32

Brim, Stearns & Kidlow tenía ciento noventa abogados, según la última edición del catálogo jurídico Martindale-Hubbell. Y White & Blazevich tenía cuatrocientos doce. Por consiguiente, con un poco de suerte, García podía ser uno de los seiscientos dos. Sin embargo Mattiece utilizaba otros bufetes en Washington, lo cual podía incrementar el número y convertir su tarea en imposible.

Como era de suponer, White & Blazevich no tenía nadie llamado García. Darby buscó otros nombres hispánicos, pero no encontró ninguno. Era una de esas pulcras organizaciones, con personal de apellidos rimbombantes, procedente de las universidades de élite de la costa este. Había algunos nombres de mujeres, pero sólo dos en calidad de socios de la empresa. La mayoría de las mujeres habían ingresado después de mil novecientos ochenta. Si vivía el tiempo suficiente para acabar su licenciatura, no se plantearía la posibilidad de trabajar para una especie de fábrica como la de White & Blazevich.

Grantham había sugerido que se concentrara en los hispanos, porque García era un poco inusual como seudónimo. Puede que el muchacho fuera hispano y, puesto que García era un nombre común en su cultura, fuera el primero que se le había ocurrido. No funcionó. No había ningún hispano en la empresa.

Según la guía, sus clientes eran ricos y poderosos. Bancos, grandes empresas y muchas compañías petrolíferas. Entre sus clientes figuraban cuatro de los demandados en el pleito, pero no el señor Mattiece. Había empresas químicas y líneas marítimas, además de representar a los gobiernos de Corea del Sur, Libia y Siria. «Qué absurdo», pensó. Algunos de nuestros enemigos contratan a nuestros abogados para cabildear en nuestro propio gobierno. Aunque, por otra parte, uno puede contratar a los abogados para hacer cualquier cosa.

Brim, Stearns & Kidlow eran una versión reducida de White & Blazevich, pero caramba, entre sus componentes figuraban cuatro nombres hispanos, de los que Darby tomó nota. Dos hombres y dos mujeres. Supuso que el bufete había sido denunciado por discriminación racial y sexual. En los últimos diez años habían contratado a toda clase de gente. La lista de sus clientes era pronosticable: gas y petróleo, seguros, bancos, relaciones gubernamentales. Todo bastante aburrido.

Permaneció sentada en un rincón de la biblioteca jurídica Fordham durante una hora. Era viernes por la mañana, las diez en Nueva York y las nueve en Nueva Orleans, y en lugar de ocultarse en una biblioteca hasta ahora para ella desconocida, se suponía que debía estar en la clase de Procedimiento federal de Alleck, un profesor por el que nunca había sentido ninguna simpatía, pero a quien ahora echaba de menos. Alice Stark estaría sentada junto a ella. Uno de sus bobos predilectos, D. Ronald Petrie estaría a su espalda intentando ligar con ella con propuestas deshonestas. También le echaba de menos. Echaba de menos las mañanas tranquilas en el balcón de Thomas, con una taza de café en la mano, a la espera de que el barrio francés se quitara las telarañas y cobrara vida. Echaba de menos el olor a colonia de su armario.

Después de darle las gracias a la bibliotecaria, abandonó el edificio. Al llegar a la calle Sesenta y Dos, se encaminó hacia el este en dirección al parque. Era una maravillosa mañana de octubre, con un firmamento perfecto y una fresca brisa. Muy agradable comparado con Nueva Orleans, pero difícil de apreciar dadas las circunstancias. Llevaba unas Ray Ban nuevas y una bufanda hasta la barbilla. Su cabello era todavía oscuro, pero había dejado de cortárselo. Había tomado la decisión de caminar sin mirar por encima del hombro. Probablemente no la seguían, pero sabía que pasarían muchos años antes de que pudiera pasear con absoluta tranquilidad.

Los árboles del parque formaban un magnífico cuadro de amarillos, naranjas y rojos. Las hojas caían suavemente a merced de la brisa. Al llegar a la zona oeste de Central Park, se encaminó hacia el sur. Pensaba marcharse al día siguiente, para pasar unos días en Washington. Si sobrevivía, abandonaría el país y se iría probablemente al Caribe. Había estado allí un par de veces y sabía que existían millares de pequeñas islas, donde los habitantes hablaban alguna forma de inglés.

