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La limusina avanzaba pacientemente a la hora punta por el cinturón. Era oscuro y Matthew Barr leía con la luz interior del vehículo encendida. Coal tomaba Perrier y contemplaba el tráfico. Se conocía el informe de memoria y podía habérselo explicado fácilmente a Barr, pero quería ver su reacción.

Barr no reaccionó hasta llegar a la fotografía, cuando movió lentamente la cabeza. Se acomodó en su asiento y reflexionó unos instantes.

—Muy desagradable —dijo.

Coal refunfuñó.

—¿Qué hay de verdad? —preguntó Barr.

—Me encantaría saberlo.

—¿Cuándo lo vio por primera vez?

—El martes de la semana pasada. Llegó con uno de los informes cotidianos del FBI.

—¿Qué dijo el presidente?

—No le gustó, pero tampoco lo consideró alarmante. Le pareció uno de tantos disparos a ciegas. Se lo mencionó a Voyles y este accedió a olvidarlo por un tiempo. Ahora ya no estoy tan seguro.

—¿Le pidió el presidente a Voyles que no investigara el caso? —preguntó lentamente Barr.

—Sí.

—Esto está terriblemente cerca de constituir obstrucción a la justicia, en el supuesto de que el informe sea cierto.

—¿Y si lo fuera?

—Entonces el presidente tendrá problemas. Me han condenado una vez por obstrucción a la justicia, de modo que conozco el paño. Es como fraude por correspondencia. Es muy amplio y fácil de demostrar. ¿Está usted involucrado?

—¿A usted qué le parece?

—Entonces creo que también tendrá problemas.

Circularon en silencio contemplando el tráfico. Coal había reflexionado mucho sobre el aspecto de la obstrucción, pero quería conocer la opinión de Barr. No eran los cargos judiciales lo que le preocupaba. El presidente se había limitado a mantener una pequeña charla con Voyles, para sugerirle que de momento buscara en otras direcciones. No era exactamente una conducta delincuente. Lo que le preocupaba enormemente a Coal era la reelección, y un escándalo que involucrara a un colaborador financiero tan importante como Mattiece sería devastador. La idea le producía náuseas. Un conocido del presidente, de quien había recibido millones de dólares, había pagado para que asesinaran a dos jueces del Tribunal Supremo, a fin de que su amigo, el presidente, pudiera nombrar a dos personas más razonables que permitieran la extracción del petróleo. Los demócratas estallarían por las calles de alegría. Se reunirían todas las juntas parlamentarias. Todos los periódicos se ocuparían del tema un año entero. El Departamento de Justicia se vería obligado a investigar. Coal tendría que aceptar responsabilidades y dimitir. Diablos, a excepción del presidente, todo el personal de la Casa Blanca tendría que hacerlo.

—Debemos averiguar si el informe es cierto —dijo Coal, sin dejar de mirar por la ventana.

—Si está muriendo gente, es porque lo es. Déme una razón mejor para matar a Callahan y Verheek.

No la había y Coal lo sabía.

—Quiero que haga algo.

—Encontrar a la muchacha.

—No. La chica está muerta u oculta en alguna cueva. Quiero que hable con Mattiece.

—Seguro que lo encontraré en las páginas amarillas.

—Logrará encontrarlo. Debemos establecer un contacto sobre el que el presidente no sepa nada. Primero debemos determinar cuánto hay de verdad en todo esto.

—Y cree que Victor confiará en mí y me contará sus secretos.

—Sí, acabará por hacerlo. Recuerde que usted pertenece a las fuerzas de seguridad. Supongamos que sea cierto y que él crea que está a punto de ser descubierto. Está desesperado y se dedica a matar gente. ¿Qué le parece si le contara que la información está en manos de la prensa, que el fin está cerca, y que si había pensado en desaparecer ahora era el momento de hacerlo? No olvide que irá a verle como mensajero de Washington. En lo que a él concierne, de parte del presidente. Le escuchará.

