31
Su jefe era Jackson Feldman, redactor ejecutivo, aquel era su territorio, y no le toleraba insolencias a nadie a excepción del señor Feldman. Y especialmente a un desvergonzado como Gray Grantham, de pie junto a la puerta del señor Feldman, que custodiaba como un sabueso. No conocía la razón de la presencia de Grantham, pero aquel era su territorio.
Sonó el teléfono de la secretaria y Grantham le chilló:
—¡Ninguna llamada!
Se le subieron los colores a las mejillas y quedó boquiabierta. Levantó el auricular, escuchó unos segundos y respondió:
—Lo siento, el señor Feldman está reunido. Sí, le diré que le llame cuanto antes —agregó antes de colgar, sin dejar de mirar fijamente a Grantham, que movía la cabeza como para desafiarla.
—¡Gracias! —exclamó Grantham.
Su cortesía la desconcertó. Estaba a punto de insultarle, pero al oír sus «gracias» le quedó la mente en blanco. Él le sonrió y ella se puso todavía más furiosa.
Eran las cinco y media, hora de abandonar el despacho, pero el señor Feldman le había pedido que se quedara. Grantham seguía junto a la puerta, a menos de tres metros, sin dejar de mirarla con una sonrisita. Nunca le había gustado aquel individuo. Aunque, por otra parte, no había mucha gente en el Post que le gustara. Apareció un ayudante de redacción, que se dirigía decididamente a la puerta, cuando el sabueso le cortó el paso.
—Lo siento, ahora no se puede pasar —dijo Grantham.
—¿Y por qué no?
—Están reunidos. Déjaselo a ella —dijo señalando a la secretaria, que después de veintiún años en la empresa detestaba que la señalaran con el dedo y que la llamaran simplemente «ella».
El ayudante de redacción no se dejaba intimidar fácilmente.
—No tengo ningún inconveniente. Pero el señor Feldman me ha ordenado traer estos papeles exactamente a las cinco y media. Es la hora en punto, aquí estoy y he traído los papeles.
—Nos sentimos muy orgullosos de ti, pero ya puedes marcharte, ¿de acuerdo? Ahora entrégale los papeles a esa encantadora dama y mañana será otro día —dijo Grantham frente a la puerta, aparentemente dispuesto a luchar si el muchacho insistía.
—Yo los guardaré —declaró la secretaria, antes de que el joven se retirara.
—¡Gracias! —exclamó nuevamente Grantham.
—Creo que es usted un mal educado.
—Le he dado las gracias —dijo, procurando parecer ofendido.
—Usted es un listillo.
—¡Gracias!
De pronto se abrió la puerta y se oyó un grito:
—¡Grantham!
Sonrió a la secretaria y entró en el despacho. Jackson Feldman estaba de pie detrás de su escritorio. Llevaba la corbata suelta y las mangas arremangadas hasta los codos. Medía metro noventa y cinco, sin un gramo de grasa. A sus cincuenta y ocho años, corría en dos maratones todos los años y trabajaba quince horas diarias.
Smith Keen también estaba de pie en el despacho, con un borrador de cuatro páginas de un artículo y la copia reproducida a mano por Darby del informe Pelícano. La copia de Feldman estaba sobre la mesa. Parecían estar aturdidos.
—Cierre la puerta —ordenó Feldman.
Gray obedeció y se sentó al borde de la mesa. Nadie decía palabra.
—Caramba —exclamó finalmente Feldman, después de frotarse los ojos y mirar a Keen.
—¿Eso es todo? —sonrió Gray—. Le entrego la historia más sensacional de los últimos veinte años y está tan emocionado que sólo se le ocurre decir «caramba».
—¿Dónde está Darby Shaw? —preguntó Keen.
—No puedo decírselo. Forma parte del trato.
—¿Qué trato? —preguntó Keen.
—Tampoco puedo decírselo.
—¿Cuándo habló con ella?
—Anoche y de nuevo esta mañana.
—¿Y esto ocurrió en Nueva York? —preguntó Keen.
—¿Qué importa dónde habláramos? El caso es que lo hemos hecho, ¿de acuerdo? Ella ha hablado y yo la he escuchado. He regresado en avión y he escrito el borrador. ¿Qué les parece?
Feldman dobló lentamente su fino cuerpo y se acomodó en su silla.
—¿Cuánto sabe la Casa Blanca?
—No estoy seguro. Verheek le dijo a Darby que se entregó a la Casa Blanca algún día de la semana pasada y que en aquellos momentos el FBI consideraba que debía ser investigado. A continuación, después de que entrara en posesión de la Casa Blanca y por alguna razón desconocida, el FBI abandonó el caso. Eso es todo lo que sé.
—¿Cuánto le dio Mattiece al presidente hace tres años?
—Muchos millones. Casi todo a través de un sinfín de asesores financieros privados que controla. Ese individuo es muy astuto. Tiene infinidad de abogados, que calculan cómo mover dinero de un lado para otro. Probablemente sin quebrantar ninguna ley.
Los redactores reflexionaban. Estaban aturdidos, como si acabaran de sobrevivir a la explosión de una bomba. Grantham se sentía bastante orgulloso de sí mismo y mecía los pies bajo la mesa, como un chiquillo sentado al borde de un muelle.
Feldman cogió los papeles y los hojeó, hasta encontrar la fotografía de Mattiece junto al presidente. Movió la cabeza.
—Es dinamita, Gray —dijo Keen—. Pero no lo podemos publicar sin abundante corroboración. Diablos, hablamos de la mayor tarea de verificación del mundo. Este material es muy poderoso, hijo.
—¿Cómo se las arreglará? —preguntó Feldman.
—Tengo algunas ideas.
—Me gustaría oírlas. Esto podría costarle la vida.
—En primer lugar, intentaremos encontrar a García —respondió Grantham, después de ponerse de pie, con las manos en los bolsillos.
—¿Intentaremos? ¿Con quién piensa trabajar? —preguntó Keen.
—Intentaré, ¿de acuerdo? Yo solo. Intentaré encontrar a García.
—¿Está la chica involucrada? —preguntó Keen.
—No puedo decírselo. Forma parte del trato.
—Quiero que responda —dijo Feldman—. Piense en nuestra situación si pierde la vida mientras le ayuda. Es demasiado arriesgado. Díganos dónde está y qué se proponen.
—No puedo revelarles dónde se encuentra. Es mi fuente de información y siempre protejo a mis informadores. No me ayuda en la investigación. Es sólo una fuente, ¿de acuerdo?
Le observaron con incredulidad, se miraron entre sí y por fin Keen se encogió de hombros.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Feldman.
—No. Ella insiste en que trabaje solo. Está muy asustada y no se lo reprocho.
—Yo me he asustado sólo con leerlo —dijo Keen.
Feldman echó atrás su silla y cruzó los pies sobre la mesa. Tamaño cuarenta y seis.
—Debe empezar por García —dijo, al tiempo que sonreía por primera vez—. Si no le encuentra, puede que tenga que dedicarle meses a investigar a Mattiece, sin llegar a recomponer el rompecabezas. Y antes de que empiece a investigar a Mattiece, quiero que tengamos una larga charla. Usted me cae bastante bien, Grantham, y este asunto no merece que le maten.
—Quiero ver todo lo que escriba, ¿de acuerdo? —dijo Keen.
—Y yo quiero un informe diario, ¿entendido? —agregó Feldman.
—Desde luego.
Keen se acercó a la pared de cristal y contempló el caos de la redacción. Todos los días se producían media docena de ajetreos. A las cinco y media se convertía en una locura. Se estaban escribiendo las noticias y la segunda conferencia se celebraba a las seis y media.
—Esto podría significar el fin de la depresión —comentó Feldman sin moverse de su escritorio, con la mirada fija en Gray—. ¿Cuánto ha durado? ¿Cinco, seis años?
—Yo diría siete —agregó Keen.
—He escrito algunos buenos artículos —replicó Gray, a la defensiva.
—Por supuesto —dijo Feldman, sin dejar de contemplar la redacción—. Pero se ha estado moviendo entre los dobles y los triples. Del último «gordo» hace ya mucho tiempo.
—Mucho se debe a las circunstancias —agregó cooperativamente Keen.
—Se hace lo que se puede —dijo Gray—. Pero esta será la victoria de la recopa —agregó, desde el umbral de la puerta.
—Cuídese y no permita que le ocurra ningún daño a la chica. ¿Entendido? —dijo Feldman, con la mirada fija en sus ojos.
Gray sonrió y abandonó el despacho.
Había llegado casi a Thomas Circle cuando vio las luces azules a su espalda. El policía no le adelantó, pero siguió pegado a la cola de su coche. No prestaba ninguna atención al límite permitido, ni a la velocidad a la que conducía. Sería su tercera multa en dieciséis meses.
Paró en un pequeño aparcamiento, junto a un edificio de varios pisos. Estaba oscuro y las luces azules parpadeaban en su retrovisor. Se frotó las sienes.
—Apéese —ordenó el policía, desde el parachoques.
Gray abrió la puerta y obedeció. El policía era negro y de pronto empezó a sonreír. Era Cleve.
—Sube —dijo, al tiempo que señalaba el coche patrulla.
—¿Por qué me haces esas cosas? —preguntó Gray, cuando estaban ambos sentados en el coche bajo las luces azules y contemplaban el Volvo.
—Tenemos cuotas, Grantham. Hemos de parar a un número determinado de blancos para incordiarlos. El jefe quiere que equilibremos las cosas. Los policías blancos incordian a los negros pobres e inocentes, y los policías negros incordiamos a los blancos ricos e inocentes.
—Supongo que querrás esposarme y darme una paliza.
—Sólo si me lo suplicas. Sarge no puede seguir hablando contigo.
—Te escucho.
—Presiente que algo anda mal en palacio. Ha captado algunas extrañas miradas y ha oído un par de cosas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo que hablan de ti y de lo mucho que les interesa conocer lo que sabes. Cree que es posible que te estén escuchando.
—Válgame Dios, Cleve. ¿Habla en serio?
—Les ha oído hablar de ti y de que formulas preguntas sobre ese asunto pelícano o lo que sea. Los has trastornado.
—¿Qué ha oído sobre ese asunto pelícano?
—Sólo que te acercas demasiado y que para ellos es grave. Son unos paranoicos sin escrúpulos, Gray. Sarge dice que tengas cuidado donde vayas y con quien hables.
—¿Y no podemos volver a vernos?
—No durante un tiempo. Desea actuar con discreción y utilizarme a mí como mensajero.
—De acuerdo. Necesito su ayuda, pero dile que no se arriesgue. Es un asunto muy delicado.
—¿Qué es eso de Pelícano?
—No puedo decírtelo. Pero dile a Sarge que podría costarle la vida.
—No te preocupes por Sarge. Es más astuto que todos los que le rodean.
—Gracias, Cleve —dijo Gray antes de abrir la puerta y apearse del coche.
—Andaré por ahí —respondió Cleve, después de apagar las luces azules—. Durante los próximos seis meses haré el turno de noche y procuraré vigilarte.
—Gracias.
Rupert pagó su panecillo de canela y se sentó en un taburete junto a la barra, desde donde se veía la acera. Era medianoche, las doce en punto, y empezaban a vaciarse las calles de Georgetown. Por la calle M circulaban todavía algunos coches y los pocos peatones que quedaban regresaban a sus casas. El café estaba concurrido, pero no abarrotado. Tomaba un café solo.
Reconoció un rostro en la acera, que al cabo de un momento estaba sentado junto a él en la barra. Era una especie de lacayo, con el que se había reunido hacía unos días en Nueva Orleans.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Rupert.
—No logramos encontrarla. Y eso nos preocupa, porque hoy hemos recibido malas noticias.
—¿Y?
—El caso es que hemos oído rumores, no confirmados, de que los malos están trastornados y su número uno quiere empezar a matar a todo el mundo. No piensa reparar en gastos y los rumores indican que gastará lo que sea necesario para salirse con la suya. Va a mandar tipos duros, armados hasta los dientes. Evidentemente, dicen que está loco, pero es terriblemente malvado y con dinero se puede matar a mucha gente.
—¿Quién está en la lista? —preguntó Rupert, sin que le inquietara la idea de las matanzas.
—La chica. Y supongo que cualquier otra persona del exterior, que sepa algo del pequeño documento.
—¿Entonces qué debo hacer?
—Esperar. Volveremos a reunirnos aquí mañana por la noche, a la misma hora. Si encontramos a la chica, tendrás que ocuparte tú del asunto.
—¿Cómo pensáis encontrarla?
—Creemos que está en Nueva York. Disponemos de medios.
Rupert cogió un trozo de panecillo de canela y se lo llevó a la boca.
—¿Tú dónde estarías?
El mensajero pensó en una docena de lugares adonde tal vez iría pero, maldita sea, eran sitios como París, Roma o Montecarlo, que ya conocía y todo el mundo visitaba. No se le ocurría ningún lugar exótico donde ocultarse el resto de su vida.
—No lo sé. ¿Dónde estarías tú?
—En la ciudad de Nueva York. Se pueden vivir allí muchos años sin ser visto. No hay problemas de idioma ni de costumbres. Para un norteamericano, es el lugar perfecto donde ocultarse.
—Sí, supongo que tienes razón. ¿Crees que está allí?
—No lo sé. A veces es muy lista. Pero también tiene malos momentos.
—Hasta mañana —dijo el mensajero, cuando ya se marchaba.
Rupert le saludó con la mano. Menudo cretino está hecho, pensó. Andando de un lado para otro para susurrar mensajes importantes en algún bar o cervecería, para luego contarle detalladamente a su jefe lo sucedido.
Arrojó la taza vacía al cubo de la basura y salió a la calle.