28
El taxi paró de pronto en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y dos, y Gray, obedeciendo al pie de la letra sus instrucciones, se apeó con su bolsa después de pagar al taxista. El conductor a su espalda tocaba la bocina y hacía gesticulaciones, y pensó en lo agradable que era estar de nuevo en Nueva York.
Eran casi las cinco de la tarde, con la Quinta Avenida repleta de peatones, y calculó que eso era precisamente lo que ella deseaba. Le había dado instrucciones específicas. Un vuelo determinado de National a La Guardia. Un taxi al hotel Vista en el World Trade Center. Entonces a un bar a tomar una o dos copas, sin dejar de vigilar a su alrededor, y al cabo de una hora coger un taxi hasta la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y dos. Debía caminar rápido, usar gafas oscuras y estar siempre muy atento, porque si alguien le seguía, podrían perder ambos la vida.
Le obligó a que tomara nota de todo. Parecía una bobada, un poco exagerado, pero le hablaba en un tono que no daba lugar a discusiones. Tampoco se lo proponía. Ella también le dijo que tenía suerte de seguir con vida y no quería volver a arriesgarse. Si quería hablar con ella, tendría que hacer exactamente lo que le indicaba.
Tomó nota de todo. Abriéndose paso entre la muchedumbre, caminó tan rápido como pudo por la Quinta Avenida, hasta el Plaza en la Cincuenta y nueve, por las escaleras al vestíbulo y luego salió a la zona sur de Central Park. Nadie podía haberle seguido. Y si ella tomaba las mismas precauciones, tampoco podían seguirla.
La acera estaba llena de gente a lo largo de Central Park y, al acercarse a la Sexta Avenida, aceleró todavía más el paso. Estaba excitado y, por mucho que procurara tranquilizarse, le emocionaba enormemente la perspectiva de conocerla. Por teléfono parecía metódica y relajada, pero con cierto vestigio de miedo e incertidumbre. Le había recordado que no era más que una estudiante de Derecho de segundo curso, que no sabía lo que estaba haciendo y que probablemente habría muerto en una semana a lo sumo, pero que en todo caso aquellas eran las reglas del juego. Siempre hay que suponer que alguien te sigue, dijo. Ella había sobrevivido siete días acechada por sabuesos y le rogaba que siguiera sus instrucciones.
Le dijo que entrara disimuladamente en el Saint Moritz, en la esquina de la Sexta Avenida, y así lo hizo. Le había reservado una habitación a nombre de Warren Clark. Pagó al contado y subió en el ascensor hasta el noveno piso. Tenía que esperar. Simplemente esperar.
Pasó una hora junto a la ventana y vio cómo oscurecía en Central Park. Sonó el teléfono.
—¿Señor Clark? —preguntó una voz femenina.
—Pues… Sí.
—Soy yo. ¿Ha llegado solo?
—Sí. ¿Dónde está usted?
—Seis pisos más arriba. Coja el ascensor hasta el decimoctavo y baje por la escalera al decimoquinto. Habitación 1520.
—De acuerdo. ¿Ahora?
—Sí. Le espero.
Volvió a cepillarse los dientes, se aseguró de que iba bien peinado y al cabo de diez minutos estaba frente a la puerta 1520. Se sentía como un adolescente en su primera cita. No había estado tan nervioso desde que jugaba a fútbol en el instituto.
Pero él era Gray Grantham, del Washington Post, y aquello no era más que otra de sus investigaciones con una de tantas mujeres, de modo que no tenía por qué no estar en control de la situación.
Llamó a la puerta y esperó.
—¿Quién es?
—Grantham —respondió.
Corrió el pestillo y abrió lentamente la puerta. El cabello ya no era el mismo, pero sonrió y ahí estaba la chica de la portada, que le estrechó firmemente la mano.
—Pase. ¿Le apetece tomar algo? —preguntó, después de cerrar nuevamente la puerta y correr el pestillo.
—Desde luego. ¿Qué tiene?
—Agua con hielo.
—Perfecto.
Entró en una pequeña sala, donde había un televisor encendido pero sin sonido.
—Por aquí —indicó la chica.
Dejó la bolsa sobre la mesa y se sentó en el sofá. Ella estaba de pie junto al mueble bar y, momentáneamente, admiró sus vaqueros. Iba descalza. Un jersey extra grande con el cuello ladeado dejaba entrever una tira de su sujetador.
Le entregó un vaso de agua y se sentó en una silla, junto a la puerta.
—Gracias.
—¿Ha comido?
—No me dijo que lo hiciera.
—Discúlpeme —rio—. He atravesado muchas dificultades.
Pediré algo al servicio de habitaciones.
—Claro —sonrió Grantham—. Estoy a su disposición.
—Me apetece una hamburguesa grasienta con queso, patatas fritas y una cerveza bien fría.
—Perfecto.
Levantó el teléfono y pidió la comida. Grantham se acercó a la ventana y observó las luces que circulaban por la Quinta Avenida.
—Tengo veinticuatro años. ¿Cuántos tiene usted? —preguntó, sentada ahora en el sofá, con un vaso de agua fría en la mano.