—De acuerdo. Supongamos que me dice que es verdad. ¿Qué hacemos entonces?

—Tengo algunas ideas destinadas a controlar los perjuicios. Lo primero que haremos será nombrar a dos amantes de la naturaleza como jueces del Tribunal Supremo. Me refiero a auténticos fanáticos de la conservación del medio ambiente. Eso demostraría que, en el fondo, nos preocupa verdaderamente la protección de la naturaleza. Al mismo tiempo, acabaría con Mattiece, su yacimiento petrolífero, etcétera. Podríamos hacerlo en cuestión de horas. Casi simultáneamente, el presidente llamaría a Voyles, al fiscal general y al Departamento de Justicia, para exigir que investigaran inmediatamente a Mattiece. Divulgaríamos el informe entre todos los periodistas de la ciudad, nos agacharíamos y dejaríamos pasar la tormenta.

Barr sonreía de admiración.

—No será agradable —prosiguió Coal—, pero es preferible a permanecer inmóviles, con la esperanza de que el informe sea ficticio.

—¿Cómo puede justificar la fotografía?

—No hay forma de hacerlo. Dolerá algún tiempo, pero se tomó hace siete años y hay personas que enloquecen. Declararemos que en aquella época Mattiece era una buena persona, pero que ahora se ha vuelto loco.

—Está loco.

—Sí, lo está. Y ahora es como un perro herido y acorralado. Debe convencerle de que tire la toalla y desaparezca. Creo que le escuchará. Además, creo que a través de él sabremos si es verdad.

—¿Cómo me las arreglo para encontrarle?

—Tengo a un individuo que se ocupa de ello. Pulsaré algunos botones y estableceré el contacto. Dispóngase a viajar el domingo.

Barr sonrió con la mirada fija en la ventana. Le apetecía conocer a Mattiece.

El tráfico aminoró la marcha. Coal tomaba sorbos de agua.

—¿Se sabe algo de Grantham?

—Realmente, no. Escuchamos y vigilamos, pero no ha ocurrido nada emocionante. Habla con su madre y con un par de chicas, pero nada digno de mención. Trabaja mucho. Salió de la ciudad el miércoles y regresó el jueves.

—¿Adónde fue?

—A Nueva York. Probablemente para preparar algún artículo.

Se suponía que Cleve debía estar en la esquina de Rhode Island y la Sexta Avenida a las diez en punto, pero no estaba. Gray debía circular a toda prisa por Rhode Island hasta que Cleve le alcanzara, de modo que si alguien realmente le seguía creyera que no era más que un conductor peligroso. Aceleró a lo largo de la calle, a ochenta kilómetros por hora, a la espera de ver unas luces azules. No aparecieron. Dio media vuelta y, al cabo de quince minutos, repitió la operación. ¡Ahí estaban! Vio unas luces azules y paró junto a la acera.

No era Cleve, sino un policía blanco que estaba muy agitado. Sacudió el permiso de conducir de Gray, lo examinó y le preguntó si había bebido. No señor, respondió Grantham. El policía extendió la multa y se la entregó ceremoniosamente a Gray, que la examinó sentado al volante hasta que oyó unas voces en la cola del vehículo.

Había llegado otro policía, que discutía con el primero. Era Cleve, que pretendía que el policía blanco olvidara la multa, pero este le explicó que ya era demasiado tarde y que, además, aquel imbécil había pasado por el cruce a cien kilómetros por hora. Es amigo mío, decía Cleve. Entonces enséñale a conducir antes de que mate a alguien, dijo el policía blanco antes de subirse a su coche patrulla y alejarse.

Cleve se reía cuando se acercó a la ventana del coche de Gray.

—Lo siento.

—Es todo por tu culpa.

—Conduce más despacio la próxima vez.

Gray arrojó la multa al suelo del vehículo.

—Démonos prisa. Sarge te dijo que los muchachos del ala oeste hablaban de mí. ¿No es cierto?