Había llegado el momento de abandonar el país. Habían perdido su pista y ya había pedido información sobre vuelos a Nassau y Jamaica. Llegaría al oscurecer.

Encontró un teléfono público al fondo de un pequeño café de la calle Seis y marcó el número de Gray en el Post.

—Soy yo.

—Menos mal. Temía que hubieras abandonado el país.

—Estoy pensando en ello.

—¿Puedes esperar una semana?

—Probablemente. Estaré ahí mañana. ¿Qué has averiguado?

—Me he limitado a acumular un montón de basura. Tengo copias de los balances anuales de siete corporaciones públicas, involucradas en la querella.

—No es una querella, sino un pleito. Lo primero se confunde con una disputa callejera.

—Te pido mil perdones. Mattiece no figura como ejecutivo ni director en ninguna de ellas.

—¿Algo más?

—Sólo el millar habitual de llamadas telefónicas. Ayer pasé tres horas en los juzgados buscando a García.

—No le encontrarás en ningún juzgado, Gray. No es ese tipo de abogado. Trabaja en un bufete corporativo.

—Supongo que tú tienes una idea mejor.

—Tengo varias ideas.

—Bien, pues aquí te espero.

—Te llamaré cuando llegue.

—No llames a mi casa.

—¿Te importaría decirme por qué? —preguntó, después de una pausa.

—Cabe la posibilidad de que alguien escuche y puede que me sigan. Uno de mis mejores contactos cree que he levantado suficiente oleaje para que me coloquen bajo vigilancia.

—Maravilloso. ¿Y pretendes que venga para reunirme contigo?

—Estaremos a salvo, Darby. Sólo debemos ser cautelosos.

Darby agarró con fuerza el teléfono y apretó los dientes.

—¡Cómo te atreves a hablarme de cautela! Desde hace diez días no hago más que esquivar bombas y balas, y tú tienes la osadía de hablarme de cautela. ¡Vete a la mierda, Grantham! Tal vez debería mantenerme alejada de ti.

Hubo una pausa, mientras miraba a su alrededor. Dos hombres la observaban, desde la mesa más próxima del diminuto café. Chillaba demasiado. Volvió la cabeza y respiró hondo.

—Lo siento —dijo lentamente Grantham—. Sólo pretendía…

—Olvídalo. Simplemente, olvídalo.

—¿Estás bien? —preguntó Gray, después de una pequeña pausa.

—De maravilla. Nunca me he sentido mejor.

—¿Vas a venir a Washington?

—No lo sé. Aquí estoy a salvo y lo estaré aún más cuando coja un avión para salir del país.

—Por supuesto, pero creí que tenías una idea maravillosa para encontrar a García y luego, con un poco de suerte, atrapar a Mattiece. Creí que estabas escandalizada, moralmente indignada, y motivada por la sed de venganza. ¿Qué te ha ocurrido?

—En primer lugar, siento un deseo anhelante de poder celebrar mi vigésimo quinto aniversario. No soy particularmente egoísta, pero tal vez me gustaría llegar también a los treinta. Sería agradable.

—Lo comprendo.

—No estoy segura. Creo que te interesan más los Pulitzers y la fama que mi cabeza.

—Te aseguro que eso no es cierto. Confía en mí, Darby. Estarás a salvo. Me has contado la historia de tu vida. Debes confiar en mí.

—Me lo pensaré.

—Esto no es una promesa.

—No, no lo es. Dame tiempo para reflexionar.

—De acuerdo.

Darby colgó el teléfono y pidió algo de comer. Oyó una docena de lenguas a su alrededor; de pronto se llenó el café. Corre, niña, corre, le decía su sentido común. Coge un taxi al aeropuerto. Compra un billete al contado a Miami. Súbete al primer avión hacia el sur. Deja que Grantham investigue y deséale suerte. Era muy bueno y encontraría la forma de descubrir la verdad. Un buen día leería su artículo en una soleada playa, mientras contemplaba a los windsurfers con una piña colada en la mano.

