34
Era sábado por la mañana, la «reina» estaba en Florida recaudando fondos de los ricos, y hacía un día fresco y claro. Le apetecía levantarse tarde y jugar al golf cuando despertara. Pero eran las siete y estaba junto a su escritorio con corbata, escuchando las recomendaciones de Coal. Richard Horton, fiscal general, había hablado con Coal y este estaba alarmado.
Alguien abrió la puerta y Horton entró a solas. Después de estrecharse la mano, Horton se sentó al otro lado del escritorio. Coal se quedó de pie sin alejarse, lo cual irritaba realmente al presidente.
Horton era apagado, pero sincero. No era lento ni tonto, sino que pensaba cuidadosamente en todo antes de actuar. Meditaba sobre cada palabra antes de pronunciarla. Era leal al presidente y su juicio era digno de confianza.
—Estamos pensando seriamente en reunir un gran jurado para que investigue las muertes de Rosenberg y Jensen —anunció con gravedad—. En vista de lo ocurrido en Nueva Orleans, creemos que la investigación debería empezar inmediatamente.
—El FBI ya lo está haciendo —dijo el presidente—. Han destinado trescientos agentes al caso. ¿Qué necesidad tenemos de entrometernos?
—¿Están investigando el informe Pelícano? —preguntó Horton, que conocía ya la respuesta.
Sabía que en aquellos momentos Voyles estaba en Nueva Orleans, con centenares de agentes. Sabía que habían hablado con centenares de personas y recogido montones de pruebas inútiles. Sabía que el presidente le había pedido a Voyles que abandonara el caso y sabía que Voyles no se lo contaba todo al presidente.
Horton nunca le había mencionado el informe Pelícano al presidente, y el mero hecho de que conociera la existencia de ese maldito documento le sacaba de quicio. ¿Cuántas otras personas la conocerían? Probablemente millares.
—Siguen todas las pistas —respondió Coal—. Nos entregaron una copia de dicho informe hace casi dos semanas, de modo que suponemos que lo investigan.
Eso era exactamente lo que Horton esperaba de Coal.
—Estoy convencido de que la administración debería investigar este asunto inmediatamente —declaró, como si lo tuviera grabado en su mente, lo cual irritó al presidente.
—¿Por qué? —preguntó el presidente.
—¿Qué ocurrirá si el informe es cierto? Si no actuamos y la verdad acaba por surgir a la superficie, el daño será irreparable.
—¿Cree realmente que hay algo de verdad en el informe? —preguntó el presidente.
—Es terriblemente sospechoso. Los dos primeros en verlo están muertos y la persona que lo escribió ha desaparecido. Es perfectamente lógico, si hay alguien dispuesto a asesinar jueces del Tribunal Supremo. No hay ningún otro sospechoso plausible. A juzgar por lo que oigo, el FBI está perplejo. Sí, es preciso investigarlo.
Las investigaciones de Horton tenían más filtraciones que el sótano de la Casa Blanca, y Coal estaba horrorizado ante la perspectiva de que aquel payaso nombrara un gran jurado y empezara a llamar testigos. Horton era un hombre honrado, pero el Departamento de Justicia estaba lleno de abogados que hablaban demasiado.
—¿No le parece un poco prematuro? —preguntó Coal.
—Creo que no.
—¿Ha leído el periódico esta mañana? —preguntó Coal.
Horton había hojeado la primera plana del Post y leído la sección deportiva. Después de todo era sábado. Había oído que Coal leía ocho periódicos antes del alba y, por consiguiente, no le gustó la pregunta.
—He leído un par de periódicos.
—Yo he hojeado unos cuantos —declaró modestamente Coal—, y no he visto una palabra sobre esos abogados muertos, ni la muchacha, ni Mattiece, ni nada relacionado con el informe. Si inicia una investigación en estos momentos, lo convertirá en noticia de primera plana durante un mes.
—¿Cree que simplemente desaparecerá? —le preguntó Horton a Coal.
