27

Desayuno en Dupont Circle. Hacía bastante frío, pero por lo menos los drogadictos y los travestis permanecían inconscientes en sus mundos enfermizos. Había algunos borrachos tumbados como troncos a la deriva. Pero ya había salido el sol y se sentía seguro, porque todavía era un agente del FBI, con una pistolera al hombro y una arma bajo el brazo. ¿De quién podía tener miedo? No había utilizado el arma en quince años y raramente salía de la oficina, pero le encantaría desenfundarla y liarse a tiros.

Su nombre era Trope y era un ayudante muy especial del señor Voyles. Tan especial, que sólo él y el propio señor Voyles estaban al corriente de sus conversaciones con Booker, de Langley. Estaba sentado en un banco circular, de espaldas a New Hampshire, cuando desenvolvió el pastelito de plátano que había comprado para desayunar. Booker no llegaba nunca tarde. Trope era siempre el primero en llegar, Booker lo hacía al cabo de cinco minutos, hablaban con rapidez y Trope era el primero en marcharse, seguido de Booker. Ahora ambos ocupaban cargos administrativos, sumergidos en el crepúsculo de sus carreras, pero gozaban de mucha intimidad con sus respectivos jefes, que de vez en cuando acababan perplejos de intentar dilucidar lo que el otro hacía, o simplemente necesitaban saber algo con rapidez.

Trope era su nombre verdadero y se preguntaba si Booker también lo era. Probablemente no. Booker era de Langley, donde eran tan paranoicos que incluso los administrativos probablemente usaban nombres falsos. Le dio un mordisco a su pastel de plátano. Maldita sea, incluso las secretarias probablemente tenían tres o cuatro nombres.

Booker se acercó paseando a la fuente, con una gran taza de plástico llena de café. Miró a su alrededor y se sentó junto a su amigo. Voyles había solicitado la reunión, de modo que Trope hablaría primero.

—Hemos perdido a un hombre en Nueva Orleans —dijo.

Booker cogió la taza caliente y bebió a sorbos.

—Consiguió que lo mataran.

—Ya, y está muerto. ¿Estabas allí?

—Sí, pero no sabíamos que estuviera allí. Estábamos cerca, pero vigilábamos a otros. ¿Qué hacía?

Trope acabó de desenvolver el pastelito frío.

—No lo sabemos. Se fue para asistir a un funeral, intentó encontrar a una muchacha, en su lugar encontró a otra persona y aquí estamos. Fue un trabajo limpio, ¿no es cierto? —agregó, después de darle otro mordisco al plátano.

Booker se encogió de hombros. ¿Qué sabía el FBI sobre la matanza de gente?

—No estaba mal. Una imitación muy mediocre de un suicidio, por lo que hemos oído —respondió, mientras tomaba un sorbo de café caliente.

—¿Dónde está la chica? —preguntó Trope.

—La perdimos en O’Hare. Puede que esté en Manhattan, pero no estamos seguros. La estamos buscando.

—Ellos también la buscan —agregó Trope, mientras tomaba café frío.

—Estoy seguro de ello.

Contemplaron a un borracho que se levantaba tambaleándose de un banco y se caía. Lo primero en golpear el suelo fue su cabeza, pero probablemente no sintió nada. Se dio la vuelta y le sangraba la frente.

Booker consultó su reloj. Aquellas reuniones eran sumamente breves.

—¿Qué se propone el señor Voyles?

—Va a entrar en combate. Ayer mandó cincuenta soldados y hoy les seguirán otros. No le gusta perder a nadie, particularmente cuando se trata de alguien a quien conoce personalmente.

—¿Qué ocurre con la Casa Blanca?

—No vamos a contárselo y puede que no lo averigüen. ¿Qué saben?

—Conocen a Mattiece.

—¿Dónde está el señor Mattiece? —sonrió ligeramente Trope.

—Quién sabe. En los últimos tres años, apenas se le ha visto en este país. Tiene por lo menos media docena de casas, todas en países diferentes, además de aviones y buques, de modo que quién sabe.

Trope acabó de comerse el pastelito y guardó el envoltorio en la bolsa.

—El informe le ha condenado, ¿no es cierto?

—Es maravilloso. Y si hubiera actuado con serenidad, se habría hecho caso omiso del informe. Pero ha empezado a matar gente como un loco y cuanto más asesina, mayor credibilidad adquiere el informe.

Trope consultó su reloj. Había durado ya demasiado, pero el tema valía la pena.

—Voyles dice que podríamos necesitar vuestra ayuda.

—Concedida —asintió Booker—. Pero va a ser un asunto muy difícil. En primer lugar, el probable asesino está muerto. En segundo lugar, el probable intermediario es muy escurridizo. Había una sofisticada conspiración, pero los conspiradores han desaparecido. Intentaremos encontrar a Mattiece.