Tocón pasó cojeando por la acera. Darby le vio de reojo entre la muchedumbre a través de la ventana. De pronto se sintió mareada y con la garganta seca. No miró hacia el interior del café. Se limitó a pasar, como si anduviera sin rumbo fijo. Darby corrió entre las mesas y le observó desde la puerta. Llegó cojeando ligeramente hasta la esquina de la Sexta Avenida y la calle Cincuenta y Ocho, y esperó a que cambiara el semáforo. Empezó a cruzar la Sexta Avenida, pero entonces cambió de opinión y cruzó la calle Cincuenta y Ocho. Casi le atropelló un taxi.

No iba a ningún lugar, sólo paseaba con su ligera renquera.

Croft le vio cuando se apeaba del ascensor en el vestíbulo. Le acompañaba otro joven abogado y, puesto que no llevaban maletines, era evidente que iban a almorzar. Después de observar abogados durante cinco días, Croft se había familiarizado con su conducta.

El edificio estaba en Pennsylvania, y Brim, Stearns & Kidlow ocupaba desde el piso tercero hasta el undécimo. García salió del edificio con su compañero y se alejaron por la acera riéndose. Algo tenía mucha gracia. Croft se mantuvo lo más cerca posible de ellos. Después de caminar y reírse a lo largo de cinco manzanas, entraron previsiblemente en un elegante bar de jóvenes ejecutivos para comer un bocado rápido.

Croft tuvo que llamar tres veces para localizar a Grantham. Eran casi las dos, estaban terminando de comer, y si Grantham quería atrapar a ese individuo no debía alejarse del teléfono. Gray colgó. Se reunirían en el edificio.

García y su amigo caminaron un poco más despacio a su regreso. Hacía un tiempo maravilloso, era viernes, y disfrutaban de aquel breve descanso de sus rutinarias litigaciones, si eso era lo que hacían por doscientos dólares por hora. Croft se ocultaba tras sus gafas oscuras, a una distancia prudencial.

Gray estaba sentado en el vestíbulo, cerca de los ascensores. Croft les pisaba los talones, cuando entraron por la puerta giratoria, y señaló rápidamente a su hombre. Gray captó la señal y pulsó el botón del ascensor. Cuando se abrió la puerta, entró delante de García y de su amigo. Croft se quedó en el vestíbulo.

García pulsó el botón del sexto piso, un momento antes de que también lo hiciera Gray, que empezó a leer el periódico mientras escuchaba a los abogados que hablaban de fútbol. Aquel joven no tenía más de veintisiete o veintiocho años. Puede que su voz le resultara vagamente familiar, pero sólo la había oído por teléfono y no tenía ningún rasgo particular. Su rostro estaba muy cerca, pero no podía examinarlo. La ley de probabilidades le aconsejaba lanzarse. Era muy parecido al individuo de la fotografía y trabajaba para Brim, Stearns & Kidlow, uno de cuyos numerosos clientes era el señor Mattiece. Lo intentaría, pero con cautela. Era periodista. Su trabajo consistía en formular preguntas.

Salieron del ascensor sin dejar de charlar sobre los Redskins y Gray les siguió, leyendo tranquilamente su periódico. El vestíbulo de la empresa era lujoso y opulento, con candelabros y alfombras orientales, y unas gruesas letras doradas en una pared con el nombre de la empresa. Los abogados se detuvieron en la recepción y recogieron sus mensajes telefónicos. Gray se acercó a la recepcionista, que le miró cautelosamente.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó, en un tono que sugería: «¿Qué diablos quieres?».

—Estoy en una reunión con Roger Martin —respondió Gray, perfectamente al quite.

Había encontrado el nombre en la guía y había llamado desde el vestíbulo hacía un minuto, para asegurarse de que el letrado Martin estaba en su despacho. En la guía telefónica aparecía el nombre de la empresa, que ocupaba desde el piso tercero hasta el undécimo, pero no los de los ciento noventa abogados. Con la información de las páginas amarillas, había hecho una docena de llamadas rápidas, para localizar un abogado en cada piso. Roger Martin era el del sexto.

—He estado reunido con él las últimas dos horas —agregó Gray, con el entrecejo fruncido.

Eso desconcertó a la recepcionista, que no supo qué responder. Gray aprovechó la confusión para entrar y avanzar por el pasillo, a tiempo de ver a García que entraba en su despacho por la cuarta puerta.