—Tal vez. Por razones perfectamente evidentes, eso esperamos.
—Me parece que es usted muy optimista, señor Coal. No solemos esperar a que la prensa haga nuestra investigación.
Coal sonrió y estuvo casi a punto de soltar una carcajada. Miró sonriente al presidente, que le devolvió la mirada y Horton empezó a sulfurarse.
—¿Qué hay de malo en esperar una semana? —preguntó el presidente.
—Nada —respondió Coal.
Así, de forma tan simple, se había tomado la decisión de esperar una semana, y Horton era consciente de ello.
—El asunto podría estallar en una semana —dijo sin convicción.
—Espere una semana —ordenó el presidente—. Volveremos a reunirnos aquí el próximo viernes y veremos lo que hacemos. No digo que no, Richard, sino que espere una semana.
Horton se encogió de hombros. Era más de lo que esperaba. De momento ya se había cubierto las espaldas. Regresaría inmediatamente a su despacho y dictaría una extensa circular, en la que detallaría todo lo que recordara de aquel encuentro, con lo cual protegería su cabeza.
Coal se acercó y le entregó una hoja de papel.
—¿De qué se trata?
—Más nombres. ¿Les conoce?
Era la lista de amantes de la naturaleza: cuatro jueces demasiado liberales para su gusto, pero el plan B exigía el nombramiento de defensores del medio ambiente.
Horton parpadeó varias veces, mientras examinaba atentamente la lista.
—Debe tratarse de una broma.
—Investígueles —dijo el presidente.
—Esos individuos son liberales radicales —refunfuñó Horton.
—Sí, pero adoran el sol y la luna, los árboles y los pájaros —aclaró Coal.
—Comprendo —sonrió de pronto Horton—. Amantes de los pelícanos.
—¿Sabía que estaban casi extinguidos? —comentó el presidente.
—Ojalá hubieran desaparecido hace diez años —afirmó Coal dirigiéndose hacia la puerta.
A las nueve no había llamado, cuando Gray llegó a la redacción. Leyó el Times y no vio nada. Abrió el periódico de Nueva Orleans para echarle una ojeada. Nada. Habían publicado todo lo que sabían. Callahan, Verheek, Darby y un millar de preguntas sin respuesta. Había supuesto que Times o quizá el Times-Picayune de Nueva Orleans habrían visto el informe, o por lo menos oído hablar de él, y por consiguiente sabrían algo acerca de Mattiece. Además suponía que estarían escarbando ferozmente para comprobarlo. Pero él tenía a Darby, encontrarían a García y si lo de Mattiece era comprobable, ellos lo lograrían.
De momento no tenía ningún plan alternativo. Si García había desaparecido o se negaba a cooperar, se verían obligados a explorar el mundo oscuro y cenagoso de Victor Mattiece. Darby no aguantaría mucho y no se lo reprochaba. Tampoco estaba seguro de cuánto duraría él.
Smith Keen apareció con una taza de café y se sentó en el escritorio.
—Si el Times tuviera la información, ¿esperaría a mañana?
—No —respondió Gray, al tiempo que movía la cabeza—. Si supieran algo más que el Times-Picayune lo publicarían hoy.
—Krauthammer quiere publicar lo que tenemos. Cree que podemos nombrar a Mattiece.
—No comprendo.
—Está presionando a Feldman. A su parecer podemos publicar todo lo que sabemos acerca del asesinato de Callahan y Verheek a causa del informe, en el que resulta que se menciona a Mattiece, que resulta ser amigo del presidente, sin acusar directamente a Mattiece. Según él podemos ser sumamente cautelosos y señalar en el artículo que no somos nosotros, sino el informe, el que menciona a Mattiece. Y puesto que dicho informe está causando tantas muertes, ha sido hasta cierto punto comprobado.
—Pretende ocultarse tras el informe.
—Exactamente.