—¿Y a la muchacha?

—Sí. Lo intentaremos.

—¿En qué piensa?

—En cómo sobrevivir.

—¿Podéis traérnosla? —preguntó Trope.

—No. No sabemos dónde está, ni podemos detener a civiles inocentes de la calle. En estos momentos no confía en nadie.

—No se lo reprocho —dijo Trope después de levantarse con su café y su bolsa.

Y desapareció.

Grantham tenía en la mano una borrosa fotografía que había recibido por fax desde Phoenix. Era entonces una atractiva estudiante veinteañera, en la universidad estatal de Arizona. En su ficha decía que era de Denver y se especializaba en biología. Había llamado a veinte personas llamadas Shaw en Denver, antes de darse por vencido. El segundo fax lo había mandado el corresponsal de AP en Nueva Orleans. Era una copia de su foto de ingreso en Tulane. Su cabello era más largo. En medio del anuario de la facultad, el corresponsal había encontrado una fotografía de Darby Shaw, que tomaba una Coca-Cola light en un picnic estudiantil. Llevaba un holgado jersey con unos vaqueros descoloridos perfectamente ajustados a su figura, y era evidente que había sido introducida en el anuario por un gran admirador suyo. Parecía recién salida de Vogue. Se reía de algo o alguien en la fiesta. Tenía una dentadura perfecta y un rostro cálido. Había pegado esta fotografía en el pequeño tablón de corcho situado junto a su nuevo escritorio.

Había un cuarto fax, una fotografía de Thomas Callahan, como dato de interés.

Colocó los pies sobre la mesa. Eran casi las nueve y media, martes. La redacción traqueteaba y ronroneaba como un organizado caos. Había hecho ochenta llamadas en las últimas veinticuatro horas, y lo único que había conseguido habían sido las fotografías y un montón de formularios de financiación electoral. No descubría nada y, a decir verdad, ¿por qué preocuparse? Ella estaba a punto de contárselo todo.

Hojeó el Post y vio el extraño artículo sobre cierto Gavin Verheek y su aniquilación. Sonó el teléfono. Era Darby.

—¿Ha visto el Post? —preguntó.

—¿Ha olvidado que escribo en dicho periódico?

—El artículo sobre el abogado del FBI, asesinado en Nueva Orleans, ¿lo ha visto? —dijo, directo al grano.

—Lo estoy leyendo. ¿Tiene algo que ver con usted?

—Júzguelo por sí mismo. Escúcheme, Grantham. Callahan le entregó el informe a Verheek, que era su mejor amigo. El viernes Verheek vino a Nueva Orleans, para asistir al funeral. Hablé con él por teléfono durante el fin de semana. Él quería ayudarme, pero yo tenía miedo. Quedamos en vernos ayer al mediodía. Verheek fue asesinado en su habitación, alrededor de las once de la noche del domingo. ¿Ha tomado nota?

—Sí, lo tengo todo.

—Verheek no se presentó a la cita. Evidentemente, para entonces estaba muerto. Yo me asusté y salí de la ciudad. Ahora estoy en Nueva York.

—Bien —dijo Grantham, que no dejaba de tomar apuntes—. ¿Quién mató a Verheek?

—No lo sé. Aquí no acaba la historia. He leído el Post y el New York Times palabra por palabra, y no he visto nada sobre otro asesinato cometido en Nueva Orleans. La víctima fue un hombre con el que estaba hablando y a quien había tomado por Verheek. Sería largo de explicar.

—Eso parece. ¿Cuándo piensa contármelo?

—¿Cuándo puede venir a Nueva York?

—Puedo estar allí a las doce del mediodía.

—Eso es un poco rápido. Organicémoslo para mañana. Le llamaré a la misma hora para darle instrucciones. Debe ir con cuidado, Grantham.

—Llámeme Gray, ¿de acuerdo? No Grantham —dijo, mientras admiraba los vaqueros y la sonrisa del tablón.

—Como quiera. Hay gente muy poderosa asustada por lo que sé. Si se lo cuento, puede costarle la vida. He visto los cadáveres, Gray. He oído las bombas y los tiros. Ayer vi cómo a un hombre le volaban los sesos, y no tengo ni idea de quién era ni de por qué le asesinaron, sólo sé que estaba al corriente del informe Pelícano. Creí que era amigo mío. Puse mi vida en sus manos y le pegaron un tiro en la cabeza, delante de cincuenta personas. Al verle morir, comprendí que tal vez no era mi amigo. Al leer el periódico esta mañana, me he percatado de que definitivamente no lo era.

—¿Quién lo mató?