En una placa junto a la misma aparecía el nombre de David M. Underwood. Gray no llamó. Quería atacar con rapidez y, tal vez, retirarse apresuradamente. El señor Underwood colgaba su chaqueta.

—Hola. Soy Gray Grantham del Washington Post. Estoy buscando a un individuo llamado García.

—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Underwood, confundido y paralizado.

—Andando —respondió Gray, a quien de pronto la voz le pareció familiar—. Usted es García, ¿no es cierto?

El abogado señaló una placa sobre el escritorio, con letras doradas.

—David M. Underwood —dijo—. En este piso no hay nadie llamado García. En nuestro bufete no conozco a nadie por ese nombre.

Gray sonrió como para seguirle la corriente. Underwood estaba asustado. O irritado.

—¿Cómo está su hija? —preguntó Gray.

—¿Cuál? —preguntó Underwood, que se le acercaba con la mirada fija y muy perturbado.

Aquello no encajaba. García estaba muy preocupado por su hija menor y, de haber tenido otra, lo habría mencionado.

—La menor. ¿Y su esposa?

Underwood estaba cada vez más cerca y, al parecer, dispuesto a darle un puñetazo. Era un individuo que claramente no le tenía miedo al contacto físico.

—No tengo esposa. Estoy divorciado.

Levantó el puño y, durante una fracción de segundo, Gray creyó que se había vuelto loco. Entonces comprobó que no llevaba ningún anillo. No tenía esposa. No usaba alianza. García adoraba a su esposa y habría llevado una alianza. Había llegado el momento de retirarse.

—¿Qué quiere? —preguntó Underwood.

—Creí que García estaba en este piso —respondió Gray, al tiempo que se retiraba.

—¿Es su amigo García abogado?

—Sí.

—No en este bufete —dijo Underwood, un poco más tranquilo—. Tenemos un Pérez, un Hernández y puede que uno más. Pero no conozco a ningún García.

—Aquí trabaja mucha gente —comentó Gray, desde el umbral de la puerta—. Lamento haberle molestado.

—Señor Grantham, aquí no estamos acostumbrados a que irrumpan los periodistas en nuestros despachos. Llamaré al servicio de seguridad y tal vez ellos puedan ayudarle.

—No será necesario. Gracias —dijo desde el pasillo, antes de desaparecer.

Underwood llamó al servicio de seguridad.

Grantham se maldijo a sí mismo en el ascensor. Era el único pasajero y blasfemaba en voz alta. Al pensar en Croft se enojó con él y, cuando se abrieron las puertas del ascensor, le vio en el vestíbulo junto a las cabinas telefónicas. Tranquilízate, se dijo a sí mismo.

—No ha funcionado —dijo Gray, cuando salían juntos del edificio.

—¿Has hablado con él?

—Sí. Nos hemos equivocado de hombre.

—Maldita sea. Estaba seguro de que era él. Era el de las fotografías, ¿no es cierto?

—No. Casi pero no. Sigue buscando.

—Estoy harto, Grantham. He…

—¿Cobras por tu trabajo, no es cierto? Una semana más, ¿de acuerdo? Se me ocurren muchas cosas peores.

Croft se paró en la acera y Gray siguió caminando.

—Una semana y lo abandono —exclamó Croft.

Grantham le saludó con la mano.

Abrió su Volvo aparcado en zona prohibida y regresó apresuradamente al Post. Lo que había hecho no era inteligente. Había cometido una estupidez, imperdonable para alguien de su experiencia. No se lo mencionaría a Jackson Feldman y Smith Keen en su charla cotidiana.

Otro periodista le informó de que Feldman le estaba buscando y se dirigió inmediatamente a su despacho. Al ver a la secretaria dispuesta a atacar, le brindó una dulce sonrisa. Keen y Howard Krauthammer, redactor ejecutivo, esperaban con Feldman. Keen cerró la puerta y le entregó un periódico a Gray.

—¿Ha visto esto?

Se trataba del periódico de Nueva Orleans, el Times Picayune, en cuya primera página se hablaba de las muertes de Verheek y Callahan, junto a grandes fotografías. Lo leyó rápidamente mientras le observaban. El artículo comentaba su amistad y sus extrañas muertes con un intervalo sólo de seis días. Mencionaba también a Darby Shaw, que había desaparecido. Pero nada acerca del informe.