—Pero no es más que especulación, hasta que se haya demostrado. Krauthammer está perdiendo el sentido. Supongamos momentáneamente que el señor Mattiece no tenga nada que ver con el asunto. Que sea completamente inocente. ¿Qué ocurrirá cuando hayamos publicado el artículo con su nombre? Quedaremos como unos imbéciles y tendremos pleitos durante los próximos diez años. No pienso escribirlo.
—Quiere que lo escriba otra persona.
—Si este periódico publica un artículo sobre el asunto pelícano sin que yo lo haya escrito, la chica desaparece, ¿comprende? Ayer creía haberlo aclarado.
—Lo hizo. Y Feldman lo comprendió. Está de parte suya, Gray, y también yo. Pero si esto es cierto, estallará en unos días. Todos estamos convencidos de ello. Usted sabe el desdén que Krauthammer siente por el Times y tiene miedo de que esos cabrones lo publiquen.
—No pueden publicarlo, Smith. Puede que sepan algo más que el Times Picayune, pero no lo suficiente para citar a Mattiece. Nosotros seremos los primeros en comprobarlo. Y cuando lo tengamos todo bien atado, escribiré el artículo con todos los nombres, junto a esa curiosa fotografía de Mattiece y de su amigo en la Casa Blanca, y todos satisfechos.
—¿Nosotros? Ha vuelto a decirlo. Ha dicho: «nosotros seremos los primeros en comprobarlo».
—Mi contacto y yo, ¿de acuerdo? —respondió Gray al tiempo que abría un cajón, del que sacó la fotografía de Darby con su Coca-Cola light.
Keen cogió la fotografía y la admiró.
—¿Dónde está? —preguntó.
—No estoy seguro. Creo que viene hacia aquí desde Nueva York.
—No permita que la maten.
—Somos muy cautelosos —dijo Gray, después de mirar por encima de ambos hombros, y acercarse a su interlocutor—. A propósito, Smith, creo que me siguen. Sólo quiero que lo sepa.
—¿De quién puede tratarse?
—Me lo ha comunicado un contacto en la Casa Blanca. No utilizo mis teléfonos.
—Será mejor que se lo comunique a Feldman.
—De acuerdo. Creo que todavía no es peligroso.
—Es preciso que lo sepa.
Keen se puso inmediatamente de pie y desapareció. Al cabo de unos momentos llamó Darby.
—Estoy aquí —dijo—. No sé a cuánta gente he traído conmigo, pero estoy aquí, viva, y de momento a salvo.
—¿Dónde estás?
—En el Tabard Inn, en la calle N. Ayer vi a un viejo amigo en la Sexta Avenida. ¿Recuerdas a Tocón, gravemente herido en una reyerta en Bourbon Street? ¿Te lo conté?
—Sí.
—Pues ya camina. Cojea un poco, pero ayer deambulaba por Manhattan. Creo que no me vio.
—¿Hablas en serio? Eso es terrible, Darby.
—Es peor que terrible. Anoche dejé pistas de seis itinerarios distintos antes de abandonar la ciudad y si le veo aquí, renqueando por alguna acera, estoy decidida a entregarme. Me acercaré a él y me rendiré.
—No sé qué decirte.
—Lo menos posible, porque esa gente tiene radar. Jugaré a detective privado durante tres días y me largaré. Si logro sobrevivir hasta el miércoles por la mañana, cogeré un avión a Aruba, Trinidad, o cualquier otro lugar que tenga playas. Si han de matarme, quiero que sea en una playa.
—¿Cuándo nos veremos?
—Es en lo que estoy pensando. Quiero que hagas un par de cosas.
—Te escucho.
—¿Dónde aparcas el coche?
—Cerca de mi casa.
—Déjalo ahí y alquila otro coche. Nada especial, un simple Ford o algo por el estilo. Imagina que alguien te vigila por la mira telescópica de un rifle. Dirígete al hotel Marbury de Georgetown y alquila una habitación para tres noches. Aceptarán que les pagues al contado, ya lo he comprobado. Dales un nombre falso.
Grantham tomaba notas y movía la cabeza.
—¿Puedes salir de tu casa sin ser visto cuando haya oscurecido? —preguntó Darby.
—Creo que sí.
—Hazlo y dirígete al Marbury en taxi. Ordena que te entreguen allí el coche alquilado. Coge dos taxis para llegar al Tabard Inn y entra en el restaurante a las nueve en punto.
—De acuerdo. ¿Algo más?
—Trae algo de ropa. Debes estar dispuesto a no pasar por tu casa en tres días. Y a mantenerte alejado de la redacción.
—Por Dios, Darby, creo que el periódico es un lugar seguro.
—No estoy de humor para discutir. Si vas a ponerte difícil, Gray, sencillamente desapareceré. Estoy convencida de que cuanto antes abandone el país, más prolongada será mi vida.
—Sí señora.
—Buen chico.
—Supongo que por algún lugar de tu cerebro barrunta un plan genial.
—Puede ser. Hablaremos de ello durante la cena.
—¿Es como una especie de cita?
—Se trata de comer algo y llamarlo reunión de negocios.
—Sí señora.
—Ahora voy a colgar. Ten cuidado, Gray. Están vigilando.
Darby desapareció.
Estaba sentada junto a la mesa número treinta y siete, en un rincón oscuro del diminuto restaurante, cuando llegó Grantham a las nueve en punto. Lo primero de lo que se dio cuenta fue del vestido y, al acercarse a la mesa, sabía que sus piernas estaban debajo pero no podía verlas. Tal vez más adelante, cuando se pusiera de pie. Él llevaba chaqueta y corbata y formaban una atractiva pareja.
Se sentó junto a ella en la oscuridad, de forma que ambos pudieran observar la reducida clientela. El Tabard Inn parecía lo suficientemente antiguo como para haberle servido comida a Thomas Jefferson. Un grupo de alemanes reía y vociferaba en el patio del restaurante. Las ventanas estaban abiertas, el aire era fresco y, momentáneamente, resultó fácil olvidar la razón por la que se ocultaban.
—¿De dónde has sacado el vestido?
—¿Te gusta?
—Es muy bonito.
—He hecho unas pocas compras esta tarde. Al igual que la mayoría de mis prendas últimamente, son para usar y tirar. Probablemente lo abandonaré en la habitación cuando vuelva a huir para salvar la vida.
Llegó el camarero con la carta. Pidieron bebidas. El restaurante era tranquilo e inofensivo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Gray.
—Dando la vuelta al mundo.
—Me gustaría saberlo.
—Por tren hasta Newark, avión a Boston, avión a Detroit y avión a Dulles. No he dormido en toda la noche, y en un par de ocasiones he olvidado dónde estaba.
—¿Cómo pueden haberte seguido?
—No pueden. He pagado al contado, pero empiezo a andar escasa de dinero.
—¿Cuánto necesitas?
—Me gustaría hacer una transferencia, desde mi banco en Nueva Orleans.
—Lo haremos el lunes. Creo que estás a salvo, Darby.
—También lo he creído en otras ocasiones. A decir verdad, me sentía muy segura cuando estaba a punto de embarcarme con Verheek, pero no era Verheek. Y me sentía muy segura en Nueva York, hasta que vi a Tocón renqueando por la acera y no he podido comer desde entonces.
—Te veo delgada.
—Gracias. Supongo. ¿Has comido antes aquí? —preguntó, mientras consultaba la carta.
—No, pero tengo entendido que la comida es excelente. Te has cambiado nuevamente el cabello.
Era castaño claro, y llevaba un poco de rímel, colorete y los labios pintados.
—Voy a quedarme calva si sigo viendo a esa gente.
Llegaron las bebidas y pidieron la comida.
—Suponemos que el Times publicará algo por la mañana —dijo, sin mencionar el periódico de Nueva Orleans, por las fotografías de Callahan y de Verheek, que suponía ya habría visto.
—¿Como qué? —preguntó desinteresadamente, mientras miraba a su alrededor.
—No estamos seguros. Nos sabría muy mal que el Times se nos adelantara. Es una antigua rivalidad.
—Eso a mí no me interesa. No sé nada de periodismo, ni quiero averiguarlo. Estoy aquí porque tengo una idea, y sólo una, en cuanto a cómo encontrar a García. Y si no funciona rápidamente, me largo.
—Discúlpame. ¿De qué te gustaría hablar?
—De Europa. ¿Cuál es tu lugar predilecto en Europa?
—Detesto Europa y a los europeos. De vez en cuando voy a Canadá, Australia y Nueva Zelanda. ¿Te gusta Europa?
—Mi abuelo era un inmigrante escocés y tengo un montón de primos en Escocia. He estado dos veces.
Gray exprimió la lima en su ginebra con tónica. Un grupo de seis personas entró en el restaurante y Darby las observó atentamente. Cuando hablaba, su mirada se paseaba velozmente por la sala.
—Creo que necesitas un par de copas para relajarte —dijo Gray.
Darby asintió, sin decir palabra. Los seis se sentaron en una mesa cercana y empezaron a hablar en francés. Era agradable oírles.
—¿Has oído alguna vez el francés de los inmigrantes sureños? —preguntó Darby.
—No.
—Es un dialecto en vías de desaparición, al igual que las marismas. Dicen que los franceses son incapaces de comprenderlo.
—Me parece justo. Estoy seguro de que los inmigrantes sureños tampoco entienden a los franceses.
—¿Te he hablado de Chad Brunet? —preguntó Darby, después de tomar un buen trago de vino blanco.
—Creo que no.
—Era un pobre inmigrante francés de Eunice. Su familia sobrevivió cazando con trampas y pescando en las marismas. Era un chico muy inteligente que consiguió una beca para estudiar en la universidad estatal de Louisiana, luego ingresó en la facultad de Derecho de Stanford y se licenció con la nota más alta de la historia. Tenía veintiún años cuando se colegió en California. Podía haber trabajado para cualquier bufete del país, pero aceptó un empleo en una organización destinada a la defensa del medio ambiente, en San Francisco. Era brillante, un verdadero genio jurídico que trabajaba muy duro y pronto empezó a ganar pleitos importantes contra empresas químicas y petrolíferas. A los veintiocho años había adquirido una buena experiencia en los juzgados. Era temido por las grandes compañías petrolíferas y demás empresas contaminadoras —dijo, antes de hacer una pausa para tomar un trago de vino—. Ganó mucho dinero y fundó una asociación, para la conservación de las marismas de Louisiana. Quería participar en el caso conocido como de los pelícanos, pero tenía demasiados compromisos. Entregó mucho dinero a Green Fund para gastos jurídicos. Poco antes de que empezara a celebrarse el juicio en Lafayette, anunció que vendría para ayudar a los abogados de Green Fund. Se publicaron un par de artículos sobre él en el periódico de Nueva Orleans.
—¿Qué le ocurrió?
—Se suicidó.
—¿Cómo?
—Una semana antes del juicio, le encontraron en un coche con el motor en marcha. Había una manguera en el interior del vehículo, conectada al tubo de escape. Uno de tantos suicidios por envenenamiento con monóxido de carbono.
—¿Dónde estaba el coche?
—En un pequeño bosque junto a Bayou Lafourche, cerca de la ciudad de Galliano. Conocía muy bien la zona. Llevaba material para acampar y pescar en el maletero. Ninguna nota sobre una presunta intención de suicidio. La policía investigó, pero no encontró nada sospechoso. Se cerró el caso.
—Es increíble.
—Había tenido algunos problemas con el alcohol y recibido tratamiento psicoanalítico en San Francisco. Pero el suicidio fue una sorpresa.
—¿Crees que le asesinaron?
—Mucha gente lo cree. Su muerte supuso un duro golpe para Green Fund. Su pasión por las marismas habría tenido mucho peso en el juzgado.
Gray vació el vaso y sacudió los cubitos de hielo. Darby se le acercó. Llegó el camarero y pidieron la comida.