—Treinta y ocho —respondió, al tiempo que se sentaba en la silla más próxima—. Casado una vez. Divorciado hace siete años y tres meses. Sin hijos. Vivo solo con un gato. ¿Por qué ha elegido el Saint Moritz?
—Tenían habitaciones libres y pude convencerles de que era importante pagar al contado y no presentar identificación. ¿Le gusta?
—No está mal. Parece haber pasado sus mejores momentos.
—No son exactamente unas vacaciones.
—No está mal. ¿Cuánto tiempo cree que permaneceremos aquí?
Le observó atentamente. Hacía seis años que había publicado un libro sobre escándalos relacionados con HUD y, a pesar de que había tenido escaso éxito, encontró un ejemplar del mismo en una biblioteca pública de Nueva Orleans. Parecía seis años mayor que en la foto de la solapa, pero maduraba con elegancia y las canas de sus patillas le daban un toque de distinción.
—No sé cuánto tiempo se quedará usted —respondió—. Mis planes pueden cambiar de un momento a otro. Puede que vea un rostro en la calle y coja un avión a Nueva Zelanda.
—¿Cuándo salió de Nueva Orleans?
—El lunes por la noche. Cogí un taxi a Baton Rouge, que alguien pudo seguir con mucha facilidad. Me trasladé en avión a Chicago, donde compré billetes con cuatro destinos distintos, incluido Boise, donde vive mi madre. En el último momento cogí un avión a La Guardia. Creo que no me siguió nadie.
—Está a salvo.
—Puede que por ahora. Nos perseguirán a ambos cuando se publique este artículo. En el supuesto de que se publique.
Gray movió los cubitos de hielo en el vaso y la observó.
—Depende de lo que me cuente. Y de lo que pueda confirmarse de otras fuentes.
—La comprobación es cosa suya. Le contaré lo que sé y a partir de entonces se las arreglará solito.
—De acuerdo. ¿Cuándo empezamos a hablar?
—Después de cenar. Prefiero hacerlo con el estómago lleno. ¿No tendrá usted prisa?
—Claro que no. Dispongo de toda la noche, todo el día de mañana, el día siguiente y el siguiente. Lo que usted sabe constituye la historia más sensacional de los últimos veinte años, de modo que me quedaré mientras esté dispuesta a hablar conmigo.
Darby sonrió y desvió la mirada. Hacía exactamente una semana que ella y Thomas esperaban para cenar en el bar de Mouton’s. Él vestía chaqueta de seda negra, camisa de lona, corbata roja a cuadros y un pantalón caqui muy almidonado. Zapatos sin calcetines. Llevaba la camisa desabrochada y la corbata suelta. Habían hablado de las islas Vírgenes, del día de Acción de Gracias y de Gavin Verheek, mientras esperaban que se vaciara una mesa. Él bebía sin parar, lo cual no era inusual. Luego se emborrachó y le salvó la vida.
Había vivido un año en los últimos siete días y ahora mantenía una auténtica conversación con un ser vivo, que no deseaba su muerte. Cruzó lo pies y los colocó sobre la mesilla. No le resultaba incómoda su compañía en su habitación. Se sentía relajada. «Confíe en mí», se leía en su rostro. ¿Y por qué no? ¿En quién si no podía confiar?
—¿En qué piensa? —preguntó Grantham.
—Ha sido una semana muy larga. Hace sólo siete días era una estudiante de Derecho como cualquier otra, que se esforzaba por alcanzar la cima. Y ahora míreme.
Era lo que hacía. Procuraba conservar la serenidad y que no se le abriera la boca como a un adolescente, pero la miraba. Su cabello era oscuro, muy corto y bastante elegante, pero prefería la versión de la foto del día anterior.
—Hábleme de Thomas Callahan.
—¿Por qué?
—No lo sé. Forma parte de la historia, ¿no es cierto?
—Sí. Le hablaré de él más adelante.
—Muy bien. ¿Su madre vive en Boise?
—Sí, pero no sabe nada. ¿Dónde vive la suya?
—En Short Hills, New Jersey —respondió con una sonrisa, mientras mordía un cubito de hielo a la espera de que ella hablara.
Darby reflexionaba.
—¿Qué es lo que más le gusta de Nueva York? —preguntó Darby.
—El aeropuerto. Es la forma más rápida de largarse.
—Thomas y yo estuvimos aquí en verano. Hacía más calor que en Nueva Orleans.
De pronto Grantham comprendió que no era sólo una joven estudiante, sino una viuda afligida. La pobre muchacha sufría. No había podido cuidar de su cabello, su ropa, ni su mirada. ¡Maldita sea, la consumía el dolor!
—Lamento muchísimo lo de Thomas —dijo—. No volveré a interesarme por él.
Ella le sonrió sin decir palabra.
Alguien llamó con fuerza a la puerta. Darby retiró inmediatamente los pies de la mesilla y miró fijamente a la puerta. Luego respiró hondo. Era la comida.
—Me ocuparé yo —dijo Gray—. Relájese.