—Parece que ha empezado a circular la noticia —dijo Feldman.

—No mencionan más que lo más básico. Dos cadáveres, el nombre de la chica y un millar de preguntas sin respuesta. Han encontrado a un policía dispuesto a hablar, pero lo único que conoce son los aspectos sangrientos y sensacionalistas del caso.

—Pero investigan, Gray —dijo Keen.

—¿Quiere que se lo impida?

—El Times ha recogido la noticia —agregó Feldman—. Van a publicar algo mañana o el domingo. ¿Qué pueden saber?

—¿Por qué me lo pregunta a mí? Es posible que tengan una copia del informe. Muy improbable, pero posible. Sin embargo, no han hablado con la chica. La tenemos nosotros. Es nuestra.

—Eso suponemos —dijo Krauthammer.

Feldman se frotó los ojos y miró al techo.

—Supongamos que tienen una copia del informe, que saben que ella lo ha escrito y que ha desaparecido. No pueden verificarlo en estos momentos, pero no temen mencionar el informe sin hablar de Mattiece. Supongamos que saben que Callahan era su profesor, entre otras cosas, que fue él quien trajo el informe a Washington y que se lo entregó a su buen amigo Verheek. Y ahora ambos están muertos y ella ha huido. La historia no está nada mal, ¿no le parece, Gray?

—Es una gran historia —agregó Krauthammer.

—Es una menudencia comparado con lo que se avecina —dijo Gray—. No quiero publicarlo porque no es más que la punta del iceberg y atraerá a todos los periódicos del país. No necesitamos un millar de periodistas husmeando como moscas.

—Yo soy partidario de publicarlo —afirmó Krauthammer—. De lo contrario, el Times se nos adelantará.

—No podemos publicarlo —dijo Gray.

—¿Por qué no? —preguntó Krauthammer.

—Porque no voy a escribirlo y si lo escribe otro, perderemos a la chica. Es así de simple. En estos momentos se plantea si subirse o no a un avión y abandonar el país. Cualquier pequeño error por nuestra parte y desaparecerá.

—Pero ya nos ha contado todo lo que sabe —dijo Keen.

—Le he dado mi palabra, ¿de acuerdo? No escribiré el artículo hasta que haya atado los cabos sueltos y pueda mencionar a Mattiece. Es muy sencillo.

—Usted la utiliza, ¿no es cierto? —preguntó Keen.

—Es un contacto. Pero no está en la ciudad.

—Si el Times tiene el informe, sabe lo de Mattiece —dijo Feldman—. Y si sabe lo de Mattiece, puede apostar lo que quiera a que investigan como locos para verificarlo. ¿Qué ocurrirá si se nos anticipan?

—Nos quedaremos sentados como bobos y perderemos la historia más sensacional que he visto en veinte años —refunfuñó Krauthammer de mala gana—. Yo soy partidario de que publiquemos lo que tenemos. Aunque sólo sea superficial, es ya una historia muy sensacional.

—No —dijo Gray—. No lo escribiré hasta tener toda la información.

—¿Y cuánto tiempo puede necesitar para ello? —preguntó Feldman.

—Tal vez una semana.

—No disponemos de una semana —agregó Krauthammer.

—Puedo averiguar cuánto sabe el Times —suplicó Gray, desesperado—. Denme cuarenta y ocho horas.

—Van a publicar algo mañana o el domingo —repitió Feldman.

—Deje que lo publiquen. Apuesto a que será el mismo artículo, probablemente con las mismas fotografías. Suponen demasiado. Suponen que tienen una copia del informe, pero ni su propia autora la tiene. Nosotros no la tenemos. Esperemos, leamos su pequeño artículo y sigamos a partir de ahí.

Los redactores se miraron entre sí. Krauthammer estaba frustrado. Keen angustiado. Pero el jefe era Feldman y dijo:

—De acuerdo. Si publican algo por la mañana, nos reuniremos aquí a las doce para examinarlo.

—Muy bien —respondió rápidamente Gray, cuando se dirigía hacia la puerta.

—No pierda el tiempo, Grantham —agregó Feldman—. Ya no podemos demorar la publicación mucho tiempo.

Grantham se retiró.