30
El magnetófono estaba en medio de la mesilla, rodeado de cuatro botellas vacías de cerveza.
Escuchaba y tomaba notas.
—¿Quién te habló del proceso?
—Un individuo llamado John Del Greco. Estudia derecho en Tulane, va un curso más adelantado que yo. El año pasado trabajó como pasante en un gran bufete de Houston, que se ocupaba de aspectos periféricos del litigio. No tuvo contacto directo con el caso, pero abundaban los chismes y los rumores.
—¿Y todos los abogados eran de Nueva Orleans y Houston?
—Sí, casi todos los de las partes demandadas. Pero las empresas son de una docena de ciudades distintas, de modo que evidentemente trajeron también sus propios abogados. Había abogados de Dallas, Chicago y de muchas otras ciudades. Parecía un circo.
—¿En qué nivel se encuentra el proceso?
—Está en proceso de apelación al Quinto Tribunal Territorial de Apelación. El recurso no está terminado, pero seguramente lo estará dentro de un mes aproximadamente.
—¿Dónde está el Quinto Tribunal?
—Nueva Orleans. Unos veinticuatro meses después de su presentación, lo estudiarán tres jueces y tomarán una decisión. La parte perdedora solicitará indudablemente una nueva audiencia ante el tribunal completo, para lo cual se necesitarán otros tres o cuatro meses. Hay suficientes fallos en el veredicto para asegurar una revocación o un auto de envío.
—¿Qué es un auto de envío?
—El tribunal de apelación tiene tres opciones. Confirmar el veredicto, revocar el veredicto, o encontrar los suficientes errores para ordenar que se celebre un nuevo juicio. En este caso, se dicta auto de envío a otro tribunal. También es posible que confirme una parte, revoque otra y dicte auto de envío con respecto a otra. Es decir, una especie de mezcolanza.
Gray movió frustrado la cabeza, sin dejar de tomar notas.
—¿Por qué querrá alguien ser abogado?
—Me he hecho varias veces la misma pregunta durante la última semana.
—¿Alguna idea de cómo reaccionará el Quinto Tribunal?
—Ninguna. Todavía no han visto el sumario. Los demandantes alegan multitud de fallos de procedimiento por parte de los demandados y, dada la naturaleza de la conspiración, es probable que en gran parte tengan razón. Cabe la posibilidad de una revocación.
—¿Qué ocurriría entonces?
—Empezarían los fuegos artificiales. Si alguna de las partes no está satisfecha con el Quinto Tribunal, puede apelar al Tribunal Supremo.
—Vaya sorpresa.
—Todos los años el Tribunal Supremo recibe millares de recursos de apelación, pero es muy selectivo en cuanto a los que acepta. Debido a la cantidad de dinero, presión y temas de este caso, cuenta con una buena posibilidad de que lo acepten.
—A partir de hoy, ¿cuánto tiempo tardaría este caso en ser decidido por el Tribunal Supremo?
—De tres a cinco años.
—Rosenberg habría fallecido de muerte natural.
—Sí, pero podría haber un demócrata en la Casa Blanca cuando lo hiciera. Eliminándolo ahora, cabe prever el tipo de persona que le sucederá.
—Parece lógico.
—Es maravilloso. Si tú fueras Victor Mattiece, tuvieras sólo unos cincuenta millones, tu ambición fuera la de convertirte en billonario, y no te importara asesinar a un par de jueces del Tribunal Supremo, ahora sería el momento de hacerlo.
—¿Pero, qué ocurriría si el Tribunal Supremo se negara a aceptar el caso?
—Si el Quinto Tribunal confirma el veredicto, puede sentirse satisfecho. Pero en el supuesto de que lo revoque y el Supremo lo rechace, tendrá problemas. En mi opinión volverá a empezar desde el principio, iniciará un nuevo pleito y lo someterá todo nuevamente a juicio. Hay demasiado dinero en juego para que se dé por vencido. Cuando decidió eliminar a Rosenberg y Jensen, hay que suponer que se comprometió plenamente con la causa.
—¿Dónde estaba él durante el juicio?
—Completamente invisible. Ten en cuenta que no es del dominio público que él sea el cabecilla de las partes demandadas. Cuando se inició el juicio había treinta y ocho empresas entre los demandados. No se mencionó a ningún individuo, sólo los nombres de las empresas. Entre las treinta y ocho, siete cotizan en bolsa, y él es propietario del veinte por ciento como máximo de cada una de ellas. Estas no son más que pequeñas empresas de compra y venta libre de acciones. Las otras treinta y una son privadas y no he podido obtener mucha información. Pero he averiguado que dentro de dicho grupo de empresas privadas muchas son propiedad de otras y algunas de corporaciones públicas. Es casi impenetrable.
—Pero él las controla.
—Sí. Sospecho que es propietario o tiene el control del ochenta por ciento del proyecto. He investigado cuatro de las empresas privadas y tres de ellas están registradas en el extranjero. Dos en las Bahamas y una en las Caimanes. Del Greco oyó que Mattiece operaba a través de bancos y compañías de ultramar.
—¿Recuerdas los nombres de las siete empresas públicas?
—La mayoría. Evidentemente aparecían en las notas a pie de página en el informe, del que no tengo ninguna copia. Pero he vuelto a escribirlo casi todo a mano.
—¿Puedo verlo?
—Puedes quedártelo. Pero es sumamente peligroso.
—Lo leeré más tarde. Háblame de la fotografía.
—Mattiece es de una pequeña ciudad cerca de Lafayette, y cuando era más joven distribuía mucho dinero entre los políticos de Louisiana del sur. Ya entonces era un individuo tenebroso, que repartía dinero entre bastidores. Gastó mucho dinero con los demócratas a nivel local y con los republicanos a nivel nacional, y a lo largo de los años le invitaron a festines los poderosos de Washington. Siempre ha eludido la publicidad, pero es difícil disimular la cantidad de dinero que posee, especialmente cuando se lo ofrece a los políticos. Hace siete años, cuando el actual presidente era vicepresidente, visitó Nueva Orleans con el propósito de recaudar fondos para el partido republicano. Todos los poderosos acudieron, incluido Mattiece. La cena costaba diez mil dólares por persona y la prensa logró introducirse. Un fotógrafo se las arregló para conseguir una fotografía de Mattiece, cuando estrechaba la mano del vicepresidente. Al día siguiente la publicó el periódico de Nueva Orleans. Es una foto maravillosa. Se sonríen mutuamente como buenos amigos.
—No será difícil de conseguir.
—Sólo para divertirme, pegué una copia en la última página del informe. ¿No te parece divertido?
—Me lo paso de maravilla.
—Mattiece se esfumó hace algunos años y ahora se le supone domiciliado en varios lugares. Es muy excéntrico. Del Greco dijo que la mayoría de la gente le cree loco.
El magnetófono hizo un pitido y Gray cambió la cinta. Darby se puso de pie para estirar sus largas piernas. Él la observaba mientras manipulaba el magnetófono. Las otras dos cintas estaban ya grabadas y etiquetadas.
—¿Estás cansada? —preguntó Gray.
—No he dormido muy bien. ¿Quedan muchas preguntas?
—¿Sabes muchas más cosas?
—Hemos cubierto todo lo básico. Quedan algunas lagunas que podemos llenar por la mañana.
Gray paró el magnetófono y se puso de pie. Darby estaba junto a la ventana, bostezando y desperezándose, mientras él se acomodaba en el sofá.
—¿Qué ha ocurrido con tu cabello? —preguntó Gray.
Darby acercó una silla y cruzó las piernas. Llevaba las uñas de los dedos de los pies pintadas de rojo. Apoyó la barbilla en las rodillas.
—Lo abandoné en un hotel de Nueva Orleans. ¿Cómo lo sabes?
—He visto una fotografía.
—¿De dónde?
—A decir verdad, he visto tres fotografías. Dos del anuario de Tulane y una del de Arizona.
—¿Quién te las mandó?
—Tengo contactos. Las recibí por fax, de modo que no eran muy buenas, pero la cabellera era maravillosa.
—Preferiría que no lo hubieras hecho.
—¿Por qué?
—Toda llamada telefónica deja una huella.
—Por favor, Darby. Confía un poco en mí.
—Me has estado investigando.
—Sólo algunos detalles generales. Eso es todo.
—Que no se repita, ¿de acuerdo? Si quieres algo de mí, pregúntamelo. Y si te digo que lo olvides, olvídalo.
Grantham se encogió de hombros y aceptó. Olvidaría el cabello, para concentrarse en temas menos delicados.
—¿Entonces quién seleccionó a Rosenberg y a Jensen? Mattiece no es abogado.
—Rosenberg fue fácil. Jensen no había escrito mucho sobre temas medio ambientales, pero votaba consistentemente contra todo tipo de proyectos industriales. Si en algo estaban persistentemente de acuerdo, era en la protección del medio ambiente.
—¿Y crees que Mattiece lo descubrió por sí solo?
—Claro que no. Alguna perversa mente jurídica le presentó los dos nombres. Tiene un millar de abogados.
—¿Y ninguno en Washington?
—¿Cómo dices? —preguntó Darby con el entrecejo fruncido, después de levantar la barbilla.
—Que ninguno de sus abogados está en Washington.
—No he dicho eso.
—Creí que me habías dicho que la mayoría de los abogados eran de Nueva Orleans, Houston y otras ciudades. No has mencionado Washington.
—Supones demasiado —respondió Darby, mientras movía la cabeza—. Recuerdo haberme encontrado por lo menos con dos bufetes de Washington. Uno de ellos es el de White & Blazevich, un bufete muy antiguo, poderoso, rico y republicano, con cuatrocientos abogados.
Gray se acercó al borde del sofá.
—¿Qué ocurre? —preguntó Darby.
De pronto Gray estaba excitado. Se puso de pie, caminó hasta la puerta y regresó al sofá.
—Puede que esto encaje. Puede que hayamos dado en el clavo, Darby.
—Te escucho.
—¿Me escuchas atentamente?
—Te lo juro.
—Presta atención —dijo desde la ventana—. La semana pasada recibí tres llamadas telefónicas de un abogado de Washington llamado García, aunque este no es su verdadero nombre. Me dijo que sabía algo, que había visto algo, relacionado con Rosenberg y Jensen, y que estaba ansioso por contarme lo que sabía. Pero se asustó y desapareció.
—Hay un millón de abogados en Washington.
—Dos millones. Pero sé que trabaja en un bufete particular. Prácticamente lo admitió. Era sincero, estaba muy asustado, y creía que le seguían. Le pregunté de quién se trataba y, por supuesto, no me lo dijo.
—¿Qué le ocurrió?
—Nos habíamos puesto de acuerdo para reunirnos el sábado por la mañana, pero llamó a primera hora para decirme que lo olvidara. Me contó que estaba casado, tenía un buen empleo y para qué arriesgarse. No me lo aseguró, pero creo que tiene una copia de algo que estaba a punto de mostrarme.
—Ahí podría estar tu confirmación.
—¿Y si trabajara en White & Blazevich? De pronto se habrían reducido las posibilidades a una entre cuatrocientas.
—El pajar es mucho más pequeño.
Grantham se acercó inmediatamente a su bolsa, buscó entre sus papeles y, como por arte de magia, sacó una fotografía en blanco y negro, que dejó caer sobre las rodillas de Darby.
—Este es García.
Darby estudió la foto. Era la de un hombre en una concurrida acera. Se distinguía perfectamente su rostro.
—Se diría que no posó para que se la tomaran.
—No exactamente —respondió Grantham, sin dejar de caminar.
—¿Entonces cómo la conseguiste?
—No puedo revelar mis fuentes.
—Me asustas, Grantham —dijo Darby, después de dejar la fotografía sobre la mesilla y frotarse los ojos—. Esto parece insalubre. Dime que no lo es.
—Sólo un poco, ¿de acuerdo? Ese chico utilizaba siempre la misma cabina telefónica y eso es un error.
—Sí, lo sé. Es un error.
—Y yo quería saber qué aspecto tenía.
—¿Le pediste permiso para tomar su fotografía?
—No.
—Entonces tiene muy mala pinta.
—De acuerdo, tiene muy mala pinta. Pero ya está hecho, aquí está, y podría ser nuestro vínculo con Mattiece.
—¿Nuestro vínculo?
—Sí, nuestro vínculo. Creí que lo que deseabas era atrapar a Mattiece.
—¿He dicho yo eso? Quería hacerle pagar, pero prefiero no meterme con él. Me ha convertido en creyente, Gray. Tardaré mucho en olvidar la sangre que he visto. Coge la pelota y echa a correr.
Fingió no haberla oído. Pasó por detrás de su silla hasta la ventana y regresó al mueble bar.
—Me has hablado de dos bufetes. ¿Cuál era el segundo?
—Brims, Stearns y alguien más. No tuve oportunidad de investigarlos. Es curioso porque ninguno de ellos figuraba entre los defensores de los demandados, pero ambos y especialmente White & Blazevich aparecían repetidamente en el sumario.
—¿De qué tamaño es Brim, Stearns y alguien más?
—Puedo averiguarlo mañana.
—¿Es tan grande como White & Blazevich?
—Lo dudo.
—¿Qué tamaño crees que puede tener?
—Doscientos abogados.
—Muy bien. Ahora tenemos seiscientos abogados en dos bufetes. Tú eres abogado, Darby. ¿Cómo podemos encontrar a García?
—No soy abogado, ni detective privado. Tú eres el periodista investigador —respondió Darby, a quien no le gustaba que su interlocutor hablara en plural.
—Sí, pero nunca he visitado el despacho de un abogado, a excepción de cuando tramité el divorcio.
—Entonces eres muy afortunado.
—¿Cómo podemos encontrarle?
Darby había empezado de nuevo a bostezar. Hacía casi tres horas que charlaban y estaba agotada. Podrían continuar por la mañana.
—No sé cómo encontrarle y, la verdad, no he pensado mucho en ello. Reflexionaré mientras duermo y te responderé por la mañana.
De pronto Grantham se tranquilizó. Darby se levantó y se dirigió al mueble bar, en busca de un vaso de agua.
—Recogeré mis cosas —dijo Grantham, mientras guardaba las cintas.
—¿Puedes hacerme un favor?
—Tal vez.
—¿Te importaría dormir en este sofá esta noche? Hace tiempo que no duermo bien y necesito descansar. Me sentiría mucho más tranquila si supiera que estás aquí.
Grantham contempló el sofá y respiró hondo. Medía un metro y medio a lo sumo, y no parecía muy cómodo.
—Por supuesto —sonrió—. Te comprendo perfectamente.
—Lo siento, tengo miedo.
—Lo comprendo.
—Es agradable poder contar con alguien como tú.
Le sonrió recatadamente y él se derritió.
—No me importa, te lo aseguro.
—Gracias.
—Cierra la puerta con llave, métete en la cama y duerme a gusto. No me moveré de aquí, puedes quedarte tranquila.
—Gracias —asintió, sonrió de nuevo y cerró la puerta del dormitorio, sin echar el pestillo.
Gray se quedó a oscuras en el sofá, con la mirada fija en la puerta. Poco después de la medianoche se quedó dormido, con las rodillas no muy lejos de su barbilla.