—Hablaremos de ello cuando esté aquí.

—De acuerdo, Darby.

—Hay una pequeña cuestión que quiero aclarar. Le contaré todo lo que sé, pero no quiero que jamás utilice mi nombre. Ya he escrito lo suficiente para lograr que murieran por lo menos tres personas y tengo la seguridad de que yo seré la próxima. Pero no deseo crear más problemas. Permaneceré en todo momento sin identificar, ¿de acuerdo, Gray?

—Trato hecho.

—Estoy depositando mucha confianza en usted y no estoy segura de por qué lo hago. Si en algún momento tengo cualquier duda, desapareceré.

—Tiene mi palabra, Darby. Se lo juro.

—Creo que comete un error. Esta no es una de sus investigaciones habituales. Puede costarle la vida.

—¿En manos de la misma gente que asesinó a Rosenberg y Jensen?

—Sí.

—¿Sabe quién lo hizo?

—Sé quién pagó para que lo hicieran. Conozco su nombre. Su negocio. Su política.

—¿Y me lo contará mañana?

—Si sigo viva.

Se hizo una larga pausa, mientras ambos pensaban en algo apropiado que decir.

—Tal vez deberíamos hablar ahora mismo —dijo Grantham.

—Tal vez. Pero le llamaré por la mañana.

Grantham colgó el teléfono y admiró momentáneamente la fotografía ligeramente borrosa de aquella hermosa estudiante, que estaba convencida de que estaba a punto de morir. Durante unos instantes, sucumbió a la idea de la caballerosidad, la galantería y el rescate. Tenía poco más de veinte años, a juzgar por la foto de Callahan le gustaban los hombres maduros y de pronto confiaba exclusivamente en él. Lograría que funcionara. Y la protegería.

Los coches oficiales salían discretamente de la ciudad. Debía pronunciar un discurso en College Park dentro de una hora, e iba cómodamente sentado en la parte posterior de su limusina, en mangas de camisa, mientras leía el texto que Mabry había redactado. Movió la cabeza y escribió algo al margen. Normalmente, este habría sido un día agradable fuera de la ciudad, para pronunciar un pequeño discurso en un hermoso campus, pero hoy las cosas no salían a pedir de boca. Coal estaba sentado junto a él en la limusina.

El jefe del gabinete no solía acompañarle en dichas salidas. Amaba los momentos en que el presidente se ausentaba de la Casa Blanca y dejaba la dirección en sus manos. Pero aquel día tenían que hablar.

—Estoy harto de los discursos de Mabry —declaró frustrado el presidente—. Todos suenan igual. Juraría que pronuncié este mismo la semana pasada, en la convención de Rotary.

—Es el mejor que tenemos, pero estoy explorando —respondió Coal, sin levantar la mirada de su circular.

Había leído el discurso y no estaba mal. Pero después de seis meses de escribir discursos, las ideas de Mabry empezaban a ser repetitivas y, en todo caso, Coal tenía ganas de despedirle.

—¿Qué es eso? —preguntó el presidente, con una mirada a la circular que Coal tenía en las manos.

—La lista resumida.

—¿Quién queda?

—Siler Spence, Watson y Calderón —respondió Coal, después de volver la página.

—Estupendo, Fletcher. Una mujer, un negro y un cubano. ¿Qué les ha ocurrido a los hombres blancos? Creí haber dicho que quería jóvenes blancos. Jueces jóvenes, duros y conservadores, con impecables credenciales y muchos años por delante. ¿No fue eso lo que dije?

—Están pendientes de confirmación, jefe.

—Serán confirmados. Presionaré todo lo que haga falta, pero serán confirmados. ¿Se da cuenta de que nueve de cada diez hombres blancos en este país votan por mí?

—Ochenta y cuatro por ciento.

—De acuerdo. ¿Entonces qué tienen de malo los blancos?

—Esto no es exactamente un patrocinio.

—Claro que lo es. Es pura y simplemente un patrocinio. Premio a mis amigos y castigo a mis enemigos. Así es como se sobrevive en la política. Uno corteja con los que le han ofrecido su apoyo. No puedo creer que quiera a una mujer y a un negro. Empieza a perder facultades, Fletcher.

Coal volvió otra página. Ya había oído aquello antes.

—Lo que más me preocupa es la reelección —dijo, sin levantar la voz.

—¿Y a mí no? He nombrado a tantos asiáticos, hispanos, mujeres y negros, que me tomarían por un demócrata. Maldita sea, Fletcher, ¿qué tienen de malo los blancos? En este país debe haber un centenar de buenos jueces conservadores y con la formación adecuada, ¿no es cierto? ¿Por qué no podemos encontrar dos, sólo dos, con ideas y criterios como los míos?

—Recibió el noventa por ciento del voto cubano.

El presidente dejó el discurso sobre el asiento y cogió el Post de la mañana.

—De acuerdo, hábleme de Calderón. ¿Qué edad tiene?

—Cincuenta y uno. Casado, ocho hijos, católico, de familia humilde, trabajó para pagarse los estudios en Yale, muy sólido. Muy conservador. Ningún trapo sucio en el armario, a excepción de un problema de alcoholismo hace veinte años. No ha probado el alcohol desde entonces. Es totalmente abstemio.

—¿Ha fumado alguna vez marihuana?

—Asegura no haberlo hecho.

—Me gusta —dijo el presidente, mientras leía la primera página del periódico.

—A mí también. El departamento de justicia y el FBI han investigado su vida privada, y es impecable. Entre los otros dos, ¿prefiere a Siler Spence o a Watson?

—¿Qué clase de nombre es Siler Spence? ¿Qué tienen en la cabeza esas mujeres que usan dos apellidos? ¿Qué ocurriría si su nombre de soltera fuera Skowinski y se casara con un individuo llamado Levondowski? ¿Insistiría su pequeña alma liberada en que circulara por la vida con los nombres de F. Gwendolyn Skowinski Levondowski? Por Dios. Nunca nombraré a una mujer con dos apellidos.

—Ya lo ha hecho.

—¿Quién?

—Kay Jones Roddy, embajadora en Brasil.

—Entonces llámela y despídala.

En el rostro de Coal se dibujó una leve sonrisa y dejó la circular sobre el asiento. Contempló el tráfico por la ventana. Decidirían sobre el número dos más adelante. Calderón ya estaba decidido y, puesto que pretendía nombrar a Linda Siler Spence, insistiría en el negro, a fin de que el presidente eligiera a la mujer. Manipulación elemental.

—Creo que deberíamos esperar otras dos semanas, antes de emitir el comunicado.

—Como le parezca —susurró el presidente, mientras leía el artículo de primera plana.

Emitiría el comunicado cuando se le antojara, independientemente del calendario de Coal. Todavía no estaba convencido de que debieran anunciarse ambos nombramientos al mismo tiempo.

—Watson es un juez negro muy conservador y tiene la reputación de ser muy severo. Sería ideal.

—No estoy seguro —susurró el presidente, mientras leía acerca de Gavin Verheek.

Coal había leído el artículo de la segunda página. Habían encontrado a Verheek muerto en una habitación del Hilton de Nueva Orleans, en misteriosas circunstancias. Según dicho artículo, el FBI desconocía oficialmente el motivo de su visita a Nueva Orleans. Voyles estaba profundamente apenado. Era un buen funcionario, leal, etcétera.

—Nuestro amigo Grantham ha guardado silencio —dijo el presidente, mientras hojeaba el periódico.

—Está investigando. Creo que ha oído hablar del informe, pero no logra dar en el clavo. Ha llamado a todo el mundo en la ciudad, pero no sabe qué preguntar. Está pescando a ciegas.

—Ayer yo jugué al golf con Gminski —declaró con orgullo el presidente—, y me aseguró que todo estaba bajo control. Mantuvimos una conversación íntima, a lo largo de dieciocho agujeros. Es un jugador horrible, no lograba salir del agua y de la arena. A decir verdad, fue divertido.

Coal nunca había tocado un palo de golf y detestaba perder el tiempo hablando de agujeros y cosas por el estilo.

—¿Cree que Voyles investiga en Nueva Orleans?

—No. Me dio su palabra de que no lo haría. No es que confíe en él, pero Gminski no mencionó nada al respecto.

—¿Hasta qué punto confía en Gminski? —preguntó Coal, mientras miraba de refilón al presidente con el entrecejo fruncido.

—No confío. Pero si supiera algo del informe Pelícano, creo que me lo contaría…

Las palabras del presidente se perdieron en la lejanía y se dio cuenta de que hablaba como un ingenuo.

Coal manifestó su incredulidad en un murmullo.

Cruzaron el río Anacostia y entraron en el condado de Prince George. El presidente cogió el discurso y miró por la ventana. Dos semanas después de los asesinatos, el índice de popularidad se mantenía todavía por encima del cincuenta por ciento. Los demócratas no tenían a ningún candidato que diera señales de vida. Su posición era fuerte y mejoraba. Los norteamericanos estaban hartos de droga y delincuencia, de vociferantes minorías que reclamaban toda la atención, y de liberales idiotas que interpretaban la Constitución en beneficio de delincuentes y radicales. Aquel era su momento. Dos nombramientos simultáneos en el Tribunal Supremo. Sería su legado.

Sonrió para sí. Qué tragedia tan maravillosa.