—Cierto.

—Bien, necesito que Sarge me diga si hablan de algún otro periodista, especialmente del New York Times. Preciso saber si creen que hay alguien más que tenga bastante información sobre el caso.

—¿Eso es todo?

—Sí. He de saberlo pronto.

—Más despacio —dijo Cleve en voz alta, mientras regresaba a su coche.

Darby pagó la habitación para los próximos siete días, en parte para poder regresar a un lugar familiar si era necesario, y en parte porque quería guardar algunas prendas nuevas que había comprado. Era pecaminoso eso de correr y abandonarlo todo. La ropa no tenía nada de especial, era de un estilo deportivo elegante a nivel universitario, pero en Nueva York era todavía más cara y sería agradable poder conservarla. No estaba dispuesta a arriesgarse por la ropa, pero le gustaba la habitación, la ciudad y deseaba conservar aquellas prendas.

Había llegado el momento de echar de nuevo a correr y viajaría con poco equipaje. Llevaba consigo una pequeña bolsa de lona, cuando salió del Saint Moritz para subirse a un taxi que la esperaba. Eran casi las once de la noche del viernes y la zona sur de Central Park estaba animada. Al otro lado de la calle, había una fila de coches de caballos a la espera de clientes, para llevarles a dar una vuelta por el parque.

El taxi tardó diez minutos en llegar a la esquina de la calle Setenta y Dos y Broadway, en dirección opuesta a la que pensaba tomar, pero el desplazamiento en su conjunto sería difícil de seguir. Caminó unos pasos y desapareció por una boca de metro. Había estudiado un plano y un libro de la red, y esperaba que le resultara fácil. El metro no le gustaba porque nunca lo había utilizado y le habían contado cosas horribles del mismo. Pero aquella era la línea de Broadway, la más utilizada de Manhattan y se rumoreaba que, de vez en cuando, era segura. Por otra parte, la seguridad tampoco estaba garantizada en la calle. El metro no podía ser peor.

Esperó en el lugar adecuado, junto a un grupo de adolescentes borrachos pero bien vestidos, y el tren llegó al cabo de un par de minutos. No iba lleno y Darby se sentó cerca de las puertas centrales. Tenía la cabeza agachada, pero desde detrás de sus gafas oscuras observaba a la gente. Era su noche de suerte. Ningún gamberro con navaja. Ningún pedigüeño. Ningún pervertido, por lo menos manifiesto. Pero para una novata, la experiencia era a pesar de todo aterradora.

Los jóvenes borrachos se apearon en Times Square y ella bajó apresuradamente del tren en la próxima estación. Nunca había estado en Penn Station, pero aquel no era el momento de admirar el paisaje. Tal vez algún día regresaría para pasar un mes en la ciudad, y poder contemplarla sin preocuparse de Tocón, el Delgado y sus demás compañeros. Pero no ahora.

Disponía de cinco minutos y encontró su tren cuando estaba a punto de salir. Se sentó de nuevo en la parte posterior y observó a todos los pasajeros. No vio ningún rostro que le resultara familiar. Confiaba en que no la hubieran seguido a lo largo de aquel zigzagueante desplazamiento. Una vez más, había cometido el error de utilizar tarjetas de crédito. Había comprado cuatro billetes en O’Hare con una tarjeta de la American Express, y de algún modo sabían que estaba en Nueva York. Estaba segura de que Tocón no la había visto, pero estaba en la ciudad y, evidentemente, tenía amigos. Podrían ser hasta veinte. Aunque, por otra parte, no estaba segura de nada.

El tren salió con seis minutos de retraso. Iba medio vacío. Sacó un libro de la bolsa y fingió que leía.

Al cabo de quince minutos pararon en Newark y se apeó. Era una chica afortunada. Había taxis aparcados a la salida de la estación y, al cabo de diez minutos, estaba en el aeropuerto.