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Durante muchos siglos, se libró sin entrometimiento una silenciosa pero descomunal batalla de la naturaleza, a lo largo de la costa de lo que sería Louisiana. Fue una batalla territorial, en la que los seres humanos no participaron hasta hace unos pocos años. Desde el sur, el océano empujaba tierra adentro con sus mareas, vientos, e inundaciones. Desde el norte, el río Mississippi transportaba un suministro inagotable de agua dulce y sedimentos, y alimentaba los pantanos con la tierra que necesitaban para que floreciera la vegetación. El agua salada del golfo erosionaba la costa y destruía los pantanos de agua dulce, al quemar la vegetación que los mantenía unidos. El río contraatacaba erosionando medio continente y depositando sus aluviones en la baja Louisiana. Lentamente formó una larga sucesión de deltas aluviales, cada uno de los cuales en su momento interrumpió el curso del río y le obligó a abrirse un nuevo cauce. En los deltas crecieron sus frondosas marismas.

Fue una lucha épica de toma y daca, plenamente bajo control de las fuerzas de la naturaleza. Gracias a la constante aportación del poderoso río, los deltas no sólo resistieron las acometidas del golfo, sino que se expandieron.

Las marismas eran una maravilla de la evolución natural. Gracias a la riqueza de los aluviones se convirtieron en un paraíso verde de cipreses y robles, con densas áreas de pontederias, juncos y espadañas. En sus aguas proliferaban las cigalas, las gambas, las ostras, los pagros rojos, los lenguados, los pompanos, las bremas, los cangrejos y los caimanes. La llanura de la costa era un santuario natural, utilizado por centenares de especies de aves migratorias.

Las marismas eran vastas e ilimitadas, ricas y abundantes.

Entonces, en 1930, se descubrió petróleo y empezó la desolación. Las compañías petrolíferas dragaron quince mil kilómetros de canales para extraer el crudo. Una pulcra e inagotable red de canalizaciones cruzaba el delicado delta en todas direcciones. Dividieron las marismas en mil pedazos.

Perforaron, encontraron petróleo, dragaron como locos para extraerlo. Sus canales eran vías de comunicación perfectas para el agua salada del golfo, que destruyó las marismas.

Desde el descubrimiento del petróleo, decenas de millares de hectáreas de tierra fértil del delta han sido devoradas por el océano. Ciento cincuenta y cinco kilómetros cuadrados de Louisiana desaparecen anualmente. Cada veintiocho minutos las aguas devoran una nueva hectárea.

En 1979, una compañía petrolífera perforó un profundo pozo en Terrebonne Parish y encontró petróleo. Era un día como cualquier otro y una plataforma como cualquiera de las demás, pero el hallazgo era excepcional. Habían descubierto mucho petróleo. Perforaron de nuevo a un cuarto de kilómetro y descubrieron otro gran yacimiento. A cinco kilómetros, les sonrió de nuevo la fortuna.

La compañía petrolífera cubrió los pozos y estudió la situación, que parecía indicar la existencia de un nuevo yacimiento petrolífero de mayor importancia.

Su propietario era Victor Mattiece, un louisiano descendiente de franceses nacido en Lafayette, que había ganado y perdido varias fortunas buscando petróleo en Louisiana del sur. En 1979, se daba el caso de que era rico y, todavía más importante, tenía acceso al dinero de otras personas. No tardó en convencerse de que había descubierto un yacimiento de mayor importancia y empezó a comprar terreno alrededor de los pozos cubiertos.

El secreto es fundamental, pero difícil de guardar en los campos petrolíferos. Además, Mattiece sabía que si empezaba a gastar montones de dinero, no tardaría en desencadenarse una fiebre perforadora alrededor de sus nuevos pozos. Con la infinita paciencia y capacidad de planificación que le caracterizaba, reflexionó sobre el conjunto de la situación y decidió no optar por el dinero fácil. Proyectó quedarse con todo. Rodeado de abogados y otros asesores, elaboró un plan para adquirir metódicamente todo el terreno circundante, bajo una infinidad de nombres de empresas. Fundaron nuevas compañías, usaron algunas ya existentes, compraron una parte o la totalidad de empresas con dificultades financieras, y se dedicaron a comprar terreno.

Los que estaban en el negocio conocían a Mattiece, sabían que tenía dinero y que podía conseguir más. Mattiece sabía que lo sabían y lanzó silenciosamente dos docenas de inconspicuas entidades sobre los propietarios de Terrebonne Parish. Funcionó a pedir de boca.

El plan consistía en consolidar territorio, y luego dragar un nuevo canal en las desventuradas y bloqueadas marismas, para facilitar el movimiento de hombres y materiales a las nuevas plataformas, y extraer apresuradamente el crudo. El canal mediría cincuenta kilómetros de longitud y tendría una anchura doble a la de los demás canales. El tráfico sería intenso.

Puesto que Mattiece tenía dinero, era popular entre los políticos y funcionarios de la administración. Practicaba su juego con pericia. Daba el dinero donde correspondía. Le encantaba la política, pero detestaba la publicidad. Era un paranoico y un solitario.

Progresaba felizmente la adquisición de terrenos, cuando de pronto Mattiece se encontró corto de capital. A principios de los años ochenta hubo una depresión en el sector petrolífero y cesó la extracción en sus otros pozos. Necesitaba grandes cantidades de dinero y quería socios capaces de aportarlo silenciosamente. Por consiguiente, se mantuvo alejado de Texas. Viajó al extranjero y encontró unos árabes que, después de estudiar sus mapas, se convencieron de la existencia de un yacimiento descomunal de crudo y gas natural. Compraron parte de la operación y de pronto Mattiece volvió a disponer de abundante dinero.

Repartió los sobornos adecuados y consiguió permiso oficial para infiltrarse en las delicadas marismas y cipresales. Todo caía majestuosamente en su lugar y Victor Mattiece olía un billón de dólares. Tal vez dos o tres.

Entonces ocurrió algo curioso. Apareció una denuncia ante los tribunales para detener los dragados y perforaciones. El demandante era un grupo desconocido de protección ambiental, conocido simplemente con el nombre de Green Fund.

El pleito era inesperado, porque a lo largo de cincuenta años se había permitido la destrucción y contaminación de Louisiana por parte de compañías petrolíferas y de gente como Victor Mattiece. Era un acuerdo comercial. La industria petrolífera empleaba a mucha gente y pagaba buenos salarios. Los impuestos del petróleo y gas recaudados en Baton Rouge servían para pagar a los funcionarios estatales. Los pequeños pueblos junto al río se habían convertido en villas florecientes. Todos los políticos, incluidos los gobernadores, aceptaban el dinero del petróleo y hacían la vista gorda. Todo funcionaba a pedir de boca y poco importaba que sufrieran las marismas.

Green Fund presentó la denuncia ante el Tribunal Territorial de Estados Unidos en Lafayette. Un juez federal ordenó que se paralizara el proyecto, a la espera de que se celebrara un juicio.

Mattiece se puso frenético. Pasó semanas con sus abogados elaborando planes y estrategias. No repararía en gastos para ganar. Les ordenó que hicieran lo que fuera necesario. Quebrantar cualquier regla, violar cualquier código moral, contratar a cualquier experto, ordenar cualquier estudio, degollar a cualquiera, gastar lo que fuera. Lo único importante era ganar el pleito.

Fiel a su discreción habitual, adoptó una actitud todavía más reservada. Se trasladó a las Bahamas y dirigió la operación desde una fortaleza armada en Lyford Cay. Se trasladaba en avión a Nueva Orleans una vez por semana, para reunirse con sus abogados, antes de regresar a su isla.

Aunque convertido en invisible, se aseguró de que aumentaran sus donativos políticos. Su tesoro seguía a salvo bajo tierra en Terrebonne Parish y algún día lo extraería, pero uno nunca sabe cuándo puede necesitar un favor.

Cuando los abogados de Green Fund, dos de ellos, se habían adentrado en el cenagal hasta los tobillos, treinta demandados distintos habían sido identificados. Algunos eran propietarios de terrenos. Otros se dedicaban a la exploración. Unos eran instaladores de tuberías. Otros perforadores. Los negocios compartidos, sociedades anónimas y asociaciones corporativas constituían un laberinto impenetrable.

Los demandados, con su legión de exclusivos abogados, reaccionaron con virulencia. Presentaron un extenso recurso, en el que se le solicitaba al juez que absolviera la causa en base a su frivolidad. Denegado. Solicitaron que se permitiera seguir perforando, en espera del juicio. Denegado. Gimieron de dolor y explicaron en otro extenso recurso la gran cantidad de dinero invertida en la exploración, la perforación, etcétera. Nuevamente denegado. Presentaron infinidad de recursos, todos ellos denegados, y cuando era evidente que algún día se celebraría un juicio ante un jurado, los abogados de los intereses petrolíferos decidieron jugar sucio.

Afortunadamente para el pleito de Green Fund, el centro del yacimiento petrolífero estaba cerca de un conjunto de marismas, convertido desde hacía muchos años en refugio de aves acuáticas. Águilas pescadoras, airones, pelícanos, patos, grullas y cisnes se encontraban entre las muchas especies migratorias que las utilizaban. A pesar de que Louisiana no siempre se ha mostrado amable con su tierra, ha manifestado un poco más de respeto por sus animales. Puesto que el veredicto sería algún día emitido por un jurado de personas normales y con un poco de suerte de sentido común, los abogados de Green Fund hicieron hincapié en las aves.

El pelícano se convirtió en un héroe. Después de treinta años de contaminación solapada con DDT y otros pesticidas, el pelícano castaño de Louisiana estaba al borde de la extinción. Casi demasiado tarde se lo calificó como especie en peligro de extinción y se le otorgó una protección especial. Green Fund singularizó la majestuosa ave y reclutó a media docena de expertos, a lo largo y ancho del país, para declarar en su defensa.

Con un centenar de abogados involucrados en el caso, el proceso avanzaba lentamente. A veces no se movía, lo cual favorecía los intereses de Green Fund. Las plataformas permanecían paralizadas.

Siete años después de que Mattiece volara por primera vez sobre Terrebonne Parish en su helicóptero de propulsión a chorro y trazara en la superficie de las marismas la ruta que seguiría su preciado canal, se celebró el juicio de los pelícanos en Lake Charles. Fue un juicio espinoso que duró diez semanas. Green Fund pedía compensación por el daño ya causado y solicitaba una prohibición permanente de las perforaciones.

Las compañías petrolíferas trajeron a un especialista de Houston para dirigirse al jurado. Usaba zapatos de piel de elefante, Stetson, y era capaz de hablar como un louisiano de descendencia francesa cuando era necesario. Resultó ser muy eficaz, especialmente comparado con los abogados de Green Fund, ambos barbudos y con la mirada muy intensa.

Green Fund perdió el juicio, lo cual no era totalmente inesperado. Las compañías petrolíferas habían gastado millones y es difícil azotar un oso con un bastoncillo. David ganó la batalla, pero siempre es preferible apostar a favor de Goliat. Los miembros del jurado no estaban impresionados con los peligros de la contaminación y la fragilidad de la ecología de las marismas. El petróleo significaba dinero y la gente necesitaba trabajo.

El juez mantuvo los cargos por dos razones. En primer lugar, consideró que Green Fund había demostrado su argumento respecto a los pelícanos, especie que gozaba de protección federal. Además, era evidente para todos que Green Fund presentaría recurso de apelación, y por consiguiente el asunto estaba lejos de haber terminado.

Todo se apaciguó durante algún tiempo y Mattiece había ganado una pequeña batalla. Pero sabía que habría otras vistas, en otros juzgados. Era un hombre infinitamente paciente y calculador.