35

El vestíbulo del hotel Marbury estaba vacío a las seis de la madrugada del domingo, cuando Gray recogió un ejemplar del Times. Medía quince centímetros de grueso, pesaba cinco kilos, y se preguntaba hasta cuándo pensaban seguir ampliando su volumen. Regresó inmediatamente a la habitación en el octavo piso, abrió el periódico sobre la cama y empezó a examinarlo atentamente. En primera plana no había nada y eso era fundamental. Si hubieran descubierto algo, estaría evidentemente ahí. Temía ver grandes fotografías de Rosenberg, Jensen, Callahan, Verheek, tal vez de Darby y de Khamel, quién sabe, quizá una bella foto de Mattiece, todas ellas en primera plana como un elenco teatral, y una vez más el Times se les habría adelantado. Había soñado con ello durante el poco rato que había dormido.

Pero no había nada. Y cuanto menos encontraba con mayor rapidez hojeaba, hasta llegar a los deportes y los anuncios, cuando dejó de leer para acercarse alegremente al teléfono y llamar a Smith Keen, que estaba ya despierto.

—¿Lo ha visto? —preguntó Gray.

—Es maravilloso —respondió Keen—. Me pregunto qué habrá ocurrido.

—No lo tienen, Smith. Buscan como locos, pero no lo tienen. ¿Con quién habló Feldman?

—Nunca lo dice. Pero se suponía que era fiable.

Keen estaba divorciado y vivía solo en un piso, no lejos de Marbury.

—¿Está ocupado? —preguntó Gray.

—No exactamente. Son casi las seis y media de un domingo por la mañana.

—Hemos de hablar. ¿Puede recogerme frente al hotel Marbury dentro de quince minutos?

—¿El hotel Marbury?

—Es una larga historia. Ya se lo explicaré.

—Ah, la chica. Afortunado bribón.

—Ojalá. Ella se hospeda en otro hotel.

—¿Aquí? ¿En Washington?

—Sí. Dentro de quince minutos.

—Ahí estaré.

Gray esperaba nervioso en el vestíbulo, mientras tomaba café en una taza de plástico. Darby le había convertido en un paranoico y estaba medio a la expectativa de que aparecieran unos pistoleros en la acera con armas automáticas. Eso hacía que se sintiera frustrado. Vio que el Toyota de Keen llegaba lentamente por la calle M y se acercó rápidamente al vehículo.

—¿Qué le apetece ver? —preguntó Keen, mientras se alejaba de la acera.

—No lo sé. Hace un día maravilloso. ¿Qué le parece Virginia?

—Como quiera. ¿Le han echado de su casa?

—No exactamente. Sigo órdenes de la chica. Piensa como un mariscal de campo y estoy aquí porque ella me lo ha ordenado. Debo quedarme aquí hasta el martes, o hasta que se ponga nerviosa y vuelva a trasladarme. Estoy en la habitación ochocientos treinta y tres, por si me necesita, pero no se lo diga a nadie.

—Supongo que querrá que el Post le pague los gastos —sonrió Keen.

—En estos momentos no es el dinero lo que me preocupa. La misma gente que intentó matarla en Nueva Orleans apareció el viernes en Nueva York, o eso cree ella. Tienen mucho talento para seguir a la gente y ella es dolorosamente cautelosa.

—Si le siguen a usted y la siguen a ella, puede que sepa lo que se hace.

—No le quepa la menor duda, Smith, sabe exactamente lo que se hace. Es tan eficaz que da miedo y piensa marcharse definitivamente el miércoles. De modo que disponemos de dos días para encontrar a García.

—¿Qué ocurrirá si García ha sido sobrevalorado? ¿Si cuando le encuentren se niega a hablar, o resulta que no sabe nada? ¿Ha pensado en eso?

—He tenido pesadillas pensando en ello. Creo que sabe algo importante. Hay algún papel o documento, algo tangible, que él tiene. Lo mencionó un par de veces, pero cuando lo presioné no quiso admitirlo. No obstante, el día en que íbamos a encontrarnos, se proponía mostrármelo. Estoy convencido de ello. Tiene algo, Smith.

—¿Y si se niega a mostrárselo?

—Le partiré la cara.

Cruzaron el Potomac y circularon junto al cementerio de Arlington. Keen encendió su pipa y abrió un poco la ventana.

—¿Y si no logran encontrar a García?

—Plan B. La chica se marchará y nuestro convenio quedará anulado. Cuando haya abandonado el país, cuento con su permiso para hacer lo que se me antoje con el informe, a excepción de utilizar su nombre como fuente. La pobre chica está convencida de que acabarán con ella, logremos o no resolver el caso, pero quiere la mayor protección posible. No puedo utilizar jamás su nombre, ni siquiera como autora del informe.

—¿Habla mucho del informe?

—No de su redacción. Fue una locura que se le metió en la cabeza y que había casi desechado, cuando empezaron a estallar bombas. Lamenta haber escrito ese maldito documento. Ella y Callahan estaban realmente enamorados, y ahora se siente culpable y está enormemente afligida.

—¿Y cuál es el plan B?

—Atacaremos a los abogados. Mattiece es demasiado astuto y escurridizo para alcanzarle sin órdenes judiciales y documentos que no podemos conseguir, pero conocemos a sus abogados. Aquí en la capital hay dos grandes bufetes que le representan y nos dirigiremos contra ellos. Algún abogado o grupo de letrados analizó cuidadosamente el Tribunal Supremo, y sugirió los nombres de Rosenberg y Jensen. Mattiece no habría sabido a quién matar. De modo que sus abogados se lo dijeron. Lo enfocaremos desde el punto de vista de una conspiración.

—Pero no podrá obligarles a que hablen.

—No acerca de un cliente. Pero si los abogados son culpables y empezamos a formular preguntas, algo cederá. Necesitaremos una docena de periodistas que hagan un millón de llamadas telefónicas a abogados, pasantes, administrativos, secretarias, ayudantes, etcétera. Asediaremos a esos cabrones.

—¿De qué bufetes se trata? —preguntó Keen, con cierta indiferencia.

—White & Blazevich y Brim, Stearns & Kidlow. Compruebe qué información tenemos sobre ellos en nuestros archivos.

—He oído hablar de White & Blazevich. Es una gran organización republicana.

Gray asintió, mientras se tomaba el último sorbo de café.

—¿Y si se tratara de otro bufete? —preguntó Keen—. ¿Y si el bufete en cuestión no estuviera en Washington? ¿Y si los conspiradores no se dan por vencidos? ¿Y si es todo producto de una sola mente jurídica, que pertenece a un pasante eventual de Shreveport? ¿Y si el proyecto es obra de algún abogado que trabaja directamente para Mattiece?

—¿Sabe que a veces me resulta muy molesto?

—Son preguntas válidas. ¿Qué ocurre en cualquiera de esos casos?

—Entonces pasaremos al plan C.

—¿En qué consiste?

—Todavía no lo sé. La chica no ha llegado tan lejos.

Le había ordenado que no circulara por las calles y que comiera en su habitación. Con un bocadillo y una bolsa de patatas fritas en la mano, se dirigía obedientemente a su habitación en el octavo piso del Marbury. Una camarera asiática empujaba su carrito por el pasillo. Gray se detuvo frente a la puerta y se sacó la llave del bolsillo.

—¿Ha olvidado algo, señor? —preguntó la camarera.

—¿Cómo dice? —exclamó Gray extrañado.

—¿Que si ha olvidado algo?

—Pues… no. ¿Por qué?

La camarera se le acercó un poco.

—Porque acaba de marcharse y ya ha regresado.

—Me marché hace cuatro horas.

Ella movió la cabeza y se le acercó un poco más, para verle mejor.

—No, señor. Un caballero ha salido de su habitación hace diez minutos —titubeó, mientras le observaba atentamente—. Pero ahora que le veo bien, creo que era otro caballero.

Gray miró el número de la puerta. 833.

—¿Está segura de que ha visto a otro hombre en esta habitación? —preguntó Gray, con la mirada fija en los ojos de la camarera.

—Sí, señor. Hace sólo diez minutos.

Le entró pánico. Se dirigió rápidamente a la escalera y bajó corriendo los ocho pisos. ¿Qué había en la habitación? Sólo ropa. Nada relacionado con Darby. Paró y se llevó la mano al bolsillo. El papel con la dirección del Tabard Inn y su número de teléfono estaban en el bolsillo. Descansó un momento y entró en el vestíbulo.

Tenía que encontrarla rápidamente.

Darby encontró una mesa vacía en la sala de lectura del segundo piso de la biblioteca jurídica Edward Bennet William, en Georgetown. En su nueva afición, como crítico ambulante de bibliotecas jurídicas, la de Georgetown le resultó la más atractiva que había visitado. Estaba situada en un edificio independiente de cinco plantas, separada por un pequeño patio del edificio llamado McDonough Hall, que albergaba la facultad de Derecho. La biblioteca era nueva, moderna y elegante, pero biblioteca jurídica a pesar de todo, que se iba llenando gradualmente de estudiantes domingueros preocupados ahora por los exámenes de fin de curso.

Abrió el quinto tomo de Martindale-Hubbell y encontró la sección de bufetes de Washington. White & Blazevich ocupaba veintiocho páginas. Nombres, lugares y fechas de nacimiento, estudios, organizaciones profesionales, distinciones, premios, juntas y publicaciones de 412 abogados, empezando por los socios y siguiendo por los miembros asociados. Tomó notas en su cuaderno.

En el bufete había 81 socios, y los demás eran miembros asociados. Después de colocarlos por orden alfabético, tomó nota de todos sus nombres. Era como cualquier otro estudiante de Derecho, buscando desesperado empleo.

El trabajo era aburrido y su mente divagaba. Thomas había estudiado allí, hacía veinte años. Había sido un excelente estudiante y aseguraba haber pasado muchas horas en la biblioteca. Escribía para la revista jurídica, labor que ella también desempeñaría en circunstancias normales.

La muerte era un tema que había analizado desde distintos ángulos, durante los últimos diez días. A excepción de la muerte discreta durante el sueño, no había decidido cuál era la preferible. La defunción precedida de una agonía lenta provocada por una enfermedad suponía una pesadilla para la víctima y los seres queridos, pero por lo menos brindaba la oportunidad de prepararse y despedirse. La muerte violenta e inesperada, que se producía en un segundo, probablemente era preferible para el difunto. Pero el disgusto era terrible para los demás. Había tantas preguntas dolorosas. ¿Había sufrido? ¿Cuál había sido su último pensamiento? ¿Por qué había ocurrido? Y presenciar la muerte instantánea de un ser querido era algo indescriptible.

Le quería todavía más por haberle visto morir y se repetía a sí misma que debía dejar de oír la explosión, oler el humo, presenciar su muerte. Si sobrevivía otros tres días, estaría en algún lugar donde pudiera cerrar la puerta, llorar y patalear hasta superar su aflicción. Estaba decidida a lograrlo. Estaba decidida a sufrir y sanar. Era lo mínimo que merecía.

Memorizó nombres hasta saber más acerca de White & Blazevich que cualquier otra persona ajena a la organización. Salió cautelosamente al amparo de la oscuridad y cogió un taxi a su hotel.

Matthew Barr se trasladó a Nueva Orleans, donde le recibió un abogado que le ordenó coger un avión, para dirigirse a cierto hotel de Fort Lauderdale. El abogado no le aclaró lo que ocurriría en el mismo, pero cuando Barr llegó el domingo por la noche, se encontró con una habitación reservada para él. Una nota en la recepción le comunicaba que recibiría una llamada telefónica por la madrugada.

A las diez llamó a Fletcher Coal a su casa y le resumió el viaje hasta entonces.

A Coal le preocupaban otras cosas.

—Grantham se ha vuelto loco —dijo—. Él y un individuo llamado Rifkin, del Times, no paran de llamar a todas partes. Podría ser muy grave.

—¿Han visto el informe?

—No sé si lo han visto, pero han oído hablar del mismo. Ayer Rifkin llamó a uno de mis ayudantes a su casa y le preguntó qué sabía acerca del informe Pelícano. Mi ayudante no sabía nada y tuvo la impresión de que Rifkin sabía todavía menos que él. No creo que lo haya visto, pero no podemos estar seguros de ello.

—Maldita sea, Fletcher. No podemos controlar a un puñado de periodistas. Esos tipos hacen un centenar de llamadas telefónicas por minuto.

—Son sólo dos. Grantham y Rifkin. Los teléfonos de Grantham ya están pinchados. Haga lo mismo con Rifkin.

—Los teléfonos de Grantham están intervenidos, pero no utiliza los de su casa ni el del coche. He llamado a Bailey desde el aeropuerto de Nueva Orleans. Grantham no está en su casa desde hace veinticuatro horas, pero su coche sigue allí. Han llamado por teléfono y a la puerta. O bien está muerto en su casa, o se escabulló anoche.

—Puede que esté muerto.

—No lo creo. Nosotros le seguíamos y también los federales. Sospecho que se lo ha olido.

—Es preciso que le encuentre.

—Aparecerá. No puede alejarse mucho de la redacción en el quinto piso.

—Quiero que intervengan los teléfonos de Rifkin. Llame a Bailey esta noche y dígale que lo haga, ¿de acuerdo?

—Sí señor —respondió Barr.

—¿Cómo cree que reaccionaría Mattiece si creyera que Grantham está al corriente de todo y va a publicarlo en la primera plana del Washington Post? —preguntó Coal.

Barr se tumbó en la cama de su habitación y cerró los ojos. Meses atrás había tomado la decisión de no antagonizar nunca a Fletcher Coal. Era un animal.

—No tiene ningún reparo en matar, ¿no es cierto? —respondió Barr.

—¿Cree que verá a Mattiece mañana?

—No lo sé. Estos individuos son muy reservados. Hablan en voz baja tras puertas cerradas. No me han dicho casi nada.

—¿Por qué le han mandado a Fort Lauderdale?

—No lo sé, pero está mucho más cerca de las Bahamas. Creo que mañana iré a las islas, o puede que él venga aquí. La verdad es que no lo sé.

—Tal vez debería exagerar la situación de Grantham. Mattiece desenmascarará la historia.

—Lo pensaré.

—Llámame por la mañana.

Pisó la nota al abrir la puerta. Decía: «Darby, estoy en el patio. Es urgente, Gray». Respiró hondo y se guardó la nota arrugada en el bolsillo. Cerró la puerta con llave, avanzó por los estrechos y tortuosos pasillos hasta el vestíbulo, cruzó el oscuro salón junto al bar, atravesó el restaurante y salió al patio. Le encontró en una pequeña mesa, parcialmente oculto tras el muro de ladrillos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó en un susurro, después de sentarse cerca de él.

—¿Dónde has estado? —respondió Gray, con aspecto cansado y preocupado.

—Eso no tiene tanta importancia como el hecho de que tú estés aquí. No debías haber venido, a no ser que te llamara. ¿Qué ocurre?

Le resumió brevemente lo ocurrido por la mañana, desde su primera llamada a Smith Keen hasta lo de la camarera del hotel. Había pasado el resto del día dando vueltas por la ciudad, en diversos taxis, que le habían costado casi ochenta dólares, y había esperado a que oscureciera para entrar a hurtadillas en el Tabard Inn. Estaba seguro de que no le habían seguido.

Ella le escuchaba sin perder palabra, mientras vigilaba el restaurante y la entrada del patio.

—No comprendo cómo alguien puede haber encontrado mi habitación —dijo Gray.

—¿Le has dado a alguien el número de tu habitación?

—Sólo a Smith Keen —respondió después de reflexionar unos instantes—. Pero él no se lo repetiría a nadie.

—¿Dónde estabais cuando le diste el número de tu habitación? —preguntó Darby, sin mirarle.

—En su coche.

—Te dije claramente que no se lo dijeras a nadie, ¿no es cierto? —dijo Darby, mientras movía lentamente la cabeza.

Grantham no respondió.

—Para ti es todo como un juego, ¿verdad, Gray? Como un día de playa. Eres el periodista intrépido que ha recibido amenazas de muerte, pero a quien nada le asusta. Las balas no lograrán penetrar en tu cuerpo. Tú y yo podemos pasar unos días divirtiéndonos por la ciudad, jugando a detectives, a fin de que tú puedas ganar un Pulitzer y hacerte rico y famoso, y después de todo los malos no son tan malos, porque tú eres Gray Grantham del Washington Post y eso te convierte en un tipo peligroso.

—Por favor, Darby.

—He intentado hacerte comprender lo peligrosa que es esa gente. He visto lo que son capaces de hacer. Sé lo que harán conmigo si me encuentran. Pero para ti, Gray, es todo como un juego. Guardias y ladrones. El juego del escondite.

—Me has convencido, ¿de acuerdo?

—Eso espero, campeón. Si vuelves a meter la pata perderemos la vida. Presiento que se me ha acabado la suerte. ¿Comprendes?

—¡Sí! Te juro que lo comprendo.

—Coge una habitación aquí. Mañana, si seguimos vivos, te encontraré otro pequeño hotel.

—¿Y si está lleno?

—Dormirás en mi cuarto de baño, con la puerta cerrada.

Darby hablaba muy en serio. Gray se sentía como un alumno de primer curso, que acaba de recibir su primera reprimenda. Durante cinco minutos no dijeron palabra.

—¿Cómo se las han arreglado para encontrarme? —preguntó finalmente.

—Supongo que los teléfonos de tu casa están intervenidos y que han instalado micrófonos en tu coche. Y supongo que también lo han hecho en el coche de Smith Keen. Esos individuos no son aficionados.