—Me alegro —dijo Linney.

El guardia se retiró y Darby casi corrió hasta la doble puerta. Grantham sermoneaba al administrador sobre el coste de la atención sanitaria. Cruzó rápidamente la puerta, avanzó por el vestíbulo y había llegado casi a la puerta principal, cuando la llamó el administrador.

—¡Señorita! ¡Oiga, señorita! ¿Puede darme su nombre?

Darby salió directamente al coche. Grantham se encogió de hombros y abandonó el edificio. Subieron al coche y salieron a toda velocidad.

—El apellido de García es Morgan. Linney le ha reconocido inmediatamente, pero no lograba recordar su nombre de pila. Empieza por C —dijo mientras buscaba las notas de Martindale-Hubbell—. Dice que trabaja en la sección de gas y petróleo en el noveno piso.

—¡Gas y petróleo! —exclamó Grantham, mientras se alejaban velozmente de Parklane.

—Eso ha dicho. Curtis D. Morgan, sección de gas y petróleo, edad veintinueve años —dijo Darby, después de encontrar la nota—. Hay otro Morgan en litigación, pero es uno de los socios y tiene, vamos a ver, cincuenta y un años.

—García es Curtis Morgan —dijo Gray aliviado, antes de consultar su reloj—. Son las cuatro menos cuarto. Hemos de darnos prisa.

—Me muero de impaciencia.

Rupert los había localizado al salir del portal de Parklane. El Pontiac alquilado avanzaba como un rayo y se vio obligado a conducir como un loco para no perderlos. Llamó